¿Qué ocurriría entre nosotros si al partido en el gobierno, con el respaldo de sus votos, le diese por nacionalizar empresas estratégicas, fiscalizar severamente las rentas de capital y expropiar todo el parque inmobiliario infrautilizado? Probablemente, reaccionaría de inmediato, conminando con sanciones y aislamiento, la Unión Europea, permeable como es a los intereses corporativos. De obstinarse en sus reformas económicas el partido en el poder, se crearía un ambiente mediático en el que toda la prensa, radio y televisión estatales le acusarían de estar violando las reglas del juego, de estar alterando no solo nuestro marco constitucional sino también el internacional. El terreno se encontraría entonces labrado para cualquier destitución rápida, limpia e inmediata, impulsada por quien detenta de facto la fuerza, el ejército durmiente bajo mandato regio, y facilitada por el creciente unipersonalismo del poder, auténtica paradoja en un régimen parlamentario.
A juzgar por las opiniones vertidas en casi todos los medios oficiales, en esta hipótesis todos aquellos que se califican de puros demócratas acusarían en primer lugar al gobierno democrático de populista y en segundo legitimarían una intervención militar, sobre todo si venía apoyada por instituciones internacionales. Su opinión, lo he comentado en más de una ocasión aquí, no podría de ningún modo equiparase, en cuanto a valor y autoridad moral, a la expresada con su apoyo electoral por millones de personas. No hay que ser muy asiduo de la prensa, las tertulias y los debates televisados para percatarse de que menos de cincuenta personas, muchas de ellas perfectamente indocumentadas para la mayoría de los temas que tratan, monopolizan la producción de argumentos, prioridades y opiniones. Y de ellas, solo una ínfima proporción --acaso el único sea Nacho Escolar, quien quizá no haya ponderado el peso, formidable, de su representatividad-- representa a la izquierda democrática y no liberal. Da igual, de todos modos, pues la opinión de los restantes cuarenta y nueve, con todos los altavoces necesarios a su servicio, constituiría a efectos prácticos la opinión pública, aquella que con su consentimiento y con sus tibiezas asentiría frente a un golpe no demasiado sangriento.
Este más que improbable escenario pone frente a nosotros las fronteras intraspasables del régimen demoliberal. En su núcleo, agazapadas, todavía habita la coacción y la fuerza, cuyos medios, por mal que suene, habría que conquistar, entre otras cosas porque ejército, policía y guardia civil pueden ser cuerpos democráticos volcados en la protección de derechos legítimos en lugar de en la defensa de una patria abstracta. Unos, como Vallespín, prefieren mirar para otro lado, hacer como que ese guardian violento no existe, y dar por sentado que el régimen democrático no puede rebasar dichos límites. Otros, en cambio, nos obcecamos en pensar que con esos frenos no puede realizarse de ningún modo la democracia, cautiva como está.
Ni Chávez, con su repugnancia a las formas y los procedimientos, con su chusco ordeno y mando, ni Zelaya, con su incomprensible sonrisa, son de mi agrado. Pero sí lo son sus propósitos redistribuidores, alfabetizadores y, en suma, emancipadores. Y eso es lo que me preocupa: que vivamos en un país que ni siquiera puede comenzar a pensar a transformar sus injustos cimientos de desigualdad, embrutecimiento y precariedad.
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