Vista su capacidad catalizadora, no se me ocurre mejor asunto que tratar a mi regreso que el de Garzón. En este tema quizá pueda aportar algo debido a mi formación jurídica, aunque vaya adelantado que quien suscribe, como todos y cada uno de los opinantes a los que he leído y escuchado, no se ha empollado de cabo a rabo el cruce de autos y diligencias que comenzó cuando Garzón estimó las demandas de asociaciones de víctimas del franquismo. Por lo tanto, el valor de mis palabras es meramente relativo, si bien los argumentos que se me ocurren me inclinan a favor de un juez con quien, por otra parte, simpatizo poco, por sus decisiones y doctrinas en otros terrenos tan poco garantistas.
Los censores de Garzón le acusan de prevaricar por haber comenzado a instruir un proceso contra unos militares golpistas cuya responsabilidad penal se ha extinguido con la muerte, o bien con la prescripción de sus delitos conforme a la legislación penal vigente por entonces, que era la del código penal de 1870 reformado en 1932. Como el asunto ha pasado a convertirse en historia, debe entonces dejarse en manos de los historiadores y sustraer el problema a cualquier inquisitoria judicial.
Ahora bien, ¿estamos seguros de que todos los responsables de la sublevación han perecido? Para estar conformes habríamos de delimitar cronológicamente los sucesos como hizo la propia historia oficial del franquismo, es decir, acotándolos al cuatrienio 1936-1939. No obstante, sabido es ya por todos que el estado oficial de guerra, y con él la represión que amparaba, estuvo vigente durante algunos años más. He aquí el punto capital, según se insistirá a continuación.
Pero antes es conveniente referirse al otro extremo de este apartado de la discordia: ¿estaba sin más tipificado penalmente, fuese en el código penal o en el militar, lo que los sublevados estaban llevando a cabo?, ¿no era más bien una acción criminal carente de previsión legislativa explícita?, ¿qué hacer entonces cuando debemos enfrentarnos a unos hechos que no son delictivos según las figuras penales pero que suponen una realidad infinitamente más criminal y cualificada que la tipificada en ellas?
El positivismo estrecho carece, claro, de respuestas ante un fenómeno como ése, porque deliberadamente desconoce que con anterioridad a una cristalización jurídico-positiva existe una dimensión de carácter, no diré axiológico, pero sí al menos sociológico. En teoría, lo tendría fácil si entendiese que en el ordenamiento jurídico, incluido el penal, pero sobre todo en el constitucional, se contienen principios generales que habrían de ser aplicables por la justicia cuando la ley no los declara taxativamente. Se podrá decir que el código penal de entonces prohibía el recurso a la analogía, cosa que es también discutible porque algunos de sus preceptos la contemplaban de manera expresa. Pero la cuestión es que nos colocamos ante un fenómeno que trasciende el nivel jurídico-penal sin más para colocarse en el plano de lo netamente constitucional. Ya existían de hecho principios consagrados en la Constitución de 1931 (art. 25) que impedían la discriminación o el privilegio por razones de clase social o ideología política. Lo que, en términos éticos, se estaba realizando era la aniquilación de la diferencia política mediante su supresión o sometimiento forzado. Lo que, en términos jurídicos, se estaba realizando era entonces de una naturaleza que va más allá de lo jurídico-penal para adentrarse en el terreno de lo constitucional.
¿Cómo aplicar, pues, principios ordinarios de la legislación penal como la irretroactividad de las leyes a hechos de cualificación constitucional? ¿Cómo dejar impunes unas acciones que materialmente eran mucho más criminales que los delitos incluidos en el código, empleando para tal calificación los mismos criterios que determinaban la tipificación habitual? ¿Cómo, en fin, puede dejar de responderse ante unos hechos materialmente criminales por la simple circunstancia de que la ley no los haya previsto? Si hiciésemos un ejercicio de historia-ficción, y pensásemos que tras la Segunda Guerra la sociedad internacional se opuso por la fuerza al régimen franquista, derrocándolo y restaurando la República, lo que hubiese cumplido hacer, mucho más con el precedente de Nuremberg, no es encausar a los culpables ante los jueces ordinarios o ante el mismo Tribunal Supremo, sino habilitar una Corte ad hoc encargada de esclarecer los hechos y depurar responsabilidades por unas acciones contrarias a la Constitución misma, en el sentido más profundo del término, pero sin tipificar en el código penal. A lo que me refiero, como indicaré al final, es que se trataba y se trata de la persecución de enemigos del orden constitucional y, como bien saben los partidarios del Feindstrafrecht, la represión del enemigo supone la suspensión del orden jurídico-penal ordinario.
Pero hay más. Antes lo anunciaba: la causa abierta por Garzón solo inicialmente podía detenerse en los años cuarenta. Después del fin oficial de la guerra, comenzada la década de los cincuenta, la represión continuó hasta el mismo final del régimen. Lo peculiar de esa represión es que conformaba un plano estructural de la dictadura que era en buena parte contrario a su ropaje jurídico formal, esto es, a los derechos solo nominalmente declarados en el Fuero de los Españoles. Ya nos lo enseñó Ernst Fraenkel a propósito de la dictadura nacionalsocialista: los totalitarismos tuvieron una doble faz, conviviendo en ellos el estrato de las proclamaciones legales y de justicia con su conculcación constante, es decir, con un estado de excepción material --no declarado, no legalizado-- permanente. Por eso mismo la ley de amnistía de 1977, al eximir de responsabilidades a las autoridades de orden público lo hacía reconociendo su agresión a los derechos de las personas y no tanto invocando el cumplimiento de un deber o de un mandato legal.
Por tanto, si con lo de Garzón se abría el riesgo de enjuiciar a los responsables de una represión que sobrevenidamente pudo denominarse genocida, aunque materialmente lo fuese con anterioridad, la cosa podía llegar mucho más lejos de lo previsto, hasta el punto de poder salpicar a miembros del ejército, la magistratura y la patronal muy vivos y operativos en la actualidad. Ahí radica el problema, y no en la vana pretensión de enchironar a Franco. Téngase en cuenta que hablamos de unos hechos que podían haberse saldado con el desenterramiento de familiares, pero también con reparaciones económicas, restituciones patrimoniales y, si no condenas penales, sí desde luego con el oprobio de los culpables supérstites. Téngase en cuenta, en fin, que se trata de la depuración de unas responsabilidades contraídas, en principio, hasta 1977 por unas autoridades que sentenciaban penas de muerte, confiscaban patrimonios o torturaban sin más, todo ello acogiéndose a unas previsiones legales inexistentes, o formalmente contrarias al sedicente Fuero de los Españoles.
Y aquí viene la segunda objeción: todas esas actuaciones quedaron amnistiadas irreversiblemente por la ley de 1977, que con una amnistía quería decretar la amnesia colectiva*. Curiosamente, todo el garantismo legalista de la primera argumentación se viene en esta ocasión abajo. ¿Es posible la vigencia de una ley contraria a la Constitución? ¿Hace falta derogarla expresamente para reconocer su nulidad? ¿No bastaría con que cualquier juez astuto la declare inconstitucional, como puede hacerse con cualquier ley previa a la Constitución que se oponga a sus preceptos? Es más, ¿no la ha derogado ya expresamente en la parte que corresponda la incorporación al ordenamiento jurídico estatal del derecho internacional de los derechos humanos que España reconoce y suscribe y que tiene rango superior al de una simple ley?
Otros alegan una razón estrictamente política: la ley de 1977 es, como decía ayer Ignacio Camacho, un componente fundamental de nuestro pacto fundacional y, por tanto, un factor no susceptible de revisión. ¿No sabe ese agudo señor que los pactos se rigen por el principio rebus sic stantibus? ¿No se ha alterado suficientemente el estado de cosas como para justificar una revisión de las cláusulas del acuerdo, o es que se nos está insinuando que de revisar algunos apartados de la transición tenemos de nuevo encima el golpe de Estado y los fusilamientos arbitrarios? Además, ese pacto fundacional y constituyente sellado en la transición no solo se caracterizó por garantizar la impunidad de torturadores, asesinos y confiscadores. También era propio de él dar entrada a unas reivindicaciones progresistas y nacionalistas totalmente arrumbadas hoy día. Si la derecha de entonces no era, espero, la de ahora, tampoco lo era la izquierda, mucho más firme y combativa en sus reivindicaciones sociales, como mucho más exigente era también un nacionalismo que veía como posibilidad, hoy cerrada, la misma independencia. ¿Es que entonces vamos a leer el pacto fundacional de la transición a beneficio de inventario?
España ha vivido sumida en un sueño. Que franquismo y crisis aparezcan simultáneamente no es, como pretende la siempre miope derecha española, una estratagema para ocultar las responsabilidades gubernamentales. Supone más bien la obligada confluencia de dos elementos: uno, la crisis, que nos ha despertado de pronto, y otro, el franquismo, que conforma buena parte de la realidad que nos hemos encontrado al despertar. Y es que la estructura judicial, empresarial, burocrática y política está todavía plagada de miembros activos del franquismo a los que haría muy poca gracia que indagasen en sus pasadas actuaciones o en el origen de sus fortunas. La intensidad del escándalo conservador ante las palabras acusatorias de Jiménez Villarejo no es sino directamente proporcional a su veracidad. Y para dejar constancia de ella, pese a lo que equivocadamente se afirma, era indispensable una acción de naturaleza judicial, no una ley estatal, que como mucho puede ordenar la búsqueda y desenterramiento de los restos de las víctimas pero no puede promover la investigación oficial de hechos con el fin de proteger derechos amparados por la Constitución.
En definitiva, la respuesta conservadora, como siempre y en el fondo, se limita a advertir que si se sigue ese camino hasta el final lo que se encuentra es la verdad, sí, pero la verdad de quién manda, que reaccionaría defensivamente, y de modo violento, frente a cualquier tentativa inquisitiva de dicho género. ¿Que significado tienen si no todas esas indicaciones acerca de la deriva frentista que abre la recuperación de la memoria y la restitución de la dignidad? En ese sentido, en el sentido de unos artículos donde todavía vierten sus admoniciones provectos militares en la reserva, estamos mucho más cerca de Honduras que de Alemania, por si alguien creía lo contrario. Lo decisivo, por desgracia, es que se ha perdido la oportunidad de aprovechar el momento de retraimiento del franquismo sociológico para consumar su completa eliminación. Aunque parezca lo contrario, las políticas de recuperación de la memoria y la neutralización política del conservadurismo antidemocrático eran mucho más viables a fines de los ochenta que en una actualidad de renacimiento conservador; de un renacimiento conservador solo concebible precisamente porque faltó aquella neutralización.
El dilema, en suma, consiste en saber si enemigos los tiene solo una comunidad entendida en términos románticos, nacionalistas, religiosos y fuertemente identitarios. Puede, por el contrario, que enemigos también los encuentre el orden constitucional, entendido como depósito de derechos y de principios éticos. ¿Qué hacer así con los que tienen como programa y objetivo permanente instaurar un medio social donde tales derechos sean vulnerados y dichos principios anulados? El progresismo relativista ha creído siempre que no se puede hacer nada pues lo contrario supondría equipararse al adversario por incurrir en sus propios medios. Probablemente no haya postura más errónea, pues la neutralización de la enemistad constitucional pudo verificarse por medios legales cuando ello fue factible, es decir, cuando se tuvieron las mayorías parlamentarias y el respaldo social necesarios para hacerlo. Pero, ¿cómo frenarla ahora?, ¿cómo impedir su auge en un tiempo en que las manifestaciones xenófobas y fascistas son autorizadas por las delegaciones del gobierno, mientras que solo les hacen frente quienes nos atravemos a calificar como anarquistas antisistema, cuando son en realidad, al menos en esos actos, defensores del orden constitucional?
Lo de Garzón, así, puede ser interpretado como el primer y último intento serio de cierta izquierda por emplear los medios jurídicos e institucionales a su alcance, ni siquiera ya para perseguir a los enemigos del orden constitucional, que en parte también, sino solo para obtener reparación y resarcimiento, sin castigo de culpables, por unos hechos deleznables. La obstrucción implacable a su tentativa nos pone de manifiesto la energía invertida en la salvaguardia de una determinada realidad, solo desbordable desde una perspectiva internacional. Y el fracaso estrepitoso de sus actuaciones no nos muestra sino el muy inquietante hecho de que el Estado democrático y social de derecho que fundó nuestra Constitución muy bien pudiera estar gobernado, dirigido, materialmente rellenado o al menos sustancialmente condicionado por los enemigos mismos de un Estado constitucional.
* Un colega historiador me pasa un artículo de Jaime Sartorius en el que intenta además mostrarse que la amnistía tuvo más bien como destinatarios a los opositores del franquismo, siendo entonces contraria a derecho internacional y constitucional justamente aquel precepto que exoneraba de responsabilidad a autoridades y agentes de orden público.