Entre otras muchas cosas, no todas igual de memorables, España y Latinoamérica se encuentran unidas por el peso de un pasado de dictaduras ominosas que oprime el presente democrático. En nuestro caso, ese pasado, que aún vaga en los hábitos, las instituciones y los cargos, ha regresado a la primera plana de la mano del juez Baltasar Garzón, quien ha intentado -sin éxito- depurar las responsabilidades criminales en que incurrieron los promotores del golpe de Estado de 1936. El efecto indeseado ha sido que “la octava potencia económica”, según repite sin cesar nuestra dirigencia, se ha contemplado a sí misma en un revelador espejo de juicios sumarísimos, genocidio programado y fosas comunes.
Y es que el bienestar invita a la desmemoria. De hecho, se patentiza aquí uno de los factores compartidos por el capitalismo y las experiencias totalitarias: el primero produce una existencia despolitizada y volcada en la satisfacción de los intereses privados, mientras que las segundas suprimieron la disidencia confinando a los sujetos en la autoconservación desnuda, el exilio interior o la clandestinidad. Haciendo de la armonía económica el único valor digno de protección se llega así, irremediablemente, al repudio de la memoria, en la cual se atisban confrontaciones sociales.
Pero, ¿se sostiene la vida en sociedad con la sola satisfacción de las necesidades individuales, o requiere también ésta de otros principios? Si se piensa esto segundo, se aceptará entonces la conveniencia de activar unas políticas de la memoria que, de un lado, reconozcan derechos frente a los desafueros del poder, sea cual sea el tiempo en el que sucedieron, y que, de otro, tipifiquen conductas y ventilen responsabilidades. Parece que lo primero no ha suscitado desacuerdo, pues nadie niega a los descendientes de los republicanos asesinados el derecho a exhumar los restos de sus familiares. En cambio, mayor discrepancia provoca el argumento legal que facultaba al magistrado para el encausamiento retrospectivo de los golpistas, a saber: que éstos, en su asalto terrorista al poder, cometieron crímenes contra la humanidad, que, por tal condición, resultan imprescriptibles. La réplica a la actuación judicial es muy simplista, y jurídicamente errada: se sostiene que la ley de aministía general de 1977 colocó un punto y final a los crímenes de la dictadura, impiendo en lo sucesivo su esclarecimiento. Pero se trata de una ley preconstitucional, sometida en todo caso a la concordancia con una norma fundamental que declara prescriptivo para España el derecho internacional, precisamente ése que eleva el genocidio a crimen imprescriptible contra la humanidad.
La negación del genocidio franquista, o del franquismo como genocidio, aboca a un contraproducente olvido que socava las bases de la convivencia. La memoria de nuestra guerra civil y de la dictadura posterior supone, tanto para las izquierdas como para las derechas, una ilustración valiosa: la inviabilidad de cualquier proyecto político que suponga la supresión del adversario. La diferencia estriba en que mientras las izquierdas, ya sea la liberal o bien la socialista y comunista, no se reconcen en el discurso totalitario, nuestra derecha, por el contrario, continúa rehén del conservadurismo terrorista al no condenar explícitamente nuestra dictadura. Hasta que no exista renuncia unánime a esta estrategia de exterminio (físico o civil) del oponente, y pueda construirse aquí, como si de una pesadilla del pasado se tratase, un museo del partido falangista, semejante al del partido nacionalsocialista de Nuremberg, no habremos conquistado la madurez democrática. Y precisamente para este fin sirve el cultivo de la memoria, no para crear divisiones sociales.
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