sábado, 28 de febrero de 2009

Intelectuales y políticos progresistas

Seguramente por herencia familiar, hace ya bastantes años que soy lector asiduo de la prensa diaria. Quien a este blog se acerca, sabe que entre los diarios que recorro figuran, en primer lugar, Público, único que compro con cierta frecuencia, entre otras cosas por sus estupendas promociones cinematográficas, en segundo lugar, El País, al que tan sólo me acerco a través de la red, pero con una fidelidad casi diaria, y, en tercer lugar, ABC, único medio conservador que se me hace digerible y donde escribe quien en mi modesta opinión es el columnista con más estilo de la prensa española: Ignacio Camacho.

De todos estos medios, el que me procura más indignaciones es, fuera de toda duda, el centrista, arrogante y cínicamente parcial El País. Creo que, embozado de objetividad, rigor y profesionalidad, es el periódico más sectario y el defensor más acérrimo de sus estrictos intereses empresariales. Pero no es sólo su línea editorial y cultural la que me suscita rechazo; el tono medio y habitual de las afirmaciones de la legión de intelectuales-empleados que tiene a su cargo me produce en ocasiones verdadera náusea. Si me animo a escribir este post es porque ya van tres días seguidos en que encuentro vivos ejemplos de esto que os cuento:

El pasado 26 de febrero, escribía sus opiniones acerca del referendum boliviano el expresidente de aquella república Carlos Diego Mesa Gisbert. Entre sus aseveraciones, cabe destacar la siguiente, por su carácter ejemplificador del razonamiento conservador: el proceso de cambio ... ha recibido un espaldarazo cinco años después de haberse iniciado, pero con un alto coste de polarización, división y exacerbación del racismo, que puede ilustrarse en el total de 47 muertos producto de la confrontación Estado-sociedad en la gestión presidencial de Morales. Al parecer la división y el racismo vienen originados por el gobierno legítimo y no por las minorías privilegiadas e insurrectas. Al parecer también, en aquel país, el Estado está oprimiendo a la sociedad en su conjunto. En realidad, como demuestran las revueltas campesinas de los noventa, la fractura social y el racismo endémico, preceden a la victoria de Morales, que tiene su causa principal precisamente en la existencia de estos fenómenos. En realidad también eso que los conservadores llaman pomposamente sociedad hace referencia a la supuesta materia noble, gris y activa de ella, siendo lo sobrante perfectamente prescindible, o acaso aprovechable como fuerza de trabajo. Por otra parte, en el Estado no se refleja sino lo que acontece en el terreno social.

Ayer, 27 de febrero, las páginas del diario global daban cabida a las reflexiones de uno de sus más elegantes e ilustres colaboradores, el señor Antonio Elorza, que bien podría haber aprendido un poco más de quien fue su esposa, Marta Bizcarrondo. El tema a tratar, la victoria de Chávez. Las incorrecciones graves, abundantes (el último residuo dictatorial era el castrismo). El tono, muy similar al antes visto, pero extrayendo ya las inevitables consecuencias: la cuestión es entonces qué hacer desde planteamientos democráticos cuando la democracia es arruinada ... el ejercicio del derecho de resistencia recupera su necesidad. Aquí ya la intelectualidad socialliberal se hace cómplice del fascismo, fomentando la desobediencia frente a leyes legítimas. Su discurso se hace indistinguible del formulado por esa ignominiosa clase de pensadores que, amparándose en categorías iusnaturalistas, han suministrado en todo tiempo a las minorías privilegiadas la retórica legitimadora de su lucha violenta contra la política democrática transformadora.

Y hoy, el excelente escritor y defensor de los GAL Antonio Muñoz Molina, nos revelaba en una hermosa reseña de un libro de Eric Weitz sobre la Alemania de Weimar la razón de fondo de todo esto: en aquel régimen republicano lo moderno, lo cool, lo rompedor, era ser nazi o ser comunista ... y si la derecha conspiró desde el primer día para derribarlo, la izquierda comunista actuó con un sectarismo ciego y suicida. He aquí la equiparación simplista, la torpe igualación de nacionalsocialistas y de comunistas. Parece desconcer nuestro escritor burócrata que los socialdemócratas hicieron que la República naciese con la mácula de la sangre obrera, de ahí que fuesen llamados socialfacistas. Y tampoco, ni él ni la intelectualidad progresista, quieren saber, porque es doloroso, que ese sistema, tan alabado en la reseña, de igualdad social y reconocimiento universal de derechos proclamado en la Constitución de Weimar, acaso hubiese necesitado, no una transición pacífica, carente de divisiones y enfrentamientos, sino lisa y llanamente de un régimen autoritario que suprimiese privilegios y permitese recomenzar desde cero.
Para recordarnos estas ingratas y desagradables evidencias ya estaba, y sigue estando, Carl Schmitt.

lunes, 23 de febrero de 2009

Sobre el despido libre

El capitalismo continúa autodestruyéndose. La defensa del abaratamiento del despido como condición para superar la crisis socava, de nuevo, las únicas bases sobre las cuales puede sobrevivir el libre mercado. Para una apreciación superficial, el descenso de los costes de la regulación de empleo supone, a su vez, una mayor disposición a emplear y contratar, ya que se asumen con ello menos riesgos. La cuestión es que los riesgos solamente se soslayan con una conducta previsora y responsable, capaz de adoptar decisiones tomando en consideración el largo plazo, y no con medidas que garanticen y hasta blinden la más absoluta irresponsabilidad, es decir, que fomenten las situaciones y coyunturas arriesgadas.

La apología del despido libre adolece, en suma, de dos graves defectos. Uno primero, que engloba el discurso general de la economía política liberal, hace referencia a la anacrónica entremezcla de un sistema ya caduco con el actualmente vigente. Me explico: casi todos los políticos y economistas siguen exponiendo nuestro modelo productivo con herramientas conceptuales decimonónicas, cuando no dieciochescas. En efecto, durante el florecimiento del capitalismo tenía sentido creer que los mayores beneficios, la mayor holgura y las máximas facilidades cedidas a los empleadores, normalmente pequeños productores, se traducirían tarde o temprano en una reinversión de las ganancias en el tejido productivo. Ahora, que gran parte de la renta global procede de la especulación del capital, nada permite suponer que el aumento de los beneficios empresariales generará más riqueza y empleo, pues nada impide que el empresario de turno -quien ya pocas veces es un pequeño productor y primer trabajador de su negocio- invierta sus ganancias en bonos, acciones o demás productos financieros, caracterizados todos por no crear empleo ni riqueza general.

El segundo fallo al que aludía también concierne a la convicción de que el empleador, dejado en completa libertad, actuará siempre de modo racional, repercutiendo sus decisiones en beneficio de la generalidad. En cambio, lo que con este tipo de medidas se consigue es desencadenar un proceso justamente inverso: los empresarios interiorizan el hecho de que la renta por el trabajo es una contraprestación inmediata, no correspondiéndoles ninguna responsabilidad más allá de la estricta prestación laboral, pudiendo así prescindir de los servicios del trabajador más o menos cuando les plazca, o cuando las circunstancias sean algo más adversas. Con ello, el empresario cree propia una mayor proporción de renta de la que, en realidad, le corresponde. No tiene que prever gastos, ni ahorrar, ni evitar decisiones especulativas o arriesgadas, con el fin de poder disponer, en tiempos difíciles, de líquido para remunerar el salario. El resultado final es que se crean unas condiciones de producción en las que el factor trabajo queda claramente infravalorado. Pero con ello, a su vez, se está ahogando la capacidad de consumo y la demanda, con lo que el productor queda finalmente afectado, al menos en la medida en que sus ingresos no procedan del capital.

Soluciones como la famosa flexiseguridad, recientemente preconizada por el gobernador del Banco de España, pueden resultar eficaces, siempre y cuando no se desconozca el correlativo requisito para garantizar cuantiosas y prolongadas prestaciones por desempleo: el incremento de la presión fiscal sobre las mayores rentas, pues carecería de sentido aplicarlo sobre las rentas más bajas, que son las que previsiblemente se acogerían a este nuevo régimen de subsidios. 

En definitiva, el empleo estable, con despidos caros -más caros que los actuales-, no tiene como finalidad la parálisis de la producción y el intercambio sino, antes bien, su preservación y estabilidad. Con ellos se intenta que el empresario asuma, e incorpore a su priorización de gastos e inclinaciones de consumo, el hecho de que tiene a su cargo un determinado personal. Esto es, que sus beneficios ha de tratarlos, no con la visión cortoplacista imperante, sino con previsiones a medio y largo plazo. Es decir, el despido caro es un elemento consustancial a las reglas del juego de un capitalismo posible, mientras que el despido libre se inscribe ya en la órbita de principios -especulación, cortoplacismo, irresponsabilidad- que terminan haciendo del capitalismo un sistema insostenible.

Y mientras, como comprobación empírica de lo que afirmo, amigos economistas me cuentan que pequeños constructores que hace un par de años adquirían coches por 300.000€ (¿cuántos sueldos salen de ahí?) se apresuran hoy a despedir a sus empleados, o que otros empresarios, desprovistos de estrecheces, aprovechan las circunstancias para prescindir de los servicios de sus asalariados, pues ningún juez se atreverá a declarar improcedente un despido justificado en la coyuntura desfavorable del mercado.

domingo, 15 de febrero de 2009

La inversión del mito

Gran cantidad de convicciones firmes y extendidas, sobre las cuales llegan incluso a edificarse acuerdos vitales y hasta la misma convivencia, hunden sus raíces en mitos poco menos que impuestos a sangre y fuego. Con ello vuelve a comprobarse la ambivalencia de las instituciones culturales: por un lado, según demuestra la historia, son caducas y contingentes, pero por otro, arraigan con profundidad, con una hondura directamente proporcional al poder invertido en fundarlas y mantenerlas.


Uno de esos mitos profundos, que bloquea la acción política actual so pena de nuevas reacciones autoritarias -recuerdo, en este sentido, los titulares de El Mundo sobre militares cabreados durante el debate del Estatut-, es el que representa el período de la II República como un momento de caos y desorden que abocó, casi inexorablemente, al golpe de Estado que vino, al fin y al cabo, a poner orden, algo, en última instancia, sólo factible desde el poder militar.


Pues bien, en estos últimos días de trabajo en archivo, no he cesado de comprobar hasta qué punto el pretexto empleado por los golpistas para justificar su acción criminal --a saber, que actuaban para salvar a España del comunismo soviético-- estaba alejado de la realidad. He consultado cientos de expedientes de perseguidos y represaliados por razones políticas durante el franquismo y casi todos responden a un patrón común: sindicalistas, militantes de centroizquierda o simples simpatizantes de formaciones izquierdistas, la mayoría de ellos de una juventud rayana en la adolescencia, que, tras el golpe de julio, y, sobre todo, tras la entrada en la guerra de la Unión Soviética, se afilian al Partido Comunista. Como decía Julio Aróstegui, 'la contrarrevolución provocó la revolución'; la insurrección militar y las posteriores masacres no tuvieron como objetivo siquiera principal a comunistas y anarquistas violentos, sino a multitud de personas con inclinaciones políticas izquierdistas y democráticas, las cuales, como reacción defensiva, se alistaron a las filas del comunismo portando, más que convicciones marxistas, una honda repugnancia ante la violencia del poder, repugnancia que define el antifascismo.

Para derruir los mitos, creados con frecuencia por ese mismo poder, de poco suelen servir los datos, por tozudos y claros que sean. Más influencia tiene la propaganda que difunde la supuesta necesidad providencial del golpe que unos cuantos asertos debidamente trabados y documentados. Pero ya que nos colocamos en el terreno mitológico, también ahí se puede apreciar la inconsistencia del argumento (neo)franquista.

No ya desde 1936, sino desde la misma Restauración, España vive sumida en un desorden que con frecuencia se lleva por delante vidas humanas. La lucha política no se desenvuelve en su mayor parte por los procedimientos oficiales, sobre todo porque tales procedimientos se alzan sobre bases e instituciones supuestamente naturales e inalterables, con la consiguiente exclusión radical de aquellos cuya identidad política se enfrentaba a dichos postulados (familia patriarcal, propiedad privada, trabajo subordinado y unidad nacional). Al ser reducto de unos cuantos, la política oligárquica necesitaba para materializarse, para suplir su falta de legitimidad, emplear notables dosis de autoritarismo y hasta terrorismo.

Pues bien, visto que dicho modo de constituirse la política producía la trágica inestabilidad que se agudizó en 1936, y visto igualmente que lo que a la afirmación franquista parece importar es el mantenimiento del orden y la paz incluso a través de la violencia, ¿no es asimismo lógico considerar legítima, y por tanto beneficiosa, una revolución obrera y comunista que hubiese aniquilado al enemigo aristócrata y oligarca con el fin de conseguir la paz que éste, con sus medidas a beneficio de inventario, continuamente destruía? Si lo decisivo es mantener el orden aun mediante el mayor de los desórdenes, que es una revolución sangrienta, ¿no están entonces los conservadores justificando a su más temible oponente, el comunismo? ¿No contiene el mito conservador a su contrario, el relato comunista?

jueves, 5 de febrero de 2009

Guantánamo y nuestra vicepresidenta

Viendo ayer un telediario de última hora, hubo dos noticias que llamaron mi atención. La primera de ellas hacía referencia a un acuerdo adoptado por el parlamento europeo que mostraba la confirmidad a Obama para colaborar con el desmantelamiento de Guantánamo. Me dejó un poco perplejo el titular, que afirmaba que Europa ayudará a los Estados Unidos 'siempre y cuando lo pida el nuevo presidente personalmente'. Pero lo que me escandalizó del todo fue el acuerdo que se prestaba a tomar la cámara europea: se trataba, según dijeron, de reubicar en centros penitenciarios europeos a los presos sobre los 'que no hubiese recaído acusación alguna o a aquellos cuya vida corre peligro caso de regresar a sus países respectivos'. Pero señores, si Guantánamo es un engendro es precisamente porque tiene recluidas a personas sin que medie la menor acusación ni mucho menos sentencia judicial. No hay que reinstalar a esos reclusos, sino sencillamente liberarlos. Pero estamos tan domesticados, que hasta afirman abiertamente sus propósitos, como si no hubiese atisbo de barbarie en ello.

La segunda, cómo no, fue la imagen de nuestra vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega rindiendo pleitesía a los altos jerarcas de la Iglesia. Qué vergüenza. ¿Era necesario? Lo primero que ha perdido la socialdemocracia rampante y reinante es toda noción de la política: no se trata, en efecto, de quemar iglesias y conventos, sino de negociar con una institución adversa a todo ideario mínimamente progresista, sabiendo que se le suelta una pasta gansa cada año. Muy bien, yo no toco vuestros fondos, pero, a cambio, ud da un escarmiento a tal emisora de radio, o algo así. Qué barato se venden y nos venden estos socialistas. Qué diferencia con Angela Merkel, líder democristiana, que salía -¿a conciencia?- en la noticia subsiguiente poniendo firme a Raztinger por fichar a un nazi para su cohorte. ¿Es que sólo desde el conservadurismo se puede hablar claro cuando cumpla?

miércoles, 4 de febrero de 2009

Homo Ludens

Hay un lugar común, algo arrogante y presuntuoso, a tenor del cual la lucidez es fuente de tristeza, mientras que una cierta inconsciencia, una ignorancia medida para las cuestiones existenciales e intelectuales, serían motivo de sana placidez. Recuerdo aún que lo único que me llamó la atención de Ética para Amador, ese manual soporífero y desmovilizador del ínclito Savater, fue el intento de refutación de que la inteligencia sea causa de permanente desazón, la defensa de la inteligencia como placer.

En su continuo despertar al mundo, mi hijo me corrobora esta opinión. Ya empieza a identificarnos y a identificarse, ha comenzado a comprender aquello que le rodea, cada vez entiende más cosas y responde animado a mayor número de estímulos. Y siempre lo hace con jovialidad, con un entusiasmo contagioso. Conocer le hace reír.

Si ha llegado a arraigar la preferencia por una inteligencia atrofiada, quizá sea porque se ha invertido mucho esfuerzo en demostrar que sus pulsiones terminan provocando frustración y represión. Pero cultivando esa creencia no nos acercamos a una naturaleza inmaculada y prístina del hombre, desprovista de complicaciones artificiales e impuras. Antes bien, lo genuino del hombre es precisamente disfrutar ejerciéndola, basar su vitalidad en la razón y el conocimiento.

lunes, 2 de febrero de 2009

Autoridad y control

La escasez de tiempo bloquea el ejercicio de la ciudadanía. El trabajo, la insoslayable necesidad de dedicar a él la mayor parte del día para encontrar acomodo y estabilidad, impide no ya el compromiso activo con los movimientos sociales, sino la mera lectura sosegada de prensa escrita que te permita estar un poco al tanto de la actualidad que te circunda. Vivo envuelto en titulares, sin tiempo para descender a los detalles y crearme una opinión sólida sobre los acontecimientos que, según dicta la oligarquía mediática, conforman nuestro efímero presente.


La cuestión es que no me he enterado de nada acerca del enjambre de espías en Madrid y en el PP, salvo que existe y afecta a altos cargos conservadores. Cuál fue mi sorpresa cuando, el pasado sábado, contemplé de pasada cómo un programa de Telecinco de estos con gran audiencia sacrificaba con cierta crueldad a Mariano Rajoy como lider democristiano. Los sucesores, al parecer cantados: Rato o Gallardón. Lo que más me sorprendió es que todo esta historia por entregas, que debiera haberse saldado con un (mayor) descrédito de Esperanza Aguirre, parece que va a terminar costando la cabeza del anciano Rajoy.


A mí en cambio la existencia de la red de espionaje me ha resultado reveladora en otro sentido: por la inclinación acentuada de quienes se llaman conservadores a controlar las relaciones políticas y sociales. Algo de eso dejaban vislumbrar ya los seguimientos -casi totalitarios- a que la Comunidad había sometido a ciertos líderes sindicalistas como medio rastrero para desprestigiar las movilizaciones contra la política privatizadora. Pero ahora emerge con toda claridad: no son sino aquellos que recurren a la espontaneidad social contra la regulación quienes al parecer se dedicar a vigilar y controlar todo conato de espontaneidad, incluso procedente de sus correligionarios.


Ya José María Ridao puso de manifiesto que el neoconservadurismo termina cayendo en su propia trampa, víctima de la paranoia de la seguridad: baja en un comienzo los impuestos, dejando sin financiación servicios básicos, pero termina endeudado hasta las cejas por la inversión masiva en policía y armamentos que realiza para saciar su afán controlador y que ya, debido al formidable empobrecimiento producido, no hay manera de sufragar. Se delata de ese modo, pues con sus decisiones demuestra saber bien que la desregulación económica conduce a la conflictividad y ésta a la represión.


Pero puede que exista una suerte de equilibrio inmanente -por emplear de nuevo, como ayer, la jerga conservadora- que hace que uno de los polos en juego reaccione de modo exacerbado cuando todos los esfuerzos y energías se incliman del polo opuesto. Al descontrol económico le correspondería así irremediablemente un ejercicio desmesurado del control en los terrenos social y político.


Algo de ello puede verse también en relación a la autoridad, cuya práctica desaparición va acompañada de su nostalgia. Si alguien vio el pasado lunes la entrevista ciudadana a Zapatero comprobaría que muchos invitados anhelaban una autoridad rotunda, intervencionista, que resuelva a golpe de decreto y decisión problemas particulares acuciantes. Por supuesto que eso demuestra hasta qué punto las tendencias propias de súbditos siguen adheridas a nuestras costumbres políticas. Dos siglos de autoritarismo nacional-católico no pasan en balde. Pero también se patentiza con ello la sed que existe de política, de una política que sea capaz de gobernar el caos económico.

domingo, 1 de febrero de 2009

El lenguaje conservador

Estos últimos días estuve en Alcalá de Henares visitando un archivo y consultando en él fondos históricos sobre historia criminal. Dos cosas reclamaron especialmente mi atención.

La primera se refiere a los primeros años del franquismo: comprobé, a través de los cientos de fichas policiales realizadas en la década de los cuarenta que tuve oportunidad de mirar, que una abrumadora mayoría de los detenidos, vigilados y condenados por pertenecer al partido comunista se habían afiliado a él después del 18 de julio de 1936. Antes de la sublevación habían sido simples simpatizantes de las ideas de izquierda, o meros republicanos burgueses. Conclusión: la insurrección, que pretextó miserablemente la necesidad de extirpar el 'enemigo rojo', fue la principal causa del crecimiento exponencial del comunismo entre nosotros, el cual, en las elecciones del Frente Popular, ganó poco más de 10 diputados.

La segunda nos retrotrae a los años de la Restauración. Estuve ojeando el proceso incoado contra Francisco Ferrer y otros anarquistas por regicidio frustrado en 1906. Sí, en efecto, me refiero a aquel famoso ramo de flores explosivo que lanzaron a la comitiva real en la misma calle Mayor el día de la boda de Alfonso XIII. No sólo me resultó reveladora la imagen prototípica del anarquista, que más que un obrero de arrabal, solía tener la indumentaria de un dandy, coincidiendo policías y testigos en la 'elegancia' de quienes arrojaron el ramo humeante. También las cifras de muertos y heridos por el atentado llamaron mi atención: quince muertos y setenta y cinco heridos. Pero si este extremo me parece destacable es porque, presión mediática y cultural conservadora mediante, hoy predomina una imagen de nuestro siglo XX que atribuye casi en exclusiva al 'experimento' de la II República la socavación de las bases de la convivencia, ocultando ideológicamente y de modo ruin la profunda fractura social que escindía la sociedad española desde hacía bastantes décadas.

Si os comento esto es porque cada vez estoy más convencido del carácter mendaz de la famosa 'división social' que esgrimen los conservadores y centristas de El País frente a cualquier propuesta transformadora. En esta semana que se cierra ha habido manifestaciones de los enseñantes de primaria en la Comunidad de Madrid contra la privatización. También ha habido una huelga general multitudinaria en Francia y está habiendo numerosas movilizaciones a lo largo y ancho de España contra los efectos devastadores de la crisis. Ni un solo medio ha afirmado que el capitalismo genera división social. Sí comentan al unísono, en cambio, que Bolivia sigue dividida pese a la amplia victoria de Evo Morales.

Son, por tanto, más que reticentes, sordos ante la posibilidad de que ese orden natural que tanto invocan, y que consideran inalterable por los artificios de la política, sea, en esta fase histórica, el orden socio-político del bienestar, la igualdad social y la participación política, creando fracturas y división todo lo que lo contradice y confronta. Si no, pregúntense qué parece más natural y coherente con nuestro estadio espiritual, si financiar y garantizar de una vez como merecen los servicios públicos básicos -sanidad, enseñanza, justicia, infraestructuras-, o bien articular esas alambicadas medidas que ponen en manos privadas la gestión de todas las prestaciones, como hace la señora Esperanza Aguirre. A mí no me cabe la menor duda de que el lenguaje conservador es aplicable al conservadurismo mismo: son ellos los que están constantemente diseñando artificios que violentan el orden natural de las cosas.