Precisamente el hecho de que Haneke rodase el mismo film, escena por escena, con actores norteamericanos, sólo varios años después del estreno del original (¿francés o austriaco?), me hizo pensar que quizá me estaba perdiendo una joya apartada injustamente de la circulación por las distribuidoras convencionales. Recordé el caso de la excelente Ciudad de Dios, que primeramente pasó casi desapercibida para volver a estrenarse tras los galardones recibidos en los Oscar de 2003.
No era este el caso, desde luego. Película pretenciosa y unidimensional, Funny Games se plantea el reto de mostrar el mal absoluto a través de la arbitraria crueldad de dos niñatos aristócratas de rostro aparentemente angelical. Dejando de lado la coherencia argumental (qué importa eso para un posmoderno, ¿verdad?), Haneke nos narra una historia repugnante y previsible, cuya finalidad última termina haciendo de la película una réplica en negativo de aquello que pretende contrarrestar o abolir.
Me explico: Funny Games habla desde un comienzo al espectador primario, irreflexivo y sentimental que todos llevamos dentro, justo aquel que toman como interlocutor único las pelis prefabricadas y elementales de la factoría hollywoodiense. Pretende conmoverlo, sacarlo a la luz y confrontarlo con su negación. Si en una ‘americanada’ (perdón) tenemos desde el inicio la seguridad de que los buenos terminarán venciendo, de que el bien es inexorable y acabará imponiéndose, en este bodrio tenemos desde el comienzo la certeza de que el mal es inevitable y primará sobre cualquier sentimentalismo. Mientras Van Dame aniquilará a los villanos, los asesinos gratuitos de Funny Games despedazarán fatalmente a sus inocentes víctimas.
La estructura bipolar criticada, aquella que opone a buenos y malos, se invierte, pero permanece, después de todo, intacta. La salida de la caverna, la superación de nuestros reflejos culturales rudimentarios, tan alimentados por la industria cultural, son aquí pretendidos con la altivez propia del esnobismo, que desea situarse en una órbita ajena por completo a la de los bajos instintos, las reacciones inmediatas y el deseo infantil de que ganen los buenos. El resultado, como puede imaginarse, no es sino, por un lado, la autosatisfacción del intelectual por sentirse ‘diferente’, superior y de más exquisita y estilizada sensibilidad, y por otro, la confirmación de los esquemas simplistas y unívocos de la sensibilidad tosca del populacho, justo aquello que, solo en apariencia, se pretendía socavar.
Si alguien quiere adentrarse en el mal absoluto, con todas sus contrariedades, le recomiendo mejor al siniestro Brando de Apocalyspe Now. Si alguien desea contemplar la irreversibilidad de lo malo y lo injusto, que vea la perturbadora Tropa de Élite, sobre cuya pista me puso, y aquí lo agradezco, el amigo Crates de Tebas.