sábado, 29 de mayo de 2010

República y violencia

En una charla digital mantenida ayer por Andrés Trapiello con ocasión de la nueva edición de Las armas y las letras, sostenía el escritor: "No sé si el alma, pero el motor de la segunda república fue la violencia".

Con semejante aseveración vuelve a ponerse en evidencia la confusión mental con que se aprecia nuestro pasado político. Téngase en cuenta que tratamos la opinión de un escritor competente, aunque a mi juicio bastante insulso, estudioso de la época al menos en su aspecto literario y lo suficientemente objetivo como para afirmar, frente a los equidistantes que nunca lo son en realidad, lo siguiente: "nadie debería dudar que las ideas por las que se combatió en uno y otro lado no podían ser más diferentes, en el de la República por los principios de la Ilustración (libertad, igualdad y fraternidad), fundamento de las democracias modernas, y en el de los sublevados por la conculcación de esos mismos principios, con la participación decisiva de curas, militares y capitalistas".

Si un intelectual experto en el asunto y de juicio además ponderado incurre en dicha confusión conceptual, si la mezcla de planos que ahora paso a indicar suele incluso ser frecuente entre historiadores tan consolidados como Santos Juliá, podemos imaginarnos la medida de su difusión en el conocimiento ordinario. Aunque consciente de su práctica esterilidad, y trayendo por una vez a estas líneas parte de mi labor profesional, intentemos revelar el equívoco que subyace a las consideraciones que ligan la Segunda República y la violencia política.

Para lograrlo hemos de responder primero a esta aparentemente sencilla, pero realmente espinosa, cuestión: ¿qué significa el enunciado "Segunda República"? Simplificando mucho el análisis, orillando la percepción que de ella pudieron tener los agentes históricos, creo que pueden aislarse dos sentidos bien diferenciados entre sí: en primer lugar, uno eminentemente historiográfico, a tenor del cual dicho enunciado viene a significar "el período de la historia política española que va del 14 de abril de 1931 al 18 de julio de 1936 (o al 1 de abril de 1939, en el caso de los territorios del bando republicano)"; y en segundo lugar, otro de contenido específicamente jurídico-político, que define la Segunda República como aquel "sistema político compuesto de las instituciones y regido por los principios consagrados en la Constitución de diciembre de 1931, desarrollados por la legislación parlamentaria y aplicados por la actividad burocrática y judicial".

La diferencia no es menor, porque mientras en la primera acepción es posible sostener que la República duró cinco años y constituyó un intervalo convulso, en la segunda resulta bastante más problemático. Expliquémonos.

Asociar el régimen republicano y la violencia política es legítimo cuando acotamos aquel tracto histórico y comprobamos el número y la proporción de atentados y delitos cometidos con finalidad política o con un contenido claro de revancha social. Lo que comienza a ser ideológico es pensar que esa efervescencia era un rasgo propio y genuino justamente de aquel período que arrancó en 1931. Quienes así proceden, desconectan la República de sus antecedentes y olvidan --descarada, deliberada o inconscientemente-- los atentados políticos y la represión institucional extralegal que se produjeron durante la Restauración, especialmente en 1909 y en los dos años posteriores a la revolución rusa.

¿Por qué, entonces, no se declara que "el motor de la Restauración fue la violencia" con la misma insistencia con que se vinculan República y caos? Pues porque, pese a ser incluso una aseveración más veraz --de hecho, se aplicó con mucha mayor intensidad la ley de fugas en tiempos de Alfonso XIII que de la República--, la ideología suele dominar al conocimiento, incluso al presuntamente científico. Y porque cuando se trata de la Restauración se traza una divisoria entre el Estado y la sociedad que no se emplea para los tiempos republicanos. Empleémosla nosotros, colocándonos así en la segunda de las acepciones del enunciado "Segunda República".

Si ésta equivale al Estado republicano --al "conjunto de instituciones y principios consagrados en la Constitución de 1931 y desarrollados por las leyes..."-- la primera y decisiva conclusión que debemos alcanzar es que República en España no llegó a haber, siendo su existencia la de un proyecto político que, aun necesitando para su despliegue de dos generaciones, fue desarrollado a tropezones durante no más de dos años.

Tras la victoria de las derechas en noviembre de 1933 prosiguió, desde esta perspectiva jurídica o estatal, un período antirrepublicano, caracterizado por concatenar estados de excepción con la consiguiente suspensión de derechos constitucionales y por derogar y rectificar toda la obra legislativa republicana (que no era sino la materialización normativa de los mandatos constitucionales). Tanto es así, que la famosa revolución de octubre de 1934 no fue sino la respuesta extrainstitucional a la iniciativa gubernamental de deshacer todo lo decisivo y transformador de la legislación del primer bienio. Por eso es tan falsa la afirmación conservadora y centrista (Juliá) de que las derechas en el 34 defendieron el orden político republicano frente a la revolución anarquista y socialista, cuando tales derechas llevaban desde enero de ese mismo año vaciando de contenido el orden constitucional, como vino también a demostrar el proyecto de 'reforma de la Constitución' de Lerroux de 1935, en el cual los capítulos de las autonomías, los derechos sociales, la propiedad y las relaciones Iglesia-Estado experimentaban, sino su directa supresión, sí una profunda revisión de efectos anulatorios en la práctica.

Lo que prosiguió a las elecciones de febrero de 1936, con buena parte de la izquierda social resentida por la rectificación de la república y por la brutal represión del 34, fue, en efecto, un período extrarrepublicano, donde unos y otros ya apostaban por soluciones ajenas a las instituciones y principios republicanos, si bien esta evidencia no borra el esfuerzo de otros muchos por reconducir la vida pública a dicho marco institucional, esfuerzo que solo terminó de arruinar el golpe de Estado.

Con lo antedicho la conexión entre República y violencia parece hacerse más compleja. No puede equipararse la violencia alojada en la sociedad con la ejercida por las instituciones, y dentro de esta última tampoco cabe confundir la violencia aplicada en el primer bienio republicano con la del segundo bienio antirrepublicano. Pero lo decisivo es, en efecto, deslindar violencia política ejercida por grupos sociales y violencia estatal. Solo esta segunda cabe atribuirla a la República, entendida en su segunda acepción. Cuando se habla del primer tipo de violencia, la social, malamente nos podemos referir a ella considerándola el motor del Estado republicano. Todas las evidencias apuntan, por el contrario, a que dicho Estado, manifiestamente débil y precario, hacía lo (im)posible por reprimirla y neutralizarla.

Más claro: para que la quema de iglesias y la República (como Estado) estuviesen estrechamente vinculadas haría falta encontrar alguna disposición legal, o al menos administrativa, que ordenase, por las razones que fuese, la quema de dichos edificios. ¿La había? De ningún modo: lo que hallamos son disposiciones que castigan especialmente ese tipo de actos vandálicos (v. Ley de Defensa de la República). Cuando el Estado nazi acometía actos de limpieza étnica, o infligía penas bárbaras por razones ideológicas, lo hacía en aplicación de la legislación vigente (una legislación, claro, tan laxa y evanescente como para amparar toda la arbitrariedad imaginable). El Estado republicano, por el contrario, no sancionaba en sus leyes ni la quema de conventos, ni la eliminación del adversario, ni el uso impune de la violencia para lograr fines políticos. Lo que hacía era justo lo inverso: condenar todas estas conductas, e intentar instituir un régimen pluralista y democrático, para acabar precisamente con el abuso crónico y estructural de la violencia política que había signado la historia española anterior.

Por eso, en suma, cuando se afirma que "la violencia fue el motor de la Segunda República", tal sentencia solo es (parcialmente) correcta si es idéntica a esta otra: "la violencia fue el motor de la historia política española de 1931 a 1936", pero es una clamorosa, malintencionada y politizada incorrección lingüística sin con ella quiere sostenerse que "la violencia fue el motor de la Constitución de 1931, de las instituciones y principios que en ella se consagraron, y de las leyes y reglamentos que los desarrollaron".

A mi juicio, con la inclusión de este inapreciable pero decisivo matiz se aclaran muchas cosas que el lenguaje ordinario, y también el historiográfico, por torpeza y falta de disposición analítica, mantienen ocultas en beneficio conservador.

viernes, 28 de mayo de 2010

Veracidad

Como corren tiempos técnicos y estadísticos, buena parte de la verdad es objetiva, mal que pese a los relativistas. Las ideologías, los principios y las convicciones muy bien pueden obedecer a querencias personales, razones biográficas, consideraciones racionales o inclinaciones apasionadas. Pero los datos son los datos y su objetividad resulta indiscutible. Otra cosa es cómo se interpreten.


Todo el obvio preámbulo viene a cuento porque hoy leí un esclarecedor artículo sobre el funcionariado europeo que viene a desmentir, en general, todo el relato conservador acerca de la hipertrofia burocrática española, mucho más radicada, caso de existir, en la engolfada y expansiva masa de cargos de libre designación inflada por los partidos que en la nómina de funcionarios de carrera.


Si los datos que, negro sobre blanco, registra el citado artículo cuestionan cierto discurso oficial, viene a echar directamente por tierra algunos análisis recientes. Me refiero en concreto al que hace unas semanas publicó en El Mundo Víctor Pou Serradell, profesor de la Escuela de Dirección IESE, perteneciente a su vez a la Universidad que el Opus Dei tiene establecida en Navarra. En su artículo, titulado El fin de un modelo político estatista, se aseguraba que "hacia finales del siglo XIX, Grecia ya contaba con la burocracia mayor de Europa", mientras que "en la actualidad ... un millón de personas aproximadamente, o sea, un trabajador griego de cada cuatro es un empleado del Estado".


La realidad, por el contrario, es otra muy distinta: de 27 países europeos analizados, resulta que el que más funcionarios por habitante tiene es Suiza (1 por cada ocho), seguida de Finlandia, Letonia y Malta (1/9). Con un funcionario por cada doce habitantes figuran Francia y Bélgica, mientras que nosotros, en una discreta decimosexta posición, ascendemos a un funcionario por cada dieciocho, con la misma cifra que Alemania y un funcionario más per cápita que Italia. ¿Y Grecia, dónde está la estatista Grecia? Pues en el número veinte de la lista, con un funcionario por cada veinte habitantes. Si hacemos entonces los cálculos pertinentes, y dividimos sus 11.260.400 habitantes entre los veinte que corresponden a cada funcionario, resulta que el Estado elefantiásico griego cuenta con 563.020 funcionarios, prácticamente la mitad de lo que afirmaba el citado economista.


Estamos, en efecto, ante un problema. Se llama impunidad de la mentira y consiste en la sustitución de la información por la propaganda política. Sobre él, como rasgo consustancial de la sociedad del espectáculo, ya trató Guy Debord. Puede pensar el lector que ahora, en lugar de datos contrastables, exhibiré mis inclinaciones ideológicas, pero el caso es que tengo la recurrente sensación de que la mayoría de todas estas falsificaciones (e invenciones) de datos --y hasta del mismo lenguaje-- proceden de la derecha. ¿Merecerían este tipo de falsedades alguna reprobación, algún tipo de control? Mi lado jacobino me dice que sí, pues creo que son perfectamente distinguibles la opinión y la transmisión de datos. Pero mi lado reacio a la autoridad me hace partidario de otro tipo de fiscalización, más espontánea y ciudadana.


Por eso, ya puestos, os confieso mi sueño académico. Creo que la frase más repetida por todos los políticos y periodistas en todos los debates y tertulias es la que, en beneficio propio, acude al "ejemplo de los países de nuestro entorno", ejemplo del que se saca una cosa y su contraria con el solo fin de sustentar las propias pretensiones. La cuestión es que el reiterado recurso a esta comparación suele ser directamente proporcional al desconocimiento de la realidad política, jurídica y económica de "los países de nuestro entorno".


¿Y mi sueño? Ahí va: un instituto de derecho y economía comparados dedicado precisamente a publicar (traducir) todo lo concerniente a datos, hechos y documentos en que se refleje la estructura jurídica y económica de dichos Estados, principalmente del alemán, que no por casualidad es el más citado. Y una de sus labores, claro, sería ejercer, a modo de observatorio, de censor de políticos y periodistas, publicando periódicamente las mentiras (propagandistas) que tanto unos como otros suelen poner en circulación cuando hablan de las experiencias y medidas adoptadas en los restantes países europeos. Una cura de nuestro enquistado provincianismo, vaya.

domingo, 23 de mayo de 2010

Socialismo y democracia

Hace muy poco, un visitante y comentarista, que seguramente había observado mal la galería de autoridades con que se presenta este portal, se sorprendía de que su autor se declarase socialista, partícipe y simpatizante de esa doctrina tan desfasada y totalitaria cuya barbarie e ineptitud práctica quedaron irrevocablemente demostradas en 1989.

Si no tendiésemos a occidentalizar toda nuestra realidad, el juicio anteriormente transcrito sería harto discutible, vista la alta probabilidad de que un régimen comunista, que se compone además de un sexto de la población mundial, sea la máxima potencia de aquí a un par de décadas. No es éste, sin embargo, el criterio del que humildemente me valgo para declararme socialista, sino más bien la aplicación de los parámetros de eficiencia, poder y éxito que emplean los conservadores y liberales para señalar como ejemplo a los Estados Unidos.

Mis baremos son otros, muy breves y sencillos, y por eso seguramente simplistas. Si el autor de estas líneas se proclama socialista es, contra lo que pudiese parecer, porque ama por encima de todas las cosas la libertad individual y entiende, como lo hacía su admirado Oscar Wilde, que dicha libertad solo florece universalmente cuando todos los sujetos sin excepción tienen las necesidades básicas resueltas, esto es, alimento, vivienda, vestido, profesión, educación, sanidad y renta disponible para una socialización igualitaria. Se trata, en efecto, de colocar a la economía en función del hombre, y no al revés, logrando la emancipación respecto de las necesidades perentorias para, una vez satisfechas, proceder a realizarse como mejor convenga, a través del arte, la amistad, la familia o la actividad comercial y la riqueza. Se trata, en suma, y como decía Albert Einstein, que no era estúpido, del reto de "superar la fase depredadora de la evolución humana". Y parece obvio que, en comparación con este sentido ilustrado de la libertad, la que propugnan los liberales no es más que una prerrogativa de las minorías cuyo despliegue necesita la subyugación (y depredación) creciente de las mayorías.

Pero hay más. Si me declaro socialista es porque antes soy demócrata. ¿Y por qué socialismo y democracia son inescindibles? ¿por qué las reglas básicas de la democracia --principio de la mayoría, comunidad de procedimientos, incertidumbre en los resultados-- solo pueden aplicarse en un contexto de homogeneidad económica? Pues por la elemental razón de que poca eficacia puede lograr una ley democrática en una sociedad económicamente dispar. Cuando existen minorías poderosas por su capital y poder acumulados, cualquier ley mayoritaria que pretenda retocar el statu quo se encuentra abocada al fracaso, según advera todo un repertorio de acontecimientos históricos repetidos desde 1919 hasta la misma actualidad. (Derecho de resistencia legítima al tirano y la opresión, denominaban desde Juan de Mariana hasta Ramiro de Maeztu este privilegio de desobedecer las leyes públicas que antaño correspondía a los aristócratas y desde el siglo XIX a los detentadores del poder social y económico. No por casualidad, junto a la propiedad privada y la libertad (comercial), era uno de los derechos sagrados y naturales declarados desde la Virginia de 1776 al París de 1789).

En definitiva, como estamos muy lejos de poder considerar satisfechas universalmente las necesidades perentorias, y como los contrastes económicos que obliteran la lógica democrática no cesan de aumentar, creo que siguen existiendo buenas razones para reivindicar el socialismo y la democracia, sin que ello suponga la más mínima complacencia con lo que tuvo de bárbaro la experiencia soviética.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Misceláneo

Solo tres apuntes, variados entre sí: uno sobre el bipartidismo, otro sobre la posible subida de impuestos a las rentas altas y, por último, otro, de nuevo, sobre el Estado del Bienestar.

Bipartidismo. Tras la II Guerra Mundial, y una vez compulsado el fracaso del principio de proporcionalidad en la organización de los parlamentos, se acuñó el axioma, de estirpe británica, a tenor del cual la gobernabilidad se garantiza solo mediante un sistema bipartidista en el que se alternen en el poder dos grandes y transversales agrupaciones de centro, con la consiguiente exclusión o postergación de las tendencias minoritarias. Algunos autores, como Giovanni Sartori, elevaron a categoría lo que no era sino una rectificación histórica. Pero, ¿tiene validez general dicha categoría?

Para ser exactos, no es éste el sistema vigente en España, país culturalmente plural que amplifica, en aras de la integración, la presencia parlamentaria de los partidos nacionalistas. Pero diríase que, en términos de opinión pública, el debate se halla en buena parte determinado por las reglas del bipartidismo. Muchas veces me pregunto si es ésta la distribución que mejor se ajusta a la fisonomía de la sociedad española. No solo es que encorsete el debate, simplificándolo e inscribiendo a los sujetos en dos bloques políticos. Es que a veces toma la forma de una guerra civil sin armas, donde hay que esperar cuatro años para tener el placer de una indolora pero visceral revancha. La diversificación real de la representación parlamentaria, ¿no contribuiría a enriquecer de matices el debate y a firmar un armisticio en el que se excluyese el sectario y permanente choque de trenes?

Impuestos. Parece que es inminente una subida impositiva a las rentas más altas. Si se adopta finalmente, Zapatero y su gobierno, a mis ojos, no harán sino continuar hundiéndose en el descrédito. De llegar, desde luego la celebraré. Pero la interpretaré como un síntoma más de la falta de dirección en este país, de la inseguridad, los titubeos y la falta de identidad política de nuestra dirigencia actual. Y, sobre todo, la entenderé como una decisión forzada por las circunstancias, después de que Portugal y hasta Francia --ambos con intervención conservadora-- hayan tomado la iniciativa, y como una resolución netamente electoralista, inspirada en el miedo a perder votos, mas no en un criterio rector de tono socialista.

Estado del bienestar. Almorzando hoy con uno de mis más queridos maestros, me transmitía éste un interrogante de esos que parecen poner fin a toda discusión. Seguramente el colega Non Sola Scripta podrá rebatirlo con estadísticas y datos fiables, pero he de confesar que su plasticidad, lo impactante de su imagen, deja pocas dudas a la respuesta. Ahí va: "¿cómo se explica que en la Europa devastada y apremiante de la segunda posguerra fuese posible edificar todo un Estado del bienestar, que ahora, con una renta per cápita, una productividad, una riqueza y una estabilidad notablemente superiores, ha devenido insostenible?"

La respuesta, claro, se encuentra en 1989. Aunque con sentido e intenciones contrapuestos, he leído tal parecer en autores conservadores y progresistas, y yo humildemente, en algún comentario y en alguna nota al pie, he dejado constancia de él. El Estado del bienestar, en efecto, era el reflejo institucional en Occidente del régimen comunista instaurado en la Europa Oriental. Todo un mastodonte armamentístico e industrial decía solidarizarse con la clase trabajadora internacional, que por tanto no convenía expoliar con descaro y sin prevenciones.

Mi maestro lo aseveraba más gráficamente: "los tanques del ejército rojo se encontraban en Berlín".

jueves, 13 de mayo de 2010

El esfuerzo de todos

Sin tiempo siquiera para descansar, metido como estoy en una espiral de escritos, materiales de clase, lecciones e idas y venidas entre mi antigua residencia y mi actual querida ciudad, me es imposible llevar con un mínimo de regularidad este portal. Al final las devociones son arrinconadas por el peso de las obligaciones, pero como en definitiva es esta una página de desahogos, cuyo autor vierte en ella palabras más por necesidad que por deleite, no puedo menos que aparcar otros post abocetados para cuando goce de tranquilidad y dejar ahora constancia por escrito de mi opinión frente al ajuste del gasto público anunciado ayer por el presidente.

Para entender la dimensión del déficit, que de todas maneras continúa siendo sensiblemente menor al de países como Inglaterra, conviene refrescar la memoria y situarnos en los años 2007-2008, en el tramo final de la primera legislatura de Zapatero, para observar las decisiones de un ministro de finanzas neoliberal y las medidas adoptadas por el sedicente socialdemócrata que todavía hoy dirige el gobierno.

El primero se despidió de su cargo con la supresión del Impuesto de Patrimonio (1.600 millones de €), una nueva bajada en el tipo máximo del IRPF (del 45 al 43, que supuso dejar de ingresar unos 4.000 millones de €) y un descenso en el tipo del Impuesto de Sociedades (del 35 al 30, con la consiguiente pérdida para las arcas públicas de unos 6.000 millones de €). En rigor, y contempladas las cosas desde la perspectiva del anterior régimen fiscal, nos encontramos ante una trasferencia de renta por parte de la colectividad en su conjunto a la minoría acaudalada, a aquella que tributa (no que percibe en la realidad) por ingresos superiores a 60.000€ anuales, o por facturar más de 8 millones de euros en su empresa o por poseer patrimonios con un valor catastral (no real) superior a un millón de euros. ¿A qué se debió dicha trasferencia de renta?

No hubo, como gusta decir a nuestros conservadores, 'demanda social' que la exigiese. La excusa proclamaba que 'había margen y superávit' para acometerlas, lo cual significa una percepción absolutamente deformada de la realidad, pues desde la vía ferroviaria hasta los hospitales habrían agradecido inversiones que, sin embargo, devinieron imposibles. Mi convicción ha sido siempre que, al menos en parte, jugó su papel el hecho de que nuestros notables y pudientes gobernantes quisiesen adelgazar un poco sus tributos. Si calculamos la proporción de dirigentes afectados por las bajadas y las comparamos con la de ciudadanos beneficiados por ellas podremos comprobar que, mientras contentaron a una exigua minoría social, en la política oficial, desde la Garmendia hasta Sebastián, pasando por Rubalcaba y por todo el ala azul del hemiciclo, casi todos vieron su minuta de hacienda sensiblemente reducida.

Pero junto a esta burda auto-bajada de impuestos, también jugó su papel el dogma neoliberal según el cual estimular a las rentas más altas, a las productoras de oferta, redunda en beneficio de la economía, pues los ingresos no tributados se reinvertirán probablemente en el tejido productivo. Ya se ha visto que no es así, no solo aquí, sino sobre todo en los EEUU, donde practicaron hasta la extenuación las políticas de estímulo de la oferta. Y no ha sido ni puede ser así principalmente por dos motivos: porque, con un mercado especulativo que quintuplica la economía real, el capital se reproduce a sí mismo con más facilidad, rapidez y rentabilidad sin necesidad de invertir un solo real en la economía productiva; y porque, en la cínica creencia de que la armonía llega por el acuerdo libre de las voluntades, no existe un solo mecanismo legal que obligue a las empresas a reinvertir parte de sus beneficios en el tejido económico real, como sí sucede en otros países como --oh, escándalo-- Bolivia.

Así que gracias al ministro liberal nos adentramos en la crisis con 12.000 millones de euros menos, que depositamos en los escuálidos monederos de gente como Florentino Pérez, Botín y la duquesa de Alba. Pero la interpretación demagógica, populista, insolvente y zafia que Zapatero hizo de la filosofía socialdemócrata justo en tiempo electoral nos hundió aún más en la miseria. Primero fueron los 400€, infeliz invento del indocumentado Sebastián, que se tradujo en otros 5.000 millones de € menos y, por supuesto, en un impacto nulo sobre la economía real: ¡como si una derrama de 30€ mensuales fuese a levantar al país! Y después se sumaron los 2.500 € por nacimiento, sin distinción alguna de renta y necesidad y, de nuevo, entendiendo, more posmoderno, que la socialdemocracia equivale a cheques en metálico para que te busques por tu cuenta la vida en lugar de garantizar toda una red estable de servicios públicos prestados por profesionales bien remunerados.

Así las cosas, nos adentramos en la segunda legislatura con cerca de 20.000 millones de € menos. Solo para el presidente y sus consejeros la crisis resultaba impredecible. Toda la ciudadanía, en cambio, la veía venir. En los primeros meses, cuando comenzó la oleada de expedientes de regulación de empleo, el Ministerio de Trabajo llegaba a autorizar prejubilaciones de Telefónica a empleados de menos de cincuenta años, con el consiguiente coste para el Estado y la descarga ulterior para la corporación, que no por casualidad está presentando beneficios estratosféricos. Poco después se aprobó el igualmente propagandista y multimillonario Plan-E, costoso programa de parches que pronto se reveló incapaz de crear o estabilizar estructuras productivas. Y, entre medio, como bien recordaba Mar Fernández hace unos días, nos pegábamos el homenaje igualmente multimillonario de la 'corazonada-cabezonada' de Gallardón para llevar a Madrid los Juegos.

En fin, como puede apreciarse, por responsabilidad exclusiva de una política errática, derrochadora y carente de sentido social hemos ido a parar a una situación deficitaria y alarmante. El impacto que en la economía ha tenido cada euro gastado ha sido prácticamente inapreciable, exceptuando las subvenciones directas a la compra de automóviles, cuyo éxito no demuestra sino que el principal ajuste para reflotar la economía hubiera de realizarse por la vía de los precios, pues demanda, haberla, hayla.

Pero, para remediar el efectivo entuerto, ¿era éste el mejor camino? Creo sinceramente que no: tanto las imposiciones a Grecia como las sugerencias imperativas a España, además de haber puesto de relieve que vivimos mucho más bajo la dictadura del capital que bajo sistemas democráticos de soberanía popular, cuentan con el alto riesgo de producir un efecto de estancamiento de la economía por enfriamiento de la demanda.

Ahora bien, ¿existían más vías que las impuestas? Probablemente no: con un Estado sin presencia alguna en el sector productivo, esto es, sin capacidad alguna para generar sus propios recursos y riquezas más allá de los que buenamente provea el mercado libre, los organismos públicos están a merced de los inversores y de los compradores de deuda. Aquí, y en toda Europa, era imposible un gesto como el de Chávez, cuando se negó a pagar una deuda acordada por una minoría oligárquica sin representatividad y condicionada por el acreedor, el FMI, a la adopción de duras reformas neoliberales.

Solo una relativa autosuficiencia económica puede permitir al Estado desembarazarse de las constricciones, muy pocas veces justas, equilibradas y racionales, del capital. Y como no se tiene, la única vía es la de los ingresos y la del gasto. Que solo se haya tomado esta segunda vía, recortando en dependencia, ayuda al desarrollo y pensiones, sin que se intente siquiera como gesto simbólico retocar los primeros para revertir su situación, al menos parcialmente, a la que tenían en 2006, es precisamente lo que desmiente la vacía proclama del presidente de que el esfuerzo lo 'haremos entre todos', y principalmente las 'rentas más altas'.

En mi opinión, este señor ni representa a la mayoría ni goza de la credibilidad y la autoridad moral indispensables para seguir gobernando. Es precisamente este reparto tan desigual, y no la soportable merma de 100 o 200€ en nuestros salarios, lo que justifica por completo una huelga general.

Y, mientras, en los medios, con su consueta tendencia a buscar acciones racionales donde no existe más que irracionalidad, se anunciaba a primera hora de la mañana que la Bolsa había recibido con un repunte del 2% las medidas, y todavía por la tarde, cuando ya apenas subía lo que una jornada normal (un 1%), había algún diario poco independiente que recordaba el 2% matinal, sin poner al descubierto la verdad, que es la completa independencia y el absoluto descontrol del capital --o sea, de los sujetos y corporaciones que lo poseen y gobiernan-- respecto del trabajo, el esfuerzo y las reglas mínimas de la democracia.

Mal vamos, pues se está larvando un deseo insano de regreso de la autoridad para poner orden en dicho descontrol y transmitir seguridad que probablemente acabará materializándose, como siempre, del modo más monstruoso imaginable.

PS. He ido observando a lo largo del día las reacciones y efectos del anuncio de ayer. Parece que los sindicatos, como no podía ser de otra forma, comienzan a responder. Y el gobierno portugués, mucho más consecuente, y con el apoyo además de los conservadores, adopta medidas en las que se combina congelación (no reducción) salarial, subida de IVA, pero también incremento de tipos máximos en impuestos sobre la renta y de sociedades. De otra forma no se comprende ni se justifica.

PS2. Un escenario posible, ante la imprevisión gubernamental y la voracidad capitalista: una pareja de funcionarios, o de asalariados después de que la bajada se trasfiera también al sector privado, con una rebaja sensible de sus salarios de aproximadamente 400€, con una hipoteca en estos momentos soportable, ¿a qué horizonte se enfrenta cuando la inflación europea haga subir los tipos y cuando aquí, para compensar pérdidas y por efecto de la alzada del IVA, suban también los precios?¿con cuánta gente llevando una economía de guerra y estricta supervivencia se mantiene esto en pie?