Por los datos estadísticos que reflejan la situación nacional, y por la interpretación que de ella hacen los medios informativos, diríase que nos encontramos al borde de un precipicio económico por el que todos podemos despeñarnos. Hay, además, al parecer, un consenso generalizado en relación a la ostensible ineptitud de este gobierno para afrontar la situación. Qué podía esperarse, me pregunto, de un gabinete presentado por su líder como el que incorporaba a más mujeres, a la ministra más joven y a la primera titular de defensa en toda nuestra historia, sin mención alguna a los méritos y capacidades que se presuponen indispensables para la decisión política y la gestión colectiva. La retórica, los gestos y el marketing no parecen ser, en efecto, los principales atributos para una gobernación hábil y solvente.
Aunque solo sea en esta ocasión, coincido en términos generales con diagnóstico tan pesimista y con censura tan severa. Buena persona, de talante amable y moderado, con un carácter sin aristas y honesto, nuestro presidente me ha parecido siempre un político de pocas luces, con escasas cualidades para el liderazgo y la proyección política, de temperamento maleable y, lo que es peor, sin don alguno para la oratoria y la expresión, lo que ya es indicio de la confusión mental en la que vive y de su predisposición estructural a los bandazos y la improvisación.
Si bien todo ello es cierto, no deja también de serlo el hecho de que muchos se aproximan al fenómeno de la crisis de manera interesada y con una notable carga ideológica, es decir, con todo un aparataje de conceptos, prejuicios y máximas que distorsionan el examen de la realidad. No me refiero sino a este reiterativo e impenitente conservadurismo, que culpa casi en exclusiva al presidente, como si fuese un dictador omnipotente, de la causación y empeoramiento de la crisis económica, aunque después no tenga empacho en admitir, cuando se trata de hablar en términos sociológicos y analíticos, que el Estado contemporáneo tiene muy limitada capacidad de acción e influencia en el mundo de las finanzas y la producción. Cosa que, como veremos, no acontece a la inversa.
Quien quizá haya reflejado mejor este sinsentido fue el dibujante Fontdevilla, en una viñeta en la que representaba a un banquero, un empresario y un parado increpando a Zapatero por su estulticia económica cuando el primero concedió irresponsablemente créditos sin garantías para cobrarlos, mientras que los segundos se endeudaron y se embarcaron en dispendios inasumibles también de forma irresponsable. Si esta crisis es tan profunda y drástica, habrá que convenir, si queremos desperezarnos de una mentalidad vasalla y conquistar cierta autonomía personal, que en buena proporción la han provocado todos los especuladores imprevisores y cortoplacistas que han 'impulsado' nuestra economía. Y en no haber establecido un marco que limitase tales prácticas perniciosas, y en haberlas incentivado creyendo que en ellas se alojaba el maná de la abundancia, consiste el error imperdonable de este gobierno. Del que por cierto tiene cuanto poco responsabilidad solidaria el anterior de Aznar.
Hay además otra falacia común en la representación de la crisis y en la propuesta de sus soluciones. Ella se debe a una naturalización de los problemas económicos, como si fuesen sucesos anónimos procedentes de la providencia o la naturaleza en lugar de acontecimientos sociales causados por el concurso de ciertas voluntades humanas. Así las cosas, se considera poco menos que insoslayable una reforma del sistema económico-social en su conjunto con la finalidad, en suma, de reducir y socializar los costos del trabajo con la excusa de la competitividad y de transferir al sector privado el amplio campo del aseguramiento básico, aún en buena medida por explotar.
Aparte del carácter inhumano de algunas de estas consideraciones, pues en rigor no hay nada más productivo y competitivo que un esclavo, un trabajador forzoso o un empleado infrapagado, y dejando a un lado también el dato de que expresan en la teoría la progresiva emancipación del capital y la consecuente y proporcional inutilidad del trabajo productivo que se dan en la práctica, lo que todas ellas desconocen es el carácter esencialmente contingente, y por tanto político y modificable, de los fenómenos socio-económicos. Si en los años setenta, con la presión de la lucha contra la dictadura, que estaba impregnada de marxismo, y con el reflejo occidental del bloque soviético, parecía indiscutible que el valor lo producía casi en exclusiva el factor trabajo, hoy las tornas han cambiado, y se diría unánimemente admitido que los creadores de valor (de riqueza, empleo y prosperidad) son los empresarios y las corporaciones económicas, sin que a ello contribuyan, como de hecho lo hacen, los trabajadores.
Si lo primero era una exageración, lo segundo también lo es. La naturaleza de esta percepción no se debe sino a un renovado predominio de determinados poderes sociales, que se apropian, o intentar adueñarse, del discurso público para reflejar la realidad como si objetivamente estuviese constituida conforme a sus intereses privados --y de clase--. Y a juzgar por los acontecimientos, parece que lo han logrado.
El caso, con todo, es aún más grave. No se trata ya de la creación de un estado de opinión propicio para los propios intereses, sino del hecho, bien visible en estos días, de que la estructura social sobre la cual hay que gobernar determina inexorablemente el rumbo de las decisiones. No son pocos los que, aprovechando la situación de crisis, están deshaciéndose de trabajadores a muy bajo coste, a sabiendas de que ningún juez, dadas las circunstancias, se atrevería a declarar improcedentes tales despidos, y conscientes también, visto el patio, de que así se hace mella en el actual gobierno. Y tampoco deja de existir un interés político concreto, que trasciende el mero cálculo económico, en los dictámenes de las agencias de calificaciones, en las recomendaciones de ciertos organismos financieros que incomprensiblemente siguen gozando de credibilidad y en las supuestas fugas de los inversores y en los repentinos descalabros bursátiles a dos días de ser presentada la propuesta de reforma laboral. Siendo estos fenómenos exhibiciones de fortaleza y medios formidables de presión, queda claro, pues, que el sostenimiento y debacle de un gobierno en plena democracia depende de muchas cosas más aparte del voto ciudadano. En particular, de las decisiones acordadas en consejos de administración y gabinetes financieros de determinadas corporaciones. Y contra eso, que por otro lado empapa la permeable política europea, malamente se puede combatir.
Al menos a estas alturas, a las que hemos llegado con el concurso activo de los partidos socialdemócratas, de esos liderados por quienes se colocan puños impolutos y gemelos de oro para justificar cínicamente la barbarie. Lo que desde tiempo atrás hubiese cumplido hacer desde una perspectiva socialdemócrata real es fijar los objetivos ético-económicos a cumplir y desplegar una política adecuada para conseguirlos. Si tales objetivos hubiesen sido la protección del trabajo, la maternidad, la educación pública, la sanidad, las infraestructuras públicas, el desincentivo de la especulación y una determinante presencia del Estado en el sector productivo, con el fin de colocar la economía en función del bienestar de todos, algo diferente podría haber pasado.
En primer término, ni habrían existido rebajas consecutivas del tipo máximo del IRPF, ni se habría dado tregua al fraude fiscal, ni se habrían suprimido las contribuciones por patrimonio, ni se habría tolerado la precarización del empleo, ni se habría privatizado indiscriminadamente el sector público, ni se habría retirado el Estado de la economía, ni se habría permitido la especulación y el deterioro de los servicios públicos, ni se habría prácticamente eliminado el carácter progresivo de nuestro sistema tributario.
Bien mirado, ello nos habría evitado muchos de los problemas de los que hoy nos lamentamos: por ejemplo, contemplar inermes cómo las empresas deslocalizan sus factorías después de haber recibido subvenciones millonarias, sufrir pasivamente listas de espera o masificaciones escolares, o presenciar también sin armas las continuas subidas en las facturas de la electricidad con la excusa de que no sufragan los gastos de producción de un servicio que, prestado en régimen de oligopolio, por lo visto implica necesariamente sueldos e indemnizaciones multimillonarios a consejeros de dudosa preparación (v. gr. el caso Pizarro).
Una política socialista de verdad habría evitado, en suma, vaciar las arcas públicas, y habría favorecido un incremento de la tasa de natalidad y un empleo de calidad con el que afrontar el gasto futuro de las pensiones. En definitiva, podría haber esquivado los dos principales problemas a los que al parecer nos enfrentamos: por un lado, el carácter aparentemente insostenible de la aseguración, y por otro, un déficit galopante causado tanto por un gasto desproporcionado sin redundancia alguna en la estructura productiva como por una disminución voluntaria de los ingresos estatales.
El camino tomado por la socialdemocracia ha sido, por desgracia, otro. Ella ha contribuido en primera fila a la conversión del Estado en una especie de estructura funcionarial y policial que recauda impuestos directos al consumo para, en forma de cheques, subvenciones y ayudas directas, repartir después unas prebendas que tienen como fin perpetuarse en el poder y alimentar a los partidos y sus clientelas, a los sindicatos y sus intereses y, en definitiva, a la red de poderes y colectivos que, en rigor, timonea el proceso social. Un Estado, en conclusión, que ha dimitido de su función directora, solo admisible en democracia, delegándola a los sectores sociales con capacidad para asumirla, aun reservándose la capacidad de paliar los desastres y miserias de dicha dirección.
El problema es que el dicho de que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece significa, en un enfoque materialista, que cada estructura social se dota del gobierno que necesita para poder reproducirse. Y, desde luego, la estructura de la sociedad actual, a cuya creación ha coadyuvado activamente el socioliberalismo declinante, requiere en términos objetivos una gobernación conservadora, que rompa las ataduras jurídicas e institucionales de un poder social cada vez más intenso.
El casi imposible desafío para la izquierda es cómo oponerse con estrategia a esta corriente imparable sin incurrir en la vacua retórica ideológica, ni en una acción revolucionaria y de ruptura de la que sería su primera víctima, ni tampoco en la condescendencia y en el amoldamiento a una situación inadmisible.
PS. Y ya que me he alargado tanto, alguien podría decirme dónde se mete Enric González!
4 comentarios:
Muchas son las cuestiones aquí suscitadas. Voy a comentar un par o tres.
Por un lado, desde que en los 80 comenzara la llamada competición fiscal, el descenso en los tipos impositivos máximos ha sido inevitable incluso para gobiernos socialdemócratas. La añorada Suecia, que en 1980 lo tenía en el 87%, lo tiene ahora en el 56 (-31). Gordon Brown, que, como sabrás, pretende elevarlo del 40 actual al 50, se expone a la huida de mucho capital. (No olvidar que los países ex-socialistas están creando riqueza con un tipo impositivo único).
Me preocupa mucho, cómo no, la cuestión de las pensiones, pero, sobre todo, la cuestión de la demografía. Éste no es un problema del déficit en el que ha incurrido Zapatero, ese problema era inevitable. La fertilidad en Occidente debe mantenerse durante mucho tiempo en esta tasa (yo diría que debería incluso bajar, fíjate, y ser negativa), y esto conllevaría problemas para el sistema de pensiones, pero la superpoblación los conllevará para todo. Un asesor de Gordon Brown dijo que la población de UK debía caer a 30 millones, y se la liaron buena.
Sí, de la burbuja inmobiliaria bien que tiraron primero Aznar y después ZP. Cuando estábamos en la champion league de la economía nadie parecía acordarse de las hipotecas asfixiantes, incluida la socialdemocracia. O, quizá, sobre todo ella. Y hubo, ya hace años, muchas voces que anunciaron que España iba por la senda de Japón, senda transitada, después, por EE.UU. y otros paseantes. Parece que hasta China podría darse un borneo por ella.
Un saludo.
Qué tal, Dick. Por supuesto, no he podido más que asentir con casi todas tus afirmaciones.
Lo que más me inquieta, además del callejón sin salida en el que parece adentrarse el social-liberalismo, es que el pensamiento liberal-conservador ha sabido naturalizar un discurso profundamente reaccionario y hacerlo triunfar bajo la siempre seductora etiqueta de "libertad". Es ese triunfo "invisible" --ideológico en sentido marxiano-- el que me preocupa.
El poder siempre ha necesidad legitimarse bajo la bandera de la libertad. Lo hicieron emperadores, caudillos, grandes timoneles y ex zapateros reconvertidos en líderes de acero. Hasta aquí todo es obvio.
La apelación a la libertad de ese arte de gobernar que comienza allá por el siglo XVIII, siguiendo los planteamientos fisiocráticos y utilitaristas, empezó siendo sutil. A pesar de haber jugado (a veces cínica y siempre estratégicamente) a administrar el riesgo y la seguridad, debemos al liberalismo filosófico y político un gran número de conquistas democráticas. ¿No es una bendición --como sugería Ortega-- un poder que se autolimita?
Pero el liberalismo de hoy, apenas reducido a neoliberalismo económico, es decir, a darwinismo social y utilitarismo cortoplacista, ni siquiera es acreedor de esa etiqueta. Es puro y simple conservadurismo. Sus apelaciones a la libertad son absolutamente tramposas, burdas y torticeras. En lugar de evocar el tren de Benjamin, apelemos a la metáfora de la nave. Se hace flotar el barco sobre una corriente. La corriente conduce hacia un precipicio. Por mucho que la gente camine sobre el barco y crea desplazarse libremente, lo cierto es que van subidos a una nave que se dirige inexorablemente hacia el precipicio. Nadie puede verlo de cerca. Todos tienen la ilusión de la libertad. Nadie es capaz de ver más allá de la corriente. Todo juega a favor de la corriente. Y mientras tanto, quienes pusieron el barco en marcha se regodean. Es sólo cuestión de tiempo: todo caerá. Todo caerá por su propio peso, sin reprimir a nadie, sin sofocar ninguna revolución.
Y por último, Dick, permíteme un apunte: no caigas en la naturalización del discurso sobre la insostenibilidad inexorable del sistema de pensiones. Ese cuento no es cierto. Vicenç Navarro y Martín Seco lo explican muy bien. Lo intentaré explicar brevemente: nuestras cabezas racionales y lógicas asimilian muy bien que el cambio demográfico conduce hacia un desajuste en el actual sistema de reparto. Bien, ¿y si el sistema de reparto actual no fuera la panacea? Ese sistema tiene su origen en un pacto social de los años ochenta, es decir, se ajusta a una realidad demográfica concreta. Si esta realidad cambia, puede modificarse el sistema.
El presupuesto de gastos de la Seguridad Social supone un 28% del gasto total de las administraciones públicas españolas. Aun en el supuesto de que el sistema de reparto actual no fuera suficiente para equilibrar ese presupuesto, al menos hay que admitir que siempre permitirá cubrir un alto porcentaje del gasto total en pensiones (supongamos, en el peor de los casos, un 80%). ¿Cómo compensar el déficit? Es fácil. Para empezar, se podría plantear que todos los funcionarios de la Administración General del Estado que hoy cotizan en el régimen especial de MUFACE coticen en el régimen general de la Seguridad Social. ¿Que tampoco esto es suficiente? Pues utilícese la vía general de gasto público, es decir, utilícense los impuestos directos, incluyendo el de patrimonio, para compensar ese desajuste.
No dejemos que las compañías de seguro se hagan dueñas de las pensiones tan fácilmente.
Hola, NSS. Lo del 87% me parece, en efecto, una barbaridad. Simplemente señalo una tendencia generalizada a eliminar los impuestos progresivos y a financiar el gasto público con impuestos indirectos que no discriminan entre sectores de renta. Volvemos así a la estructura del Estado liberal decimonónico, en el que dos terceras partes de los ingresos tenían esa procedencia.
En dicha tendencia se refleja una concepción individualista de la sociedad. Lo que he ganado me pertenece casi en exclusiva porque se debe a mi esfuerzo, mi capacidad, mis méritos estrictamente personales. Y eso, creo sinceramente, tiene un notable momento de falsedad: las rentas elevadas son el fruto, también y en buena medida, de un esfuerzo colectivo, del trabajo de empleados, del consumo de individuos, del depósito de los dineros de personas que son utilizados en aventuras especulativas. Por eso es más que legítimo encontrar el punto intermedio en el que, huyendo de la confiscación, quien goza de altas rentas revierta en la sociedad el esfuerzo que ésta hace para que sea rico. Y eso implica mayor proporción de impuestos directos y mayor e implacable lucha contra el fraude y la especulación corrosiva.
Otra cosa, claro, es el destino del dinero público, porque ahí probablemente coincidiremos en que los criterios mostrados por el actual gobierno son más que censurables.
En cuanto a la demografía, estoy de acuerdo en que probablemente sea racional una contención, mas no una disminución o casi eliminación, no ya del crecimiento, sino del mantenimiento de la población. Una política absolutamente cicatera, y por cierto liberal, en el asunto de la protección de la maternidad, al menos si comparada con las desplegadas en otros países europeos, y una precarización masiva del empleo, son dos factores, de raíz neoliberal como digo, que están en la base de esta problemática de las pensiones. Y, claro, como bien dices, en la base de su provocación están las políticas de esta sedicente socialdemocracia.
Y en cuanto a los conceptos de 'creación de riqueza' y 'huida de capitales', cada vez estoy más convencido de que hay que someterlos a revisión, debido a su carácter crecientemente mitológico. Creo que la huida de capitales que se centran en especular es más un beneficio que un perjuicio para la sociedad. Y que la creación de riqueza, sino se enmarca en una exigente red redistributiva, puede muy bien implicar a su vez creación masiva de pobreza.
Un saludo afectuoso también a ti
Hombre, Crates, pocas alegrías tiene uno en su quehacer internauta como ésta! Que uno de los tipos más profundos e inteligentes que circulan por la red haga acto de presencia en el propio portal es digno de celebración, de veras!
Tienes toda la razón en lo que afirmas: el actual neoliberalismo es pura y llanamente conservadurismo. Sin embargo, las concomitancias entre ambas familias es mayor de la esperada. Aunque en sus comienzos el liberalismo, en efecto, postulase una limitación del poder del monarca y de sus magistrados, en pro sobre todo de una seguridad jurídica indispensable para el comercio libre, no hacía extensiva tal limitación a otros sujetos como los esclavos, los aborígenes colonizados, la mujer o los menores. Era, en efecto, una limitación para que, por ejemplo, los impuestos fuesen decididos en unas cámaras compuestas por grandes señores propietarios, pero no una subversión de la sociedad patriarcal y basada en la propiedad, que se identificaba con una suerte de orden natural intocable por el poder (repito, monárquico).
Y tienes también toda la razón en el uso interesado del concepto libertad. En un comentario anterior, le decía al amigo NSS que si el liberalismo significase pura y llanamente el deseo de que el poder no atropelle tus derechos todos seríamos liberales, o bien imbéciles. Las cosas, en efecto, son mucho más complejas, y el concepto apriorístico de libertad que utiliza el liberalismo conservador convive muy bien con la servidumbre, esto es, con la falta de libertad.
Y en cuanto a las pensiones, probablemente me expresé mal, porque justamente quise decir eso que afirmas. Anteayer escribía, con la soltura de siempre, el devenido conservador Ignacio Camacho que hay un evidente problema de 'exceso de cobertura social', cuando lo que hay, claramente, es una falta de ingresos para afrontar dicha cobertura, algo que ya apuntaba Escudier. Si uno saquea las arcas del Estado privatizando empresas rentables, suprimiendo impuestos progresivos, etc., el resultado, claro, es éste.
Hace poco leí una conferencia de Tony Judt en la que se ofrecía material abundante que demuestra cómo las empresas rentables privatizadas en Europa resulta que, por un lado, ofrecen peor el servicio que dispensaban, y por otro, continúan sangrando al Estado aun funcionando en régimen de semimonopolio. Pero el mantra dogmático neoliberal seguirá diciendo, pese a los hechos, que ha sido todo un acierto la privatización. Y eso es lo que persiguen con las pensiones, convertirlo, como todo, en asunto de negocio privado.
¿Tú has pensado en hacer la tesis doctoral? ¿Por qué no te animas y escribimos alguna cosa juntos? Ya tienes mi correo, con lo que si te encuentras con fuerzas, dame un toque y podríamos debatir sobre el particular. Se ve que soy muy corporativista, pero no estaría nada mal que gente de tu sólida competencia nos enseñase a pensar (y escribir)
Un saludo!
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