miércoles, 28 de abril de 2010

Un año sin Javier

Hace justo un año, durante una semana vacacional, subí a Madrid para trabajar con papelotes y legajos, como viene siendo habitual desde hace tiempo. Hacía ya casi un mes que abría la(s) página(s) de Público un poco preocupado. Solo cuando veía la columna de Javier Ortiz respiraba aliviado. Justamente hasta un 28 de abril, día que falleció.

Hoy he consultado Público on-line con la esperanza de leer homenajes y tributos. Nada de eso me he encontrado: ni su sustituto Isaac, ni su primer director Nacho, ni los jefes de opinión han dedicado una sola línea a su figura. Mal hecho. Si Javier no está, solo el recuerdo de su ejemplo puede mantenerlo vivo. Precisamente de eso trata la memoria, indispensable para oponerse al poder, principal aliado del olvido.

Junto a otras con más valor, como las que le dedica Javier Vizcaíno, valgan estas líneas lanzadas con humildad al océano virtual para seguir manteniendo en pie su valioso gesto, el de la crítica insobornable, la independencia y la humanidad.

PS. Como rectificar es saludable y necesario, ahí van dos precisiones. La primera, apuntada por la amiga Mar, y que pone al descubierto un lamentable olvido en un post precisamente dirigido a mantener vivo el recuerdo, se refiere a la impagable labor que la hija de Javier, Anne --precioso nombre--, hace al frente de su web, consiguiendo justamente que siga entre nosotros con sus certeras, y siempre actuales, críticas. Y la segunda precisión supone borrar de la lista anterior a Nacho Escolar, auténtica esperanza del periodismo comprometido y cada vez más representante de todo un colectivo castigado e invisible, quien hoy dedicaba a Javier su columna en la contraportada de Público.

domingo, 18 de abril de 2010

Más sobre lo mismo

El proceso abierto contra el juez Garzón cuenta con numerosas implicaciones sumamente interesantes, tanto políticas y jurídicas como históricas y éticas. Confieso que lo de menor interés bajo mi punto de vista es la dimensión personal del asunto, que dibuja al juez demócrata, campeón de la defensa de los derechos humanos, sentado en el banquillo por grupúsculos ultraderechistas. Garzón, que ni escribe ni razona impecablemente, ni es tampoco un magistrado cuidadoso con las exigencias del garantismo más elemental, probablemente no se identifique demasiado con muchos de quienes han salido a la calle para apoyarlo. Ahora bien, su actuación y valentía, además de para retratar con sus reacciones a opinantes y políticos --¿qué entenderá por democracia la Sra. De Cospedal?--, ha servido para poner ante nosotros toda una serie de desafíos jurídicos.

Creo que el fondo del asunto genera menos discrepancias de lo que pudiese parecer. Solo un alma mezquina y aviesa puede negar el derecho de los familiares a enterrar con dignidad a las víctimas. Solo un ignorante puede creer que sepultados en cunetas y amontonados en fosas comunes se encuentran por igual los cuerpos de 'nacionales' y 'rojos'. Ya el régimen franquista se encargó tras su triunfo de honrar a los caídos de su bando, los cuales, por cierto, distaban de ser derechistas y católicos en su integridad, pues no pocos republicanos batallaron a favor de Franco por obligación. Pero el caso es que la ley 52/2007 no niega a los herederos de las víctimas del ejército republicano y las milicias la recuperación de sus restos, como tampoco lo hacen los colectivos y asociaciones que interpusieron sus denuncias ante la Audiencia Nacional.


¿Por qué, entonces, se ha convertido en asunto litigioso e inflamable conflicto político una cuestión que hubiese sido fácilmente resoluble? Desde la óptica de la localización e identificación de los restos, que es en exclusiva la adoptada por las agrupaciones denunciantes, el presente estado de la situación se debe, como en casi todo lo demás, a las reticencias, titubeos y, en suma, a la falta de decisión ejecutiva exhibida por el gobierno. Comprendo que para los pregoneros de la España "sexta potencia mundial" y "democracia desarrollada" había de resultar enojoso abrir fosas donde yacen más de ciento treinta mil individuos asesinados. La cura de humildad, la toma de conciencia de que por estos lares no hemos sido capaces de culminar unos caminos dolorosos ya transitados por otros países a quienes miramos con desdén y superioridad, habría sido fabulosa. Mas la cuestión es que, si un espectáculo semejante no se deseaba, entonces el actual partido en el gobierno no debería haber prestado su apoyo a la ley mal llamada de Memoria Histórica.


Pero el caso es que lo hizo y desde 2007 rige entre nosotros una norma que regula, con estrechez de miras, estos particulares. Hasta este punto es del todo razonable la opinión de quienes creen que estamos ante una cuestión política, solo asumible desde el gobierno y la legislación estatal, mas en ningún caso frente a un tema judicial. Pero si lo traspasamos podremos apreciar hasta qué extremo nos encontramos ante el choque de dos culturas jurídicas, la una estatalista y legalista y la otra constitucional, o, lo que es lo mismo, la una decimonónica y franquista y la otra democrática y presuntamente actual.


Me explico. Dos de los argumentos que sirven para fundamentar la incompetencia de Garzón y su consiguiente prevaricación refieren, por un lado, la incapacidad del juez para investigar asuntos que ya entran en el terreno de la historia, y por otro, la imposibilidad de que revise actuaciones delictivas cuyos autores han perecido, o bien han sido expresamente perdonadas por la ley o han prescrito por el paso del tiempo.


En el primer caso, se arguye, como no existe competencia legal expresa que habilite a los jueces para localizar, identificar y rescatar los restos de las víctimas, el juez instructor vulneró los principios básicos del procedimiento criminal. Para pensar de este modo hay que detener la búsqueda de fundamentos jurídicos en el plano de la legislación estatal pretiriendo, al mismo tiempo, la Constitución. Sin embargo, si no olvidamos sus contenidos y mandatos podremos observar que su art. 24 declara que "todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión".


Pues bien, ¿existen derechos e intereses legítimos en este campo que los particulares y agrupaciones denunciantes puedan invocar? En mi opinión, sí, sin duda alguna, al menos después de la ley de 2007, que proclama expresamente en su art. 11 el derecho de los familiares a reclamar de las "Administraciones públicas" la colaboración para localizar e identificar a las víctimas. Si tales administraciones han hecho bien poco por satisfacer ese derecho, la instancia no solo adecuada sino única ante la cual reclamar su satisfacción es la justicia. Y lo de menos habrían de ser los melindres del deslinde competencial entre órganos jurisdiccionales, pues discutible es que una acción de este tipo no se canalice mejor a través de la Audiencia Nacional y demostrado además queda que el bloqueo a Garzón está justificando numerosas declinaciones y renuncias de los juzgados provinciales.

Así las cosas, y como en tantos otros episodios, lo que tenemos es una vulneración flagrante de nuestra ley fundamental al condenar a miles de ciudadanos a la indefensión aun después de haberse declarado y consagrado por la ley unos derechos a los que ahora se les niega tutela judicial.

Algo parecido sucede con el segundo argumento. El escollo a salvar aquí es el de la extinción de la responsabilidad penal por fallecimiento de los directos responsables, por prescripción de los delitos cometidos o por la amnistía concedida en 1977. Ya indiqué que todos los diques interpuestos en este extremo tienen, a mi entender, un claro propósito político: el de evitar cualquier precedente que pudiera alentar investigaciones que lleguen hasta la transición, pues quizá no falten quienes, con más de sesenta años hoy, practicaron en su juventud y primera madurez torturas, confiscaciones y asesinatos, sea como agentes oficiales o como comisarios oficiosos, y sea directamente o en grado de encubrimiento o complicidad. Y es que, de aceptarse la calificación de los primeros crímenes franquistas como delitos de lesa humanidad, no habría excesivos obstáculos para estimar del mismo modo los crímenes posteriores, dado que el delito contra la humanidad no implica la existencia de multitud de víctimas sino el quebrantamiento de aquello --la libertad, la dignidad-- que cada sujeto individual porta como miembro de una comunidad universal, justamente la humanidad. Y en tal atropello incurrían tanto el general Mola o Queipo de Llano durante la contienda como los policías, chivatos y magistrados al cargo de la represión extralegal de la disidencia política.

Mas ciñámonos al plano jurídico y, lo reitero, a las exigencias de los familiares de las víctimas, que no llega a la reclamación de la responsabilidad penal de los responsables de la represión hasta su final. Según el auto del juez Garzón, los crímenes a investigar alcanzaban hasta 1952. El pretexto de la extinción de la responsabilidad penal de los autores por su fallecimiento, aunque razonable, solo puede formularse con total seguridad después de comenzadas unas pesquisas que muy bien podrían afectar a individuos aun con vida, mas no desde el mismo comienzo de la instrucción. Y las réplicas que aluden a la irretroactividad de la ley penal y a la ley de amnistía solo resultan sostenibles, como ya anticipé, desde una perspectiva estatalista y legalista del derecho, que no deja de reñir con otras realidades que igualmente componen el ordenamiento jurídico actual.

Es esto lo más interesante. ¿Puede sostenerse la vigencia de determinados preceptos de la ley de Amnistía de 1977 una vez asumido como parte del ordenamiento interno cierto derecho internacional? Tal derecho internacional, ¿no es considerado de rango superior a la legislación estatal por el art. 96.1 de la Constitución? Es más, el derecho penal internacional, que atiende efectivamente a la protección de determinados derechos universales, ¿no permite mantener una visión particular tanto de la ley penal como del procedimiento criminal en atención precisamente al carácter de los derechos protegidos?

Solo si el razonamiento concluye en la literalidad de la legislación del Estado y no llega al derecho constitucional, ni al internacional, ni tampoco y sobre todo al terreno de los derechos y libertades en sus preceptos declarados y protegidos puede pensarse que basta una ley como la de amnistía, o un principio ordinario como el de irretroactividad, para impedir la investigación de crímenes contra la humanidad. Indagación que probablemente no se habría traducido en condenas, objetivo rutinario del proceso penal, pero que sí habría posibilitado una calificación jurídica de los hechos y, por consiguiente, una ulterior reparación de sus consecuencias, colocando con ello a la justicia (y el procedimiento) no tanto en función de la ley y su aplicación cuanto de los derechos y su protección.

Pero regresemos a la prevaricación del magistrado. ¿No hay, después de lo indicado, razones para pensar que éste no actuaba injustamente a sabiendas sin más? ¿No existen acaso fundamentos jurídicos en que apoyar sus resoluciones? A mi juicio, figuran de sobra, pero la cuestión principal, en cambio, ha dejado de ser jurídica para convertirse en política. Las actuaciones del Supremo y de alguno de sus instructores suponen, efectivamente, un ejemplo de justicia política, o sea, del uso de la justicia con fines políticos, en un grado mucho mayor que el implicado por las decisiones de Garzón, enderezadas al fin y al cabo a la satisfacción de determinados derechos de los familiares de las víctimas. Si este propósito puede reputarse político, banderizo o parcial o bien es porque se quieren preservar determinadas inmunidades, o bien porque a muchos conservadores de hoy les sigue pareciendo defendible tanto la sublevación como la posterior represión.

Y éste, quizá, constituya el principal y más inquietante problema de los aquí abordados, el carácter preconstitucional y antidemocrático de buena parte del conservadurismo español. Desde esta perspectiva se entiende que sepa mal a los herederos ideológicos del franquismo conocer que lo por entonces sucedido tuvo condición genocida, pues se propuso la supresión física o la neutralización civil de un colectivo identificado con unos determinados postulados políticos y éticos. Ellos prefieren seguir difundiendo el bulo exculpatorio de la equivalencia de los crímenes de ambos bandos o, en casos extremos, el de la responsabilidad primera y principal de socialistas y republicanos. Y a refrendar institucionalmente esta preferencia parecen acudir los medios, políticos y magistrados comprometidos en frenar a Garzón.

Algo que, por cierto, ya habían logrado de más sin necesidad siquiera de procesarle e inhabilitarle.

jueves, 15 de abril de 2010

Lo de Garzón

Vista su capacidad catalizadora, no se me ocurre mejor asunto que tratar a mi regreso que el de Garzón. En este tema quizá pueda aportar algo debido a mi formación jurídica, aunque vaya adelantado que quien suscribe, como todos y cada uno de los opinantes a los que he leído y escuchado, no se ha empollado de cabo a rabo el cruce de autos y diligencias que comenzó cuando Garzón estimó las demandas de asociaciones de víctimas del franquismo. Por lo tanto, el valor de mis palabras es meramente relativo, si bien los argumentos que se me ocurren me inclinan a favor de un juez con quien, por otra parte, simpatizo poco, por sus decisiones y doctrinas en otros terrenos tan poco garantistas.

Los censores de Garzón le acusan de prevaricar por haber comenzado a instruir un proceso contra unos militares golpistas cuya responsabilidad penal se ha extinguido con la muerte, o bien con la prescripción de sus delitos conforme a la legislación penal vigente por entonces, que era la del código penal de 1870 reformado en 1932. Como el asunto ha pasado a convertirse en historia, debe entonces dejarse en manos de los historiadores y sustraer el problema a cualquier inquisitoria judicial.

Ahora bien, ¿estamos seguros de que todos los responsables de la sublevación han perecido? Para estar conformes habríamos de delimitar cronológicamente los sucesos como hizo la propia historia oficial del franquismo, es decir, acotándolos al cuatrienio 1936-1939. No obstante, sabido es ya por todos que el estado oficial de guerra, y con él la represión que amparaba, estuvo vigente durante algunos años más. He aquí el punto capital, según se insistirá a continuación.

Pero antes es conveniente referirse al otro extremo de este apartado de la discordia: ¿estaba sin más tipificado penalmente, fuese en el código penal o en el militar, lo que los sublevados estaban llevando a cabo?, ¿no era más bien una acción criminal carente de previsión legislativa explícita?, ¿qué hacer entonces cuando debemos enfrentarnos a unos hechos que no son delictivos según las figuras penales pero que suponen una realidad infinitamente más criminal y cualificada que la tipificada en ellas?

El positivismo estrecho carece, claro, de respuestas ante un fenómeno como ése, porque deliberadamente desconoce que con anterioridad a una cristalización jurídico-positiva existe una dimensión de carácter, no diré axiológico, pero sí al menos sociológico. En teoría, lo tendría fácil si entendiese que en el ordenamiento jurídico, incluido el penal, pero sobre todo en el constitucional, se contienen principios generales que habrían de ser aplicables por la justicia cuando la ley no los declara taxativamente. Se podrá decir que el código penal de entonces prohibía el recurso a la analogía, cosa que es también discutible porque algunos de sus preceptos la contemplaban de manera expresa. Pero la cuestión es que nos colocamos ante un fenómeno que trasciende el nivel jurídico-penal sin más para colocarse en el plano de lo netamente constitucional. Ya existían de hecho principios consagrados en la Constitución de 1931 (art. 25) que impedían la discriminación o el privilegio por razones de clase social o ideología política. Lo que, en términos éticos, se estaba realizando era la aniquilación de la diferencia política mediante su supresión o sometimiento forzado. Lo que, en términos jurídicos, se estaba realizando era entonces de una naturaleza que va más allá de lo jurídico-penal para adentrarse en el terreno de lo constitucional.

¿Cómo aplicar, pues, principios ordinarios de la legislación penal como la irretroactividad de las leyes a hechos de cualificación constitucional? ¿Cómo dejar impunes unas acciones que materialmente eran mucho más criminales que los delitos incluidos en el código, empleando para tal calificación los mismos criterios que determinaban la tipificación habitual? ¿Cómo, en fin, puede dejar de responderse ante unos hechos materialmente criminales por la simple circunstancia de que la ley no los haya previsto? Si hiciésemos un ejercicio de historia-ficción, y pensásemos que tras la Segunda Guerra la sociedad internacional se opuso por la fuerza al régimen franquista, derrocándolo y restaurando la República, lo que hubiese cumplido hacer, mucho más con el precedente de Nuremberg, no es encausar a los culpables ante los jueces ordinarios o ante el mismo Tribunal Supremo, sino habilitar una Corte ad hoc encargada de esclarecer los hechos y depurar responsabilidades por unas acciones contrarias a la Constitución misma, en el sentido más profundo del término, pero sin tipificar en el código penal. A lo que me refiero, como indicaré al final, es que se trataba y se trata de la persecución de enemigos del orden constitucional y, como bien saben los partidarios del Feindstrafrecht, la represión del enemigo supone la suspensión del orden jurídico-penal ordinario.

Pero hay más. Antes lo anunciaba: la causa abierta por Garzón solo inicialmente podía detenerse en los años cuarenta. Después del fin oficial de la guerra, comenzada la década de los cincuenta, la represión continuó hasta el mismo final del régimen. Lo peculiar de esa represión es que conformaba un plano estructural de la dictadura que era en buena parte contrario a su ropaje jurídico formal, esto es, a los derechos solo nominalmente declarados en el Fuero de los Españoles. Ya nos lo enseñó Ernst Fraenkel a propósito de la dictadura nacionalsocialista: los totalitarismos tuvieron una doble faz, conviviendo en ellos el estrato de las proclamaciones legales y de justicia con su conculcación constante, es decir, con un estado de excepción material --no declarado, no legalizado-- permanente. Por eso mismo la ley de amnistía de 1977, al eximir de responsabilidades a las autoridades de orden público lo hacía reconociendo su agresión a los derechos de las personas y no tanto invocando el cumplimiento de un deber o de un mandato legal.

Por tanto, si con lo de Garzón se abría el riesgo de enjuiciar a los responsables de una represión que sobrevenidamente pudo denominarse genocida, aunque materialmente lo fuese con anterioridad, la cosa podía llegar mucho más lejos de lo previsto, hasta el punto de poder salpicar a miembros del ejército, la magistratura y la patronal muy vivos y operativos en la actualidad. Ahí radica el problema, y no en la vana pretensión de enchironar a Franco. Téngase en cuenta que hablamos de unos hechos que podían haberse saldado con el desenterramiento de familiares, pero también con reparaciones económicas, restituciones patrimoniales y, si no condenas penales, sí desde luego con el oprobio de los culpables supérstites. Téngase en cuenta, en fin, que se trata de la depuración de unas responsabilidades contraídas, en principio, hasta 1977 por unas autoridades que sentenciaban penas de muerte, confiscaban patrimonios o torturaban sin más, todo ello acogiéndose a unas previsiones legales inexistentes, o formalmente contrarias al sedicente Fuero de los Españoles.

Y aquí viene la segunda objeción: todas esas actuaciones quedaron amnistiadas irreversiblemente por la ley de 1977, que con una amnistía quería decretar la amnesia colectiva*. Curiosamente, todo el garantismo legalista de la primera argumentación se viene en esta ocasión abajo. ¿Es posible la vigencia de una ley contraria a la Constitución? ¿Hace falta derogarla expresamente para reconocer su nulidad? ¿No bastaría con que cualquier juez astuto la declare inconstitucional, como puede hacerse con cualquier ley previa a la Constitución que se oponga a sus preceptos? Es más, ¿no la ha derogado ya expresamente en la parte que corresponda la incorporación al ordenamiento jurídico estatal del derecho internacional de los derechos humanos que España reconoce y suscribe y que tiene rango superior al de una simple ley?

Otros alegan una razón estrictamente política: la ley de 1977 es, como decía ayer Ignacio Camacho, un componente fundamental de nuestro pacto fundacional y, por tanto, un factor no susceptible de revisión. ¿No sabe ese agudo señor que los pactos se rigen por el principio rebus sic stantibus? ¿No se ha alterado suficientemente el estado de cosas como para justificar una revisión de las cláusulas del acuerdo, o es que se nos está insinuando que de revisar algunos apartados de la transición tenemos de nuevo encima el golpe de Estado y los fusilamientos arbitrarios? Además, ese pacto fundacional y constituyente sellado en la transición no solo se caracterizó por garantizar la impunidad de torturadores, asesinos y confiscadores. También era propio de él dar entrada a unas reivindicaciones progresistas y nacionalistas totalmente arrumbadas hoy día. Si la derecha de entonces no era, espero, la de ahora, tampoco lo era la izquierda, mucho más firme y combativa en sus reivindicaciones sociales, como mucho más exigente era también un nacionalismo que veía como posibilidad, hoy cerrada, la misma independencia. ¿Es que entonces vamos a leer el pacto fundacional de la transición a beneficio de inventario?

España ha vivido sumida en un sueño. Que franquismo y crisis aparezcan simultáneamente no es, como pretende la siempre miope derecha española, una estratagema para ocultar las responsabilidades gubernamentales. Supone más bien la obligada confluencia de dos elementos: uno, la crisis, que nos ha despertado de pronto, y otro, el franquismo, que conforma buena parte de la realidad que nos hemos encontrado al despertar. Y es que la estructura judicial, empresarial, burocrática y política está todavía plagada de miembros activos del franquismo a los que haría muy poca gracia que indagasen en sus pasadas actuaciones o en el origen de sus fortunas. La intensidad del escándalo conservador ante las palabras acusatorias de Jiménez Villarejo no es sino directamente proporcional a su veracidad. Y para dejar constancia de ella, pese a lo que equivocadamente se afirma, era indispensable una acción de naturaleza judicial, no una ley estatal, que como mucho puede ordenar la búsqueda y desenterramiento de los restos de las víctimas pero no puede promover la investigación oficial de hechos con el fin de proteger derechos amparados por la Constitución.

En definitiva, la respuesta conservadora, como siempre y en el fondo, se limita a advertir que si se sigue ese camino hasta el final lo que se encuentra es la verdad, sí, pero la verdad de quién manda, que reaccionaría defensivamente, y de modo violento, frente a cualquier tentativa inquisitiva de dicho género. ¿Que significado tienen si no todas esas indicaciones acerca de la deriva frentista que abre la recuperación de la memoria y la restitución de la dignidad? En ese sentido, en el sentido de unos artículos donde todavía vierten sus admoniciones provectos militares en la reserva, estamos mucho más cerca de Honduras que de Alemania, por si alguien creía lo contrario. Lo decisivo, por desgracia, es que se ha perdido la oportunidad de aprovechar el momento de retraimiento del franquismo sociológico para consumar su completa eliminación. Aunque parezca lo contrario, las políticas de recuperación de la memoria y la neutralización política del conservadurismo antidemocrático eran mucho más viables a fines de los ochenta que en una actualidad de renacimiento conservador; de un renacimiento conservador solo concebible precisamente porque faltó aquella neutralización.

El dilema, en suma, consiste en saber si enemigos los tiene solo una comunidad entendida en términos románticos, nacionalistas, religiosos y fuertemente identitarios. Puede, por el contrario, que enemigos también los encuentre el orden constitucional, entendido como depósito de derechos y de principios éticos. ¿Qué hacer así con los que tienen como programa y objetivo permanente instaurar un medio social donde tales derechos sean vulnerados y dichos principios anulados? El progresismo relativista ha creído siempre que no se puede hacer nada pues lo contrario supondría equipararse al adversario por incurrir en sus propios medios. Probablemente no haya postura más errónea, pues la neutralización de la enemistad constitucional pudo verificarse por medios legales cuando ello fue factible, es decir, cuando se tuvieron las mayorías parlamentarias y el respaldo social necesarios para hacerlo. Pero, ¿cómo frenarla ahora?, ¿cómo impedir su auge en un tiempo en que las manifestaciones xenófobas y fascistas son autorizadas por las delegaciones del gobierno, mientras que solo les hacen frente quienes nos atravemos a calificar como anarquistas antisistema, cuando son en realidad, al menos en esos actos, defensores del orden constitucional?

Lo de Garzón, así, puede ser interpretado como el primer y último intento serio de cierta izquierda por emplear los medios jurídicos e institucionales a su alcance, ni siquiera ya para perseguir a los enemigos del orden constitucional, que en parte también, sino solo para obtener reparación y resarcimiento, sin castigo de culpables, por unos hechos deleznables. La obstrucción implacable a su tentativa nos pone de manifiesto la energía invertida en la salvaguardia de una determinada realidad, solo desbordable desde una perspectiva internacional. Y el fracaso estrepitoso de sus actuaciones no nos muestra sino el muy inquietante hecho de que el Estado democrático y social de derecho que fundó nuestra Constitución muy bien pudiera estar gobernado, dirigido, materialmente rellenado o al menos sustancialmente condicionado por los enemigos mismos de un Estado constitucional.

* Un colega historiador me pasa un artículo de Jaime Sartorius en el que intenta además mostrarse que la amnistía tuvo más bien como destinatarios a los opositores del franquismo, siendo entonces contraria a derecho internacional y constitucional justamente aquel precepto que exoneraba de responsabilidad a autoridades y agentes de orden público.