Seguramente por herencia familiar, hace ya bastantes años que soy lector asiduo de la prensa diaria. Quien a este blog se acerca, sabe que entre los diarios que recorro figuran, en primer lugar, Público, único que compro con cierta frecuencia, entre otras cosas por sus estupendas promociones cinematográficas, en segundo lugar, El País, al que tan sólo me acerco a través de la red, pero con una fidelidad casi diaria, y, en tercer lugar, ABC, único medio conservador que se me hace digerible y donde escribe quien en mi modesta opinión es el columnista con más estilo de la prensa española: Ignacio Camacho.
De todos estos medios, el que me procura más indignaciones es, fuera de toda duda, el centrista, arrogante y cínicamente parcial El País. Creo que, embozado de objetividad, rigor y profesionalidad, es el periódico más sectario y el defensor más acérrimo de sus estrictos intereses empresariales. Pero no es sólo su línea editorial y cultural la que me suscita rechazo; el tono medio y habitual de las afirmaciones de la legión de intelectuales-empleados que tiene a su cargo me produce en ocasiones verdadera náusea. Si me animo a escribir este post es porque ya van tres días seguidos en que encuentro vivos ejemplos de esto que os cuento:
El pasado 26 de febrero, escribía sus opiniones acerca del referendum boliviano el expresidente de aquella república Carlos Diego Mesa Gisbert. Entre sus aseveraciones, cabe destacar la siguiente, por su carácter ejemplificador del razonamiento conservador: el proceso de cambio ... ha recibido un espaldarazo cinco años después de haberse iniciado, pero con un alto coste de polarización, división y exacerbación del racismo, que puede ilustrarse en el total de 47 muertos producto de la confrontación Estado-sociedad en la gestión presidencial de Morales. Al parecer la división y el racismo vienen originados por el gobierno legítimo y no por las minorías privilegiadas e insurrectas. Al parecer también, en aquel país, el Estado está oprimiendo a la sociedad en su conjunto. En realidad, como demuestran las revueltas campesinas de los noventa, la fractura social y el racismo endémico, preceden a la victoria de Morales, que tiene su causa principal precisamente en la existencia de estos fenómenos. En realidad también eso que los conservadores llaman pomposamente sociedad hace referencia a la supuesta materia noble, gris y activa de ella, siendo lo sobrante perfectamente prescindible, o acaso aprovechable como fuerza de trabajo. Por otra parte, en el Estado no se refleja sino lo que acontece en el terreno social.
Ayer, 27 de febrero, las páginas del diario global daban cabida a las reflexiones de uno de sus más elegantes e ilustres colaboradores, el señor Antonio Elorza, que bien podría haber aprendido un poco más de quien fue su esposa, Marta Bizcarrondo. El tema a tratar, la victoria de Chávez. Las incorrecciones graves, abundantes (el último residuo dictatorial era el castrismo). El tono, muy similar al antes visto, pero extrayendo ya las inevitables consecuencias: la cuestión es entonces qué hacer desde planteamientos democráticos cuando la democracia es arruinada ... el ejercicio del derecho de resistencia recupera su necesidad. Aquí ya la intelectualidad socialliberal se hace cómplice del fascismo, fomentando la desobediencia frente a leyes legítimas. Su discurso se hace indistinguible del formulado por esa ignominiosa clase de pensadores que, amparándose en categorías iusnaturalistas, han suministrado en todo tiempo a las minorías privilegiadas la retórica legitimadora de su lucha violenta contra la política democrática transformadora.
Y hoy, el excelente escritor y defensor de los GAL Antonio Muñoz Molina, nos revelaba en una hermosa reseña de un libro de Eric Weitz sobre la Alemania de Weimar la razón de fondo de todo esto: en aquel régimen republicano lo moderno, lo cool, lo rompedor, era ser nazi o ser comunista ... y si la derecha conspiró desde el primer día para derribarlo, la izquierda comunista actuó con un sectarismo ciego y suicida. He aquí la equiparación simplista, la torpe igualación de nacionalsocialistas y de comunistas. Parece desconcer nuestro escritor burócrata que los socialdemócratas hicieron que la República naciese con la mácula de la sangre obrera, de ahí que fuesen llamados socialfacistas. Y tampoco, ni él ni la intelectualidad progresista, quieren saber, porque es doloroso, que ese sistema, tan alabado en la reseña, de igualdad social y reconocimiento universal de derechos proclamado en la Constitución de Weimar, acaso hubiese necesitado, no una transición pacífica, carente de divisiones y enfrentamientos, sino lisa y llanamente de un régimen autoritario que suprimiese privilegios y permitese recomenzar desde cero.
Para recordarnos estas ingratas y desagradables evidencias ya estaba, y sigue estando, Carl Schmitt.