domingo, 13 de enero de 2008

La tortura y los registros de la convicción

Con suma desazón, he leído en estos días varios artículos de periodistas conservadores sobre los incidentes ocurridos con el presunto etarra Igor Portu. En algún caso, sólo podían apreciarse vísceras costumbristas regodeándose en la violencia y elevando a prerrogativa de la guardia civil la tortura de los sospechosos de terrorismo. Otros ejemplos, particularmente decepcionantes, invitaban a realizar un referéndum sobre la potestad policíaca de agredir a los etarras. Este razonamiento lo hacían precisamente aquellos que se cuidan de proponer consultas directas -o que bien las califican con premura de populismo irresponsable- en asuntos como el modelo territorial o el modelo de reparto de la riqueza. Que no hagan extensible el expediente de la democracia directa a estos otros asuntos, ya da una idea de la noción sesgada y a beneficio de inventario que sostienen de la democracia. Por último, había quien justificaba las lesiones como costes imprevistos pero necesariamente asumibles del mantenimiento de la seguridad ciudadana y el orden público. Todos ellos, en resumen, defendían la impunidad de los agentes de la guardia civil.
Como suele ocurrir en otros asuntos, en este en particular se confunden dos planos completamente diferenciados de la acción social. Si observamos lo sucedido desde una perspectiva meramente privada, es comprensible la empatía hacia unos guardias que vengaban de esa forma el reciente asesinato de dos de sus colegas, siempre y cuando tales guardias sean considerados meras personas privadas. Personalmente, si situamos la cuestión en un plano moral estrictamente individual, no me permitiría condenar sin más estas agresiones puntuales. De hecho, si alguien asesinase a un ser querido, y me fuese dado el placer de poder vengarme personalmente, lo haría con casi toda probabilidad.
En cambio, todo se transforma si nos elevamos al plano de la generalidad en el que forzosamente se desenvuelven las normas jurídicas. Defender aquí la facultad de torturar significa abrir la puerta a la arbitrariedad, la inseguridad y la violencia, justo aquellos peligros que el derecho quisiera conjurar. Por eso hay tanta impremeditación en quienes sacan la cara por los policías torturadores sin discriminar los planos de la comprensión moral y de la censura jurídica, sin diferenciar los niveles de lo privado y lo público. Proyectadas a la lógica de las leyes, sus propuestas significan sencillamente una invitación a consagrar en el derecho la potestad para torturar cuando así lo recomiende una sospecha personal. Pero esta patente de corso es la negación misma del derecho y de la igualdad ante la ley. Lo que a mi entender corresponde entonces no es salir en defensa de los funcionarios policiales, como ha hecho Pérez Rubalcaba, sino instar una investigación concienzuda que permita concluir si hubo, o no, lesiones gratuitas.
Está bien tomarse la justicia por la propia mano, pero ateniéndose luego a la justicia de las leyes y el Estado. Si no es así, no puede justificarse de ningún modo el derecho, que pasaría a ser defensa legal para unos y desprotección total para otros. Y lo que es peor: situado el discurso en el mero uso de la fuerza, a expensas de la justicia legal, tampoco quedarían argumentos para combatir a quienes sólo saben manifestar sus reivindicaciones a través de la violencia. Es revelador que quienes, en apariencia, se presentan como los mayores y más firmes luchadores contra el terrorismo sean los primeros que presentan sus convicciones en el mismo registro que los terroristas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya echaba en falta tus agudísimos y profundos análisis de la realidad. Algunos solamente aspiramos a hacer análisis superficiales de lo que encontramos en los medios. Lo tuyo va más allá. discursos así son muy necesarios. Desgraciadamente el discurso reaccionario español es mucho menos sutil y no ha asumido todavía principios básicos de la democracia y del diálogo y nunca ha estado para demasiadas delicadezas sino para imponer su obstuso criterio.