No sé a ustedes, pero a mí me cuesta horrores definirme políticamente con precisión. En muchas ocasiones, todo depende de mi interlocutor: si me encuentro junto a un comunista ortodoxo o a un izquierdista dogmático, mis ideas se tornan dúctiles, flexibles y recuerdo con claridad por qué no soy comunista ni religioso; si converso con un socioliberal, me escandalizo ante la torsión a que somete los principios de la izquierda y, sobre todo, frente a la complaciente tolerancia con que responde a determinadas conculcaciones de las reglas más elementales de justicia; y si charlo con un conservador de toda la vida, junto a la sana discrepancia, intento insistir en valores compartidos como el esfuerzo, el mérito, la responsabilidad, la cultura o el civismo tradicional. Y, como fatiga y corrore el discutir a cada instante, tendrán que disculpar que me prive directamente de relacionarme con ultraderechistas fanáticos o bien esquive los temas conflictivos si hablo con un liberal irredento, con un integrista católico o con un furibundo nacionalista.
Al menos tiene claro lo que no es, y eso es ya un primer paso para la autodefinición política, me dirán con toda la razón. Así es, si de algo tengo más o menos certeza es de que me muevo en la órbita de la izquierda y la democracia radical, pero impugnando esa actitud simplista que deja al conservador el monopolio sobre valores indispensables como los arriba mencionados y sobre medios igual de valiosos como el ejercicio de la autoridad legítima.
Descendiendo a los hechos concretos, la definición me resulta ya más titubeante. Mi particular percepción se debe, en definitiva, a mi trayectoria biográfica, cuyo primer estadio se caracterizó por la indignación permanente ante el gonzalismo y cuya segunda etapa estuvo signada por un rechazo aún más intenso frente al imperialismo aznarista. De ahí que, entre los tres presidentes que he tenido oportunidad de juzgar, prefiera a Zapatero, pese a toda su mediocridad, ineptitud, superficialidad e inconsistencia. Y es que solo un buen hombre, tolerante, respetuoso y amable, es capaz de permitir que sus dos hijas visiten al hombre más poderoso del mundo con atuendos de 'siniestras'.
Sé de más que para gobernar se necesita algo más que talante. Pero no es ése el asunto que hoy nos incumbe. Os comentaba que mi identidad partidaria depende de mi particular perspectiva generacional. En ella ha tenido un impacto poderoso la beligerante política de Aznar y su prolongación hasta 2008. A ella, y a las políticas de Camps y Aguirre, se debe mi profunda difidencia ante nuestro partido conservador. Si antes fui un crítico incombustible del PSOE, hoy, aun censurando con severidad la tibieza socialdemócrata, no albergo dudas de que la repulsa más intensa me la provoca el PP.
Eso me hace partidario del crecimiento de formaciones como UPyD, cuyos miembros más notables se atreven incluso a solicitar la despenalización del tráfico de drogas, y me aleja de un tipo social muy característico: el que siente más repugnancia por los socioliberales, a quienes considera traidores, que por los conservadores nacional-católicos, a quienes premia por su integridad y coherencia. Estamos ante un tipo dogmático, como puede verse, que valora y juzga la ideología ajena en función de la solidez e invariabilidad de los axiomas.
Dado mi pragmatismo, quizá en este punto del dogmatismo radique mi discrepancia. Considero además poco estratégico dar oxígeno y fortalecer a quienes de verdad se oponen al ideario izquierdista. Al menos a los socioliberales se les puede transmitir la culpa del abandono. También hay causas históricas que apoyan mi convencimiento: los últimos tres siglos demuestran que las mayores cotas de justicia y democracia se alcanzaron por la unión de los pequeño-burgueses progresistas y los deshauciados. Por eso me resulta tan criticable el rechazo izquierdista a la socialdemocracia, cuanto la intransigencia puritana que los socioliberales presentan ante 'la izquierda radical' y 'extremista'.
El motivo último de esta incomunicación, de esta alergia mutua, bien puede estar en un decisivo pero inapreciable corrimiento del espectro político. Como continuamos empecinados en emplear una terminología decimonónica para referirnos a nuestra actualidad, creemos que el PSOE es la izquierda reformista y lo que hay a su siniestra no son sino fuerzas marginales revolucionarias. Eso le ocurre a Daniel Innerarity, en cuyo artículo de hoy en El País intenta desmontar la valoración según la cual la debacle de las socialdemocracias se debe a su práctica sumisión a las reglas del liberalismo capitalista. Moderación y capacidad de gobernar de acuerdo a los agentes económicos (facultad que él confunde con la credibilidad), pero sin dejar que nadie sucumba del todo a la competencia, son sus recetas para salir del atolladero. En ningún caso aproximarse a los 'izquierdistas demagogos' ni caer en la futil retórica anticapitalista.
El problema, como decía, es que la izquierda reformista ha dejado de serla. Antes, se distinguía el reformista del revolucionario por los distintos medios con que pretendían llegar al mismo fin: el socialismo, una sociedad sin desigualdades económicas, o con desigualdades basadas exclusivamente en la capacidad y el mérito, pero sin llevar acompañadas prerrogativas de poder sobre otros conciudadanos. La socialdemocracia actual, pese a que pretenda legitimarse como reformista, ha dejado de serlo, pues sus reformas persiguen reequilibrar el capitalismo, mas no conquistar el socialismo. Y, en la medida en que ha abandonado dicha promesa, quienes todavía, siquiera remotamente, creían en ella, abandonan a su vez a la actual socialdemocracia.
Y no se trata, como pretenden algunos, de renunciar a lo que ya se ha demostrado desastroso, el sovietismo y la colectivización. La socialdemocracia no se opone, como Innerarity sugiere, al totalitarismo comunista, sino al verdadero reformismo. A aquellas formaciones que, lejos de la demagogia, la utopía y los imposibles, defienden medidas bien sencillas y poco traumáticas. Valgan algunos ejemplos: no suprimir el impuesto del patrimonio, participar las empresas estratégicas en lugar de subvencionarlas para poder responder a las deslocalizaciones, organizar una banca pública junto a la privada, expropiar los inmuebles sin uso, gravar la especulación, incentivar las actividades productivas y conceder capacidad decisoria a los empleados. Todo ello con el fin de corregir desigualdades y satisfacer universalmente necesidades no tan básicas, que van de la vivienda, el vestido y el alimento a la educación, la sanidad, el transporte y el ocio.
No se trata, pues, de mantener las esencias izquierdistas, como Innerarity sostiene, sino de tener siempre en el horizonte la emancipación ilustrada --plasmada en la máxima kantiana según la cual ningún hombre debe ser utilizado como simple medio-- y de tomar las medidas concretas, factibles, viables y negociadas, que la hagan posible.
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