En
lo referido al caso español, dicho modelo se asemeja de manera inquietante al
que predominó desde la década de los 1830 hasta final del siglo XIX. A
excepción del militarismo, hoy por fortuna desplazado, abundan las analogías
entre nuestro Estado decimonónico y el que, por vía imperativa, pretende
instaurar el partido en el Gobierno.
Para
definir este tipo de organización social, política y económica debemos
referirnos a dos claves fundamentales de su arquitectura: el centralismo y la desigualdad.
Neocentralismo
En
el orden de los poderes, el centralismo entraña, ante todo, el reforzamiento del
poder ejecutivo frente a los restantes poderes del estado. Su síntoma más
evidente es el abuso de la
legislación autoritaria por decreto, que relega a la
cámara baja
a la condición de mera correa transmisora de las directrices gubernamentales,
perdiendo con ello su carácter de asamblea deliberante que controla la acción
del presidente y los ministros.
Desde
la perspectiva centralista resulta coherente que los parlamentos reduzcan su
número de diputados.
Para justificar esta medida se alegan motivos presupuestarios, pero la realidad
es que pocos escaños necesitan unas asambleas pensadas para ratificar las
decisiones del Gobierno más que para representar el pluralismo político.
La
concentración de potestades en el ejecutivo requiere también el debilitamiento
o la ausencia de otros contrapoderes. A conseguir este objetivo se dirige la actual
campaña de descrédito contra las Comunidades Autónomas. Con la excusa de la
crisis, pero con los datos objetivos
del déficit
en contra, ha ido calando en España un discurso interesado de destrucción del
régimen autonómico y consecuente regreso al vetusto Estado de provincias. La
razón última de este pretendido reemplazamiento no es tanto el ahorro como la
revigorización del gobierno central, que se vería liberado de los incómodos contrapesos
que hoy son las regiones autónomas, incluso cuando están gobernadas por el
mismo partido alojado en la Moncloa.
Aún
tiene una consecuencia más el encumbramiento del ejecutivo: la colocación de
toda la administración pública bajo su criterio discrecional. Las reivindicaciones
economicistas de revisar el estatuto profesional de los funcionarios,
suprimiendo su inamovilidad para lograr mayor eficiencia, suponen un aspecto
crucial de este retorno al siglo XIX. De triunfar, derrumbarían uno de los
pilares fundamentales del Estado de derecho, como es la independencia del
empleado público frente a los representantes políticos. Recuperaríamos entonces
la figura decimonónica del “cesante”, y la burocracia, de ser un aparato
técnico cualificado e independiente, pasaría a convertirse, ya por entero, en
extensión clientelar del partido de turno.
Ni
siquiera el poder judicial se libra de esta involución generalizada. La
implantación de una justicia onerosa implica un grave quebranto al derecho de
defensa y al principio de igualdad, pero también la vuelta a los tiempos en que
la jurisdicción civil o mercantil era coto reservado de los que podían
permitirse el lujo de litigar para proteger sus derechos legítimos.
Desigualdad
Este
punto nos coloca ante la segunda clave del programa político conservador: la “Gran Desigualdad”, por expresarlo
en palabras de Rafael Poch. Lo más obvio en este sentido viene dado por los
severos recortes sufridos –y por las tasas de “repago” introducidas– en los
servicios públicos de sanidad y educación.
La
multiplicación exponencial de la desigualdad cuenta con otros cauces, acaso más
decisivos. En primer término, el Gobierno pretende transformar la estructura de
las relaciones fundadas en el trabajo, regresando a su fisonomía decimonónica. Bajo
la excusa del respeto a la libertad contractual de las partes, y con el
argumento falaz de que la flexibilidad laboral disminuirá el desempleo, se ha
activado un proceso cuyo objetivo no es otro que convertir las relaciones
laborales en una relación de carácter privado.
Una
vez devaluada –contra el tenor constitucional (art. 37.1)– la negociación
colectiva, y dejada la fijación de las condiciones laborales a la voluntad
superior del empleador, que siempre contará con el chantaje de la “legión de
parados” para revisarlas a la baja, la relación de trabajo volverá a ser de
naturaleza patriarcal y el asalariado estará de nuevo bajo la voluntad
discrecional de su patrón.
A
estas alturas, debiera saberse ya que considerar al empleador y al trabajador
como partes formalmente iguales tiene como consecuencia, en la práctica, la
consolidación y profundización de la desigualdad material entre ambos. El
origen de todo el derecho laboral, desde la limitación del trabajo infantil y
femenino hasta la imposición legal de unas condiciones mínimas en el contrato
de trabajo (jornada, vacaciones, salario), radica justamente en la limitación pública de
la voluntad del empleador, cuya libertad sin restricciones provocaba la falta absoluta
de libertad en los trabajadores.
De
nada parecen servir, sin embargo, las enseñanzas de la historia contemporánea.
A día de hoy, todos los logros conquistados con el fin de mitigar la
depauperación de las capas trabajadoras se hallan cuestionados. La
deslegitimación de unos sindicatos ya de por sí debilitados y desacreditados, el
deseo conservador de limitar hasta desnaturalizar el derecho de huelga o la
supresión del carácter vinculante de los convenios colectivos son algunos de los
medios preparados para su abolición.
El
sistema fiscal progresivo, propio del Estado social e impuesto por nuestra
Constitución (art. 31.1), también se halla en el punto de mira del Gobierno. Si
ya se encuentra en vías de descomposición a causa del fraude consentido y de las
exenciones disfrutadas por los sectores acaudalados, su eliminación completa
tendrá lugar cuando se culmine el tránsito, anunciado por
Cristóbal Montoro,
desde un régimen tributario basado en los impuestos directos a otro edificado
sobre los indirectos. Nos habrán devuelto entonces a pleno siglo XIX, cuando la
financiación del Estado procedía en su mayor parte de los tributos al consumo.
La
desprotección del trabajo y la distribución inequitativa de la carga fiscal
producirán pobreza y marginación. En un sistema democrático, una situación de
este género puede tener corto recorrido, pues las reivindicaciones de una
mayoría social postergada encuentran pronta representación parlamentaria. Aparte
de la manipulación mediática, a evitar este proceso se dirigen las propuestas, en algún caso
materializadas,
de convertir la función representativa –también como hace un par de siglos– en
un título honorario y en un desempeño gratuito, lo cual garantizaría la
identificación entre los diputados y los sectores no desposeídos.
Y
mientras la crisis va generando el ambiente propicio para generalizar esta
medida, el Gobierno recurre a una estrategia igualmente regresiva: la criminalización
de la disidencia y su sistemática conversión en un problema de
orden público.
Los intolerables –y por desgracia cada vez más frecuentes– abusos policiales
contra manifestantes y el recurso a tipos delictivos
tan imprecisos
que ponen en cuestión el derecho elemental a la seguridad jurídica son algunas
de sus más palpables evidencias.
Conclusión
Estamos
inmersos, pues, en un proceso materialmente constituyente, desplegado con la
coartada de la crisis, desarrollado en abierto incumplimiento de los requisitos
formales exigidos para un procedimiento de tal naturaleza y cuya intención
última, a grandes rasgos, no es otra que regresar a la situación política
vigente en el siglo XIX, que se caracterizaba por el centralismo autoritario y
la desigualdad económica y social.
Por
este motivo resulta irónico que los conservadores basen sus ataques a los
sindicatos, a la protección de los trabajadores, al derecho de huelga o al
impuesto sobre la renta en su presunto carácter obsoleto, cuando el modelo que tácitamente
preconizan se ubica en un periodo histórico anterior al que denostan. El
problema es que el sistema político añorado por el liberalismo conservador se
desplomó a causa de unas dramáticas contradicciones que nos condenan a revivir.
Olvidan, sin embargo, que cuando un pasado trágico regresa suele hacerlo como
farsa.