Hagamos un breve balance de la situación que se está abriendo en relación al régimen autonómico catalán. Interesa sobremanera precisar en este asunto, pues de ello acaso dependa la credibilidad y consistencia de nuestro orden civil. Abordar esta problemática desde sesgos ideológicos o querencias nacionalistas creo que arruina no solo toda posibilidad de análisis, sino también la posibilidad misma de dicho orden, asentado sobre unas convicciones compartidas que caso de ser abandonadas nos coloca frente a un proceso constituyente en toda regla. No es que me asuste la situación, pero sí hay al menos que tenerla en cuenta.
El sistema jurídico que sirve de base al Estado español cuenta con un marco regulativo supremo que es la Constitución. En virtud de su cualificada legitimidad, comunicada directamente por el poder constituyente, los mandatos en ella contenidos no son susceptibles de reforma mediante ley ordinaria. Y precisamente para controlar la constitucionalidad de las leyes se estatuyó un Tribunal Constitucional. No es que cuente con mayor legitimidad que el parlamento, o que una asamblea autonómica, o que un referendum verificado en parte de la población estatal. Es que la legitimidad de sus decisiones deriva del mismo poder constituyente, que en nuestro caso, y mientras no se reconozca de una vez el derecho de autodeterminación, corresponde al conjunto de la comunidad hispana.
Si dicho Tribunal es el máximo garante de la integridad constitucional, entonces habrá que convenir que no son más que disparates lo que profieren aquellos que anteponen a la vigencia de la norma fundamental la validez del completo Estatut, invocando su más que endeble aval democrático o su aprobación, previo retoque, por las Cortes. En un sistema constitucional la Carta Magna rige incluso contra las leyes aprobadas por las cámaras que representan al pueblo soberano, leyes que, en caso de contravenir disposiciones constitucionales, quedan anuladas mediante la oportuna sentencia, dictada a instancia de un recurso. De hecho, para eso mismo se instituye un órgano jurisdiccional de esas características, para evitar los abusos del poder legislativo.
Ahora bien, habrá que convenir también que la demora de la sentencia, así como los continuos vaivenes en las sucesivas ponencias, transmiten una imagen del Constitucional como órgano exclusivamente político, sometido por entero a la coyuntura partidaria e incapaz, por tanto, de ir actualizando con su jurisprudencia el sentido constitucional. Esto resulta, en efecto, un reflejo de nuestra partitocracia, pero supone ante todo un defecto deplorable de sus magistrados que hunde al máximo tribunal en el descrédito y, por consiguiente, invita con toda razón a no tomar demasiado en serio su decisión final.
Tanto unos como otros han actuado, pues, con escaso sentido del orden que se supone canaliza nuestra convivencia civil. El Parlament por haber presentado un Estatut incompatible con la Constitución y Zapatero, con sus pocas luces, por haberse comprometido a lo que objetivamente la ley no le permitía: aprobar el nuevo marco autonómico según viniese de Cataluña. Los opositores, ahora moderados por su expectativa electoralista de pactar con CIU, por situar el debate en el asunto irracional de la quiebra de la nación en lugar de en el terreno mensurable de la distribución competencial. Los jueces del Constitucional por no transmitir solvencia alguna y los nacionalistas por tomarse a la tremenda una posibilidad normal en nuestro régimen político, a saber: que las leyes de las Cortes, pues eso termina siendo el Estatut, sean parcial (o totalmente) anuladas por sentencia del TC con el fin de conformarlas a la Constitución. No existe en este sentido ataque a la dignidad de Cataluña, ni anulación de una norma que ha elegido su pueblo soberano, sino retoque de algunos artículos por incompatibilidad manifiesta, y para mí dudosa, con la norma suprema.
El problema, de cualquier forma, me parece mal planteado. La opción es sencilla y doble: el modelo se reforma desde dentro o desde fuera. Si se escoge la primera vía, entonces habrá que procurar no ya meter con calzador y como sea un estatuto independientemente de su constitucionalidad, sino crear la mayoría social que permita realizar una reforma constitucional que a su vez dé cabida a un régimen autonómico asimétrico y federalista. Esa es, a mi juicio, la opción más convincente, pues estoy convencido de que estos episodios están poniendo más de relieve el carácter obsoleto de nuestra Constitución que la inconveniencia del Estatut. Si por el contrario se toma la segunda vía, entonces hay que colocarse fuera del orden constitucional, oponerse directamente a su vigencia tal como está planteada (negando por ejemplo legitimidad a las sentencias del TC) y llevar las cosas a un grado de conflicto tal que obligue por la fuerza a revisarla.
Además de la evidente presión ejercida sobre los magistrados, lo que el catalanismo parece hacer es amenazar con esto último, con colocarse fuera del sistema político, para así aglutinar los apoyos necesarios para una reforma constitucional. La estrategia no está mal, pero depende en última instancia de que un Estatut recibido con apatía sea ahora asumido como propio en términos reactivos. De no darse tal reacción se revelaría la debilidad que va carcomiendo al nacionalismo, incapaz por falta de respaldo tanto de impulsar una renovación constitucional como de sostener un pulso firme a los órganos del Estado. Y de suceder, como al parecer está ocurriendo a juzgar por las últimas manifestaciones de las élites catalanas, el propósito de lograr una mayoría social de ámbito estatal para reformar la Constitución se vería lastrado por el rechazo que suscita, al menos fuera de Cataluña, la inclinación egoísta de suspender las reglas del juego cuando dejan de ser satisfactorias para los propios intereses.
2 comentarios:
Sin dejar de estar de acuerdo con todo lo que has escrito, leyendo tu entrada me quedo tan frío como con las noticias al respecto. Reconozco que la culpa será mía por no haberme leído el tan traído Estatut, pero sigo sin tener clara su (in)constitucionalidad. Sólo dices que no sería tan tremendo ni el fin del mundo, pero ¿es o no es constitucional? o mejor dicho, ¿qué partes son o no son constitucionales?. Esto por un lado.
Por otro, estoy plenamente convencido de que Montesquieu y el resto de amigos ilustrados estarán revolviéndose en sus tumbas. Si de algo me sirvió estudiar Derecho fue para perderle el respeto a las leyes, sus creadores, aplicadores e intérpretes. En fin, que me he vuelto un descreído.
No me eches mucha cuenta que ya sabes que estoy bajo la influencia del H1N1.
Qué alegría leerte, griposo Bonorum! No puedo estar más de acuerdo con lo que dices: todo el debate habido en torno al Estatut o se basó en su preámbulo, en especial a la mención al término nación (para mi indistinguible del de nacionalidad expresado por nuestra Constitución), o bien hablaba del Estatut como categoría evanescente e indeterminada. Resultado: a no ser que se persiga una información más detallada, al ciudadano medio se le hurta todo el análisis de la revisión que hicieron las Cortes (a la que también se opusieron algunas formaciones catalanistas, y ya ves, nada pasó) y de los extremos que pueden ser ahora anulados por inconstitucionales. Todo muy conforme con nuestro analfabetismo político.
Un abrazo fuerte!
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