viernes, 19 de septiembre de 2008

Funny Games, de Michael Haneke

Nació este blog con la intención de hacer crítica cultural en todas las esferas, mas la evidente inclinación de su autor le ha hecho tomar con excesiva frecuencia los derroteros de la política, descuidando notablemente los contenidos más estrictamente culturales. Para compensar, siquiera mínimamente, este desequilibrio, querría transmitiros mi impresión del remake de Funny Games.

Precisamente el hecho de que Haneke rodase el mismo film, escena por escena, con actores norteamericanos, sólo varios años después del estreno del original (¿francés o austriaco?), me hizo pensar que quizá me estaba perdiendo una joya apartada injustamente de la circulación por las distribuidoras convencionales. Recordé el caso de la excelente Ciudad de Dios, que primeramente pasó casi desapercibida para volver a estrenarse tras los galardones recibidos en los Oscar de 2003.

No era este el caso, desde luego. Película pretenciosa y unidimensional, Funny Games se plantea el reto de mostrar el mal absoluto a través de la arbitraria crueldad de dos niñatos aristócratas de rostro aparentemente angelical. Dejando de lado la coherencia argumental (qué importa eso para un posmoderno, ¿verdad?), Haneke nos narra una historia repugnante y previsible, cuya finalidad última termina haciendo de la película una réplica en negativo de aquello que pretende contrarrestar o abolir.

Me explico: Funny Games habla desde un comienzo al espectador primario, irreflexivo y sentimental que todos llevamos dentro, justo aquel que toman como interlocutor único las pelis prefabricadas y elementales de la factoría hollywoodiense. Pretende conmoverlo, sacarlo a la luz y confrontarlo con su negación. Si en una ‘americanada’ (perdón) tenemos desde el inicio la seguridad de que los buenos terminarán venciendo, de que el bien es inexorable y acabará imponiéndose, en este bodrio tenemos desde el comienzo la certeza de que el mal es inevitable y primará sobre cualquier sentimentalismo. Mientras Van Dame aniquilará a los villanos, los asesinos gratuitos de Funny Games despedazarán fatalmente a sus inocentes víctimas.

La estructura bipolar criticada, aquella que opone a buenos y malos, se invierte, pero permanece, después de todo, intacta. La salida de la caverna, la superación de nuestros reflejos culturales rudimentarios, tan alimentados por la industria cultural, son aquí pretendidos con la altivez propia del esnobismo, que desea situarse en una órbita ajena por completo a la de los bajos instintos, las reacciones inmediatas y el deseo infantil de que ganen los buenos. El resultado, como puede imaginarse, no es sino, por un lado, la autosatisfacción del intelectual por sentirse ‘diferente’, superior y de más exquisita y estilizada sensibilidad, y por otro, la confirmación de los esquemas simplistas y unívocos de la sensibilidad tosca del populacho, justo aquello que, solo en apariencia, se pretendía socavar.

Si alguien quiere adentrarse en el mal absoluto, con todas sus contrariedades, le recomiendo mejor al siniestro Brando de Apocalyspe Now. Si alguien desea contemplar la irreversibilidad de lo malo y lo injusto, que vea la perturbadora Tropa de Élite, sobre cuya pista me puso, y aquí lo agradezco, el amigo Crates de Tebas.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

El activismo conservador

Bien patente es que la estrategia de la derecha pasa hoy día por fabricar clichés, construir oposiciones simples, acuñar dogmas fácilmente comprensibles. Da exactamente igual que no resistan el menor análisis crítico, pues han aprendido bien que en la esfera mediática no puede sobrevivir el razonamiento complejo; es, más bien, el ecosistema del simplismo y la bipolaridad.


En relación a la crisis económica que estamos atravesando, la consigna propagada por doquier intenta transmitir la inactividad del gobierno, su debilidad y pasividad frente a la urgencia de los hechos. De los comentarios y artículos de sus principales representantes, entre los cuales, a quien más frecuento, es al conservador sobrevenido Ignacio Camacho, se deduce que desean una acción gubernamental enérgica y resuelta para hacer frente a los vaivenes de la especulación financiera.


Es de veras paradójico contemplar a todos los liberales al unísono reclamar la irrupción de la autoridad política en la esfera económica. Basta, en cambio, con acudir al contenido de las propuestas que habría de promover esa política directiva que anhelan para que, de un plumazo, se desvanezca la paradoja. Invocan al Estado para que continúe autosacrificándose, apelan a la obligatoriedad de las normas jurídicas para que el derecho siga retirándose de las relaciones de producción.


Vuelven, en fin, a mostrar, más que agudeza política, su perfecta aclimatación al medio socio-político actual, que le es por completo favorable. Por un lado, eclipsan cualquier mención a las causas de la problemática económica, lo cual requeriría poner en entredicho las reglas del capitalismo especulativo, irresponsable y depredador que ellos mismos fomentaron sin cesar. Por otro, desgastan al gobierno haciéndole aparecer, muchas veces con razón, ajeno a -y hasta culpable de- la nefasta situación. Y por último, transmiten a la opinión pública una gran mentira: que el Estado puede corregir a voluntad el desastre económico, escondiendo así las restricciones sustantivas de la soberanía estatal en el ámbito económico.

martes, 16 de septiembre de 2008

¿Desaparecerá Público?

Hace unos días, para hacer algo más entretenido el trayecto en AVE hasta Madrid, compré el diario Público, al que vengo accediendo últimamente por vía electrónica. Me encontré con un periódico algo desfasado, vistas las lagunas que dejaba en temas candentes tratados con puntualidad por El País o ABC. Hallé, sobre todo, un diario desprovisto de publicidad, vacío de financiación, exceptuando algunas pequeñas ilustraciones de BMW y Telefónica. Tan desolador era el panorama, que los únicos anuncios a toda página publicitaban el propio diario, sus últimas promociones o su carácter urbano e independiente.


Ya me había llamado la atención que las cartas con respuesta de Rafael Reig, probablemente el comentarista y escritor más leído de Público, se quedasen sin colgar en la web del periódico durante varios días, obligando en cierto modo a adquirirlo en papel para poder leerle. La decisión de sustraer al internauta contenidos atractivos no me parecía, desde luego, muy estratégica, pues pone también en riesgo la publicidad, más o menos igual de menguada, con que cuentan en la red. De cualquier manera, lo interpreté como un indicio de cierta desesperación, y temo estar en lo cierto.


Amigos y compañeros excesivamente monocolores se muestran indignados por su inclinación socialista. Ha calado en ellos el reduccionismo difundido por la derecha, que convierte el rotativo de Jaume Roures en un órgano de propaganda zapaterista. No deja de ser cierto, en efecto, que desde la campaña electoral hasta el día de hoy su actitud más visible, comenzando por las opiniones del insulso director, se ha caracterizado por la persecución simplista del conservadurismo, la condescendencia excesiva con el gobierno y la superficialidad en política internacional. Bien harían si tomasen nota de las razones que hacen de Reig la firma más leída, en lugar de escamotearle sus párrafos al lector. Sin embargo, llevar esta crítica hasta una posición extrema, en una muestra de repulsión hacia cualquier tendencia política que no sea la propia, conduce a despreciar el hecho de que en Público encuentran espacio desde Belén Gopegui a Pascual Serrano, de Amador Fdez. Savater a Rafael Escudero, de Fernández Liria a Santiago Alba.

Si no tomamos nota de esto, volveremos a la aciaga tradición suicida de la izquierda, siempre generosa cuando se trata de desangrarse. Mientras leía con desazón las páginas del único diario progresista en España, escuchaba interrumpidamente a algunos ejecutivos comentar a mi lado: ‘Yo estos años invertí casi todo en bolsa, aunque adquirí algunas parcelas’, ‘si necesita setenta mil, confírmale que mañana podrá disponer de ellos’… Frente a ellos yacían abiertos El Mundo y Marca.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Democracia y capitalismo (II)

(Ya ven, dice uno mañana y regresa a las tres semanas. De comentarios y sugerencias a mi anterior apunte ha venido un estado, que podríamos llamar de 'crisis', en relación a este humilde portal. La deferencia hacia el lector exige, en efecto, la brevedad como divisa principal. Y a eso me voy a obligar)

Soberanía nacional y soberanía popular. La democracia, en su aspecto institucional, necesita ineludiblemente una base social que actúe como poder decisorio de carácter originario. En casos como el de Bolivia, parece que existe tal diferenciación interna que bien podría justificarse la creación de otra unidad política territorial de carácter democrático, si no fuese por el hecho de que el factor aglutinante de esas comunidades diferenciadas es estrictamente económico, no político. La pulsión secesionista se torna entonces en otra faceta más de la aporía de la democracia capitalista, a saber: quien detenta el poder social consiente la decisión amparada en el sufragio en tanto que no dañe sus privilegios adquiridos, pues, en caso contrario, la presunta democracia deviene dictadura. Como es bien sabido, que este síntoma se encuentre allí localizado en departamentos concretos no obedece sino al emplazamiento concentrado de los recursos naturales a explotar. Por tanto, no puede ni empezar a invocarse la soberanía popular de determinadas comunidades, enfretándola a la soberanía nacional boliviana, porque tal principio pertenece a la esfera de la política, no de la economía.

Esferas política y económica. Dice Jürgen Habermas con razón que el conservadurismo bloquea eficazmente el discurso transformador oponiéndole la complejidad social. Nada es modificable por entero, porque las cosas sociales tienen su propia inercia, a veces casi inamovible. En concreto, el conservadurismo apela a la complejidad como un modo de afirmar la inviabilidad de transformar la economía mediante decisiones políticas, porque ambas esferas cuentan con sus propias e intransferibles reglas. Esconden, en consecuencia, la determinación brutal del campo político por parte de las decisiones económicas. Convirtiendo la complejidad en dogma elemental,y promoviendo, más que el quietismo, la actividad desaforada y socavadora de quienes dominan, esconden lo que habría de ser la conclusión de su réplica a la izquierda: que como las cosas sociales son complejas, los planes de transformación deben ser meditados y complejos igualmente.

Y sobre todo quieren inmunizarse frente a la segunda consecuencia racional de su argumentación: del mismo modo que a veces no es realista, ni sensato, ni prudente modificar la economía desde la política, porque la inmanencia de aquélla es poderosa, tampoco otras es realista, ni sensato, ni prudente querer a toda costa un modelo económico frente a una inercia poderosa e incontenible de la política, cuya detención requiere el uso desmedido de la coacción y la violencia.

El liberalismo conservador, en cambio, ha elegido siempre para casos como éste esta última vía antipolítica, autoritaria, iliberal y contraria a los derechos individuales, mostrando con ello cuán poco se cree sus propios principios. Por eso, antes de que se adelanten, y aprovechando las circunstancias actuales, mal no vendría que se empleara de una vez contra los golpistas y los oligarcas rebeldes de Bolivia toda la coacción institucionalizada que legítimamente está a disposición del Estado.