Hace poco más de un mes se acercó por estas páginas el autor de un buen blog llamado Non Sola Scripta. Cada vez que la casualidad trae a alguien por aquí se materializa aquello de Adorno sobre la botella y el mensaje, teniendo en cuenta sin embargo que poco mensaje hay en mis reflexiones como escasa pretensión tengo de lanzar botella alguna, visto que en el fondo este portal responde más a una necesidad individual de desahogo que a un deseo de transmisión masiva de mis más que predecibles ideas. Pese a todo, no voy a engañarme y he de reconocer que es muy gratificante comprobar que alguien, en alguna ocasión, te lee, como mi secreto lector Fernando, o como la hija de Javier Ortiz, que ha tenido la amabilidad se sumar mi tributo a la web del periodista.
Desde que Non Sola Scripta se pasó por aquí, me acerco con frecuencia por su blog, cuya sección de enlaces te lleva a otros sitios de interés y a alguno que anuncia mucho más de lo que ofrece. Como interesado impenitente en filosofía política y teoría de la democracia leí con cierto interés uno de sus últimos apuntes, titulado ¿Cuántos votos hacen funcionar una democracia?, donde transcribe opiniones de Ralph Dahrendof.
Me llamó la atención la consabida acusación de antiamericanismo a 'la izquierda europea' y 'sobre todo' a 'la española'. Esta réplica tiene visos de convertirse, como la acusación de totalitario, en uno de esos efugios que intentan bloquear la crítica y el debate y que tan bien conocen, por ejemplo, los defensores de la expansión israelí. Si criticas la privatización de la política y la salud, si atacas la militarización de la política exterior o si censuras algunas normas punitivas vigentes en ciertos Estados, más que señalar problemas objetivos de notable gravedad --reconocidos ya incluso por su propio presidente-- no haces sino poner en evidencia un prejuicio de carácter ideológico que nubla tu raciocinio y te impide participar en el debate.
En nada disculpa esto el antiamericanismo todavía practicado por algunos que, en primer lugar, no disciernen entre la sociedad norteamericana y su gobierno, descuidando por tanto las más que envidiables iniciativas que parten de la primera, y en segundo lugar, no toman nota de la irreductible complejidad --histórica, religiosa, cultural y política-- de tal sociedad, tan extensa y heterogénea como el mismo continente europeo y con la distintiva virtud de haberse asociado en torno a un Estado respetuoso con la pluralidad. Pero visto que el documental criticado no hacía sino denunciar los déficits democráticos del sistema político estadounidense, tampoco es que estuviésemos ante un ejercicio de justificada crítica a esta fea especie de antiamericanismo.
Más que por el uso indiscriminado del estigma del antiamericanismo, interesa el post citado porque vuelve a poner en evidencia la distancia insalvable entre liberalismo y democracia. Con coherencia, el autor de Non Sola Scripta se cuestiona hasta qué punto es necesaria una alta participación para el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas, cuando índice de la buena marcha de éstas es que no existan divisiones, revueltas y contestación social. La diferencia entre la legitimidad democrática y la liberal es una cuestión de tiempo: para el demócrata procede de un refrendo mayoritario anterior a la decisión política, y cuanto mayor sea la participación de mayor legitimidad goza la norma avalada por la corriente más extendida y popular; para el liberal, por el contrario, la legitimidad se calibra sobre todo en los efectos posteriores a la decisión, siendo legítima aquella que por su eficiencia y utilidad conquista el consentimiento y consigue no tener una oposición activa, y resultando ilegítima aquella otra que se topa con la confrontación ciudadana (léase, de aquellos ciudadanos que hacen explícita su disconformidad). Para el liberal, en afirmación de Fichte, el mejor gobierno es aquel que no se nota porque deja que la sociedad se autorregule espontáneamente, es aquel que no irrita a la gente, según la eficaz acepción de Ignacio Camacho. Para el demócrata, en cambio, el mejor gobierno es aquel que a través de sus medidas plasma en la realidad el programa mayoritariamente deseado en el seno de la comunidad. (Y para el demócrata constitucional, el mejor gobierno es el que hace esto último pero con respeto por los derechos fundamentales declarados en la Constitución).
La legitimidad liberal que defiende Dahrendof y por extensión el autor del mencionado blog, entre otros pliegues teóricos, tiene dos que desde luego la alejan de las creencias democráticas. Sus palabras de orden son la eficiencia y el utilitarismo: el principio de la mayoría, lejos de comunicar legitimidad al poder, no constituye sino un indicio de cuáles son las medidas que mejor se adecuan al interés mayoritario y que menos posibilidad tienen, por tanto, de ser rechazadas activamente. La vigencia de tal axioma no es indispensable, sino altamente recomendable, por eso tanto da una abstención generalizada si ésta no refleja más que satisfacción privada e indiferencia pública.
Con el tácito carácter prescindible del principio de la mayoría, y su sustitución por el vaporoso criterio del interés general, ya nos hemos aproximado a unos terrenos políticos inconfesables. A la reflexión liberal, de hecho, le son caras las abstracciones aparentemente universales que encubren realidades bien particulares que las desmienten tozudamente. Piensen si no en el arranque feliz del liberalismo en la Virginia de 1776, con su pomposa proclamación de la libertad y la igualdad de todos los hombres en su Constitución y la coetánea exclusión de negros esclavos, indios, mujeres y trabajadores. Tanto es así, que resulta connatural al liberalismo hablar de 'pueblo' y de 'sociedad' cuando en realidad se refiere a una sola parte del todo, la que por su valía, mérito y capacidad se estima imprescindible para la subsistencia y progreso del conjunto.
Esta tendencia de invocar el todo refiriéndose a una parte se expresa hoy día en una difícilmente justificable discriminación entre las diversas contestaciones sociales que deslegitiman la acción del gobierno: si son obreros franceses montando una huelga general frente a las reformas neoliberales o mineros bolivianos haciendo huelga de hambre contra la privatización de sus recursos naturales, entonces la oposición ciudadana --en la medida en que impulsada por la base fungible de la pirámide social-- es muestra de atraso y de resistencia frente a medidas tecnicamente necesarias. Si en cambio son plataformas cívicas derechistas las que plantean resistencia, entonces estamos ante una insufrible división social causada por un gobierno sectario e ilegítimo. A todo lo cual contribuye el reflejo mediático de la realidad, para el que la represión, con resultado de muerte en Latinoamérica, de los gobiernos neoliberales apenas merece una columna de actualidad, mientras que bastan cinco opositores de un gobierno 'populista' para obtener una portada a cinco columnas hablando sobre la fractura que padece tal o cual país.
Queda clara entonces toda la carga ideológica que transporta esa manera de pensar que cifra la legitimidad de un gobierno en la ausencia de oposición a sus medidas. Parte además esta reflexión de una imagen distorsionada de la naturaleza humana, supuestamente movida por un impulso innato de libertad que le lleva a sacudirse el yugo de la opresión, de ahí que cuando las decisiones políticas atentan contra dicha libertad el resultado sea siempre la movilización en su contra. Se desconoce así el nada despreciable aspecto domesticable y disciplinable del ser humano, incapaz de oponerse a medidas injustas, o incluso contrarias a sus intereses materiales, por pereza, miedo, ineptitud o simple resignación y capacidad de sufrimiento.
Estos son los motivos fundamentales por los que creo tan sesgada esa convicción a tenor de la cual la legitimidad de las decisiones proviene del consentimiento, es decir, de que su implantación no encuentre resistencia social, y no del aval de la mayoría, de un refrendo mayoritario construido sobre la base de la libertad de expresión y de crítica y para el que resulta no ya deseable, sino del todo necesario una alta participación. Si la resistencia ciudadana, cuando la ejecutan los desfavorecidos, no vale o no existe a efectos prácticos, de poco sirve tal criterio. Y aun de menos sirve desde el momento en que una tiranía puede desplegarse sin encontrar contestaciones severas, ya sea por miedo generalizado o por aquiescencia interesada.
Así es, el criterio apuntado, al que poco le importa la participación (no ya solo electoral, sino sobre todo la ciudadana, aquella que paradójicamente tanto rechazo provocaba en Dahrendof) y sí mucho la eficiencia y utilidad de las instituciones, cuenta con una vecindad sospechosa con cierta legitimación 'técnica' de la dictadura: si ésta satisface a la generalidad o al ciudadano medio, si no provoca divisiones y desacuerdos palpables, si bajo su imperio el hombre común, aquel no significado políticamente y afanado en su trabajo, su familia y sus amistades, disfruta de 'una extraordinaria placidez', entonces tanto da un gobierno democrático que otro dictatorial. No es de extrañar que muchos de los que así piensan, en cuanto la democracia hace de las suyas, no tengan inconveniente en colocarse del lado del despotismo, como sucedió aquí en el treinta y seis o en el Chile de Pinochet. Puestos ante la disyuntiva de elegir entre derechos de la persona o derechos patrimoniales, prefieren en última instancia aniquilar personas a estatalizar recursos económicos. Y esto, que queda muy claro apenas te acercas a la historia política reciente, no parece serlo tanto como la evidencia de que el comunismo o el socialismo real fue en muchos sentidos tan desastroso como criminal. Si lo estuviese, igualmente claro sería que la opción política más noble y la que menos tiene manchadas las manos de sangre no es desde luego el liberalismo capitalista.