sábado, 3 de julio de 2010

El problema "jurídico" del aborto

Para Martín Serrano
El asunto del aborto, que lleva en primera plana desde hace más de un año, puede afrontarse desde muy variadas perspectivas. Las cuestiones y dilemas que suscita han de inscribirse en su faceta biológica, religiosa, ética y jurídica. El problema es que, con frecuencia, estos planos, a veces inconmensurables entre sí, aparecen entremezclados interesadamente. En este sentido, no otra cosa hace sino confundir el consueto enfoque conservador, reverdecido en estos meses de reforma legislativa, cuando da a entender que una ley de plazos equivale a promover matanzas de niños, o dicho con más rigor, a vulnerar sistemáticamente el derecho a la vida.
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En efecto, el asunto de la interrupción voluntaria del embarazo cuenta con una dimensión biológica indiscutible. ¿A partir de qué momento puede hablarse de vida humana?, ¿puede sin más atribuirse humanidad a una multiplicidad de células en proceso de reproducción exponencial?; aunque durante las primeras semanas del embrión no quepa hablar estrictamente de vida humana, ¿no estamos de cualquier modo ante un proyecto de ésta, ante una expectativa probable que se frustra de manera irreversible con el aborto? Todo esto, desde luego, encierra gran interés, pero solo toca de soslayo la cuestión de su enmarque jurídico.
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Tampoco cae de lleno en él su aspecto religioso y moral, aunque muy bien puede esta faceta inspirar regulaciones jurídicas. Aquí el principio motor resulta meridianamente claro, pues si a dios pertenece en exclusiva la prerrogativa de dar la vida no puede considerarse sino pecaminosa la aprobación de una norma que permite interrumpir su proceso de creación. Entre este planteamiento y aquel otro que propugna la abstención o el rechazo de los preservativos no hay, como suele pretenderse, solución de continuidad, pues también en este segundo caso, donde la actitud regresiva y reaccionaria aparece indisimulada, se está previniendo el sabotaje de la propagación divina de la vida humana. Y no deja de haber reveladoras tensiones entre esta impostada defensa del derecho a la vida con el simultáneo consentimiento de guerras, invasiones y muertes que exhiben con cinismo muchos católicos conservadores. Ya sé que dentro del marco de reflexión católico caben, en virtud de un libre albedrío del que carece el feto, este tipo de pareceres simultáneos, pero para quien no se mueve en dicho marco continúan resultando chocantes.
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Mucho más concierne a la dimensión jurídica del aborto su aspecto ético, lo referido a la concurrencia del derecho a decidir de la madre con la expectativa de vida (digna) del concebido no nacido. En el fondo, la regulación jurídica no prohibicionista viene principalmente a cohonestar en lo posible ambas posiciones igual de legítimas. Querer involucrar también en ello al padre, como sugería hace poco un tertuliano conservador de una televisión local andaluza, podría resultar creíble si no fuese evidente, por desgracia, que en la abrumadora mayoría de los casos quien termina cuidando y, caso de ser así, cargando con el bebé y los niños es la mujer.
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Con estos elementos, podemos aproximarnos ya a los motivos inspiradores de la regulación jurídica del aborto. Si se parte de una posición religiosa intransigente, su correlato normativo habría de ser la prohibición absoluta, su criminalización y consiguiente castigo. Por eso llama la atención que quienes, en vía de hipótesis, se colocan en este ángulo no se hayan rebelado contra la legislación anterior, que no era en absoluto prohibicionista. Si, por el contrario, partimos de premisas éticas, habremos de compaginar el derecho de libertad de la mujer y el derecho a la vida del nasciturus. Hasta ahora, la fórmula era dar prioridad al segundo como regla y otorgar, como excepción condicionada, supremacía al primero. La legislación actual parece haber invertido la ponderación, haciendo prevalecer de modo absoluto e incondicionado durante un tiempo prefijado el derecho a decidir de la mujer. ¿Por qué ha sido así?
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La respuesta a esta pregunta es la que nos coloca ya ante la dimensión estrictamente jurídica del aborto. A lo último que ésta se asemeja es a la producción limpia e inmediada de realidad. Me explico: lo que las leyes regulan no es lo que habrá de producirse sin más en los hechos. El silogismo «si la nueva regulación permite el aborto libre durante un plazo determinado gran parte de mujeres lo practicaran» resulta en esencia incierto. Propio del pesimismo conservador, que concibe al hombre como tendente por naturaleza al pecado y la protervia sino existen constricciones y penitencias que lo contengan, este razonamiento oculta dos realidades: primero, el carácter trágico y doloroso de la decisión de interrumpir el embarazo, que ya hace de dique de contención frente a una supuesta extensión arbitraria, y después, y sobre todo, que dicha nueva regulación no ha hecho sino responder al estímulo de la realidad, en lugar de pretender fabricarla.
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Sigo explicándome. La regulación estatal de una práctica social no es sino un intento de racionalizarla objetivamente con la finalidad de transmitir seguridad. Al protocolizar, simplificar y prevenir las acciones de los sujetos y de los organismos públicos, la vida social se organiza según parámetros calculables y previsibles. Desde luego tal regulación puede y ha de responder a premisas éticas y antropológicas determinadas, pero también es claro que desde los tiempos de las normas generales y abstractas es esa, la racionalización en pro de la seguridad, una de las funciones principales que el derecho desempeña.
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¿Qué quiero decir con ello? Pues, por ejemplo, que la prohibición absoluta del aborto no conlleva su desaparición, sino su desplazamiento a la clandestinidad, como acontece con la droga. Los conservadores, que cuando reflexionan económicamente tienen estos postulados muy en cuenta, los olvidan curiosamente cuando se trata de imponer conductas morales o identidades nacionales por decreto. En definitiva, la práctica del aborto desde la anterior ley hasta ahora no había revelado sino un fraude generalizado: el de justificar el aborto, dictamen psicológico mediante, invocando el riesgo de padecimiento mental o anímico de la madre. En la realidad, el aborto ya era libre durante las doce primeras semanas, pero tenía que contar con una autorización pericial expedida casi siempre de manera fraudulenta. Esto dejaba un flanco sin cubrir, pues era posible, como de hecho ocurrió, que a algún juez cruzado del catolicismo le diese por exhumar historiales de abortistas para rectificar los dictámenes psicológicos y condenar a las investigadas, cuyo derecho fundamental a la intimidad era vulnerado del mismo modo que se atropellaba la seguridad jurídica en su noción más elemental.
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De eso, entonces, se trataba y se trata: de garantizar tales derechos alterando la legislación para descriminalizar una práctica ya arraigada en la realidad. Habría, pues, de ser ésta el objetivo de los ataques católicos y no una legislación que ni ampara el asesinato de niños ―como aviesa y torcidamente denuncian carteles y eslóganes de la derecha― ni promueve códigos morales excluyentes. Aunque pueda sorprender a algún lector, creo que su aprobación es un gran tanto a favor de una joven y concienzuda ministra que dista de ser lo peor que hay en el gabinete que sufrimos.