martes, 28 de septiembre de 2010

Huelga e historia

Mañana voy a la huelga. Muchos son los pretextos que he oído para justificar no secundarla. Como no tengo vocación sacerdotal ni partidaria, no soy quien para concienciar a nadie. Es, desde luego, coherente no ir cuando se está conforme con las medidas adoptadas. Mayor perplejidad me produce el escándalo que éstas suscitan combinado con la pasividad. Las excusas son variadas, aunque se resumen en tres: "Los sindicatos no se lo merecen, pues son unos vendidos", "las cosas no están para perder un día de sueldo", "total, si no va a servir para nada".

Todas convergen en un mismo defecto de partida: la ceguera ante la historia, la incapacidad para apreciar cuál es la dinámica íntima de la historia de los hombres, que no es otra que la dinámica de las luchas de poder.

Se desconoce así que los sindicalistas han podido ser todo lo indolentes que se quiera, pero que los sindicatos componen un instrumento formidable, y hoy por hoy único, para la defensa de los derechos sociales. El defecto de la apreciación sindical es, en efecto, no haberse opuesto netamente a un gobierno que lleva adoptando medidas regresivas desde hace ya varios años. Pero más vale tarde que nunca y, sobre todo, más vale un atisbo de articulación organizativa de la masa trabajadora que la yuxtaposición de miles de empleados precarios y endeudados individuales y desconectados.

Con los citados pretextos, se pasa igualmente por alto que lo que está en cuestión no es el presente perpetuo en que vivimos, donde sí que se siente la pérdida de unas cuantas decenas de euros, sino un futuro próximo donde es más que probable que la sangría salarial no se haya restañado si no se han tomado las precauciones necesarias. La huelga, en este sentido, es un acto preventivo, una advertencia proclamada ante los centros decisorios para que detengan su desmantelamiento del Estado social.

Y, por último, con tales giros argumentales se deja de saber que ninguna acción sindical, ningún acto de resistencia obrera a lo largo de la historia se saldó de forma inmediata con una rectificación absoluta por parte de gobernadores y patronos. Todos se tropezaron en primer lugar con el fracaso, con fracasos mucho más dolorosos, intensos y profundos que los que mañana pudieran vivirse caso de que no existan rectificaciones gubernamentales, pues eran fracasos a cambio de los cuales se pagaba con la vida y la libertad. Pero antes, claro, se sabía, entre otras cosas por influjo marxista, que se estaba en guerra, y que la pérdida de una batalla no implicaba ni la renuncia a una estrategia global ni la derrota final en la contienda.

Gracias a esta visión de la historia, gracias al poder material conquistado y exhibido a su través, podemos (o hemos podido) gozar de las libertades y privilegios que el Estado democrático y social ha garantizado. La historia, en efecto, es un proceso cumulativo que se construye con cada acto, y no oponer ni el más mínimo conato de resistencia frente a los desmanes cometidos supone sentar un terrible precedente que autoriza tácitamente a que estos continúen y hasta se agraven.

Si las luchas en su aspecto más evidente y tangible han cesado, si a los enfrentamientos directos ha sustituido la democracia y la deliberación, no ha sido porque la polémica entre intereses y posiciones enfrentadas haya dejado de existir, sino porque resulta viable y preferible continuar la guerra por medios pacíficos. Pero la guerra, en sí, no ha terminado, la polémica como el factor estructurante principal de una sociedad no igualitaria sigue perfectamente en pie. Y, efectivamente, resulta una necesidad apremiante el demostrar que toda la organización social continúa deteniéndose y, en su caso, se desplomaría, sin el concurso activo del elemento trabajador, mucho más indispensable para una vida buena que las operaciones especulativas de los señores engominados que, impunemente, nos han hundido en esta situación.

Reforma laboral y legislación racional

Para, por una vez, sustituir la lectura de la prensa por información directa y veraz, me imprimí ayer la ley 35/2010, "de medidas urgentes para la reforma laboral". Fueron variadas las impresiones, pero cabe resumirlas en tres: la ley resulta la plasmación legal del cinismo en que se ha instalado el actual gobierno y todos los que lo defienden; introduce además novedades de tal calado que creo que probablemente suponga la reforma más agresiva y destructora de la protección del trabajo y la relevancia pública sindical; y, en último lugar y sobre todo, expresa una vez más la profunda ineptitud de toda la pléyade de políticos y asesores que conforma nuestra dirigencia. Expliquémoslo.

El preámbulo afirma que la norma tiene como finalidad combatir el empleo temporal precario y la "dualidad" del mercado de trabajo, es decir, la disociación de éste en una élite de trabajadores fijos bien remunerados y con despidos muy bien indemnizados y un batallón de empleados en precario, que concatenan contratos basura y no gozan nunca de las condiciones suficientes para estabilizarse y promoverse en el puesto. Asimismo, el "objetivo esencial" de la reforma es reducir "el desempleo e incrementar la productividad de la economía española". Todo ello, por supuesto, sin merma alguna del "compromiso del Gobierno de mantener los derechos de los trabajadores".

La cuadratura del círculo, evidentemente, no llega a lograrse, poniéndose de este modo al descubierto la falsedad de la retórica con que el Gobierno pretende legitimar esta conculcación de los derechos laborales. En realidad, la única "penalidad" impuesta a los empleadores con el fin de reducir el número de contratos temporales es la de incrementar su indemnización a doce días por año; sin embargo, "razones de prudencia aconsejan implantar este incremento de una manera gradual", no habiendo entonces, en la práctica, medida coactiva alguna que impida la eternización de la temporalidad que se dice combatir. Todo queda en una limitación temporal de hasta cuatro años (¡uh, qué arrojo socialista!) para los contratos por obra y servicio y en la consueta presunción de que quien encadena un mismo contrato, para un mismo puesto y en una misma empresa es, de facto, y por lo tanto también de jure, indefinido. Una presunción ya vigente que en nada ha eliminado dicha dualidad.

Dejando de lado las típicas bonificaciones para quienes contraten a jóvenes, mujeres o desempleados, hasta ahí llegan las novedades favorables al trabajador. Todo lo demás son reformas adoptadas en sistemático detrimento suyo. Veamos las más escandalosas.

- Para poder extinguirse los contratos de trabajo mediante un "despido colectivo" bastará que el empleador alegue, como causa objetiva que lo justifica, "una situación económica negativa en casos tales como la existencia de pérdidas actuales o previstas". La "razonabilidad de la decisión extintiva" se vincula en todo caso a que permita "preservar o favorecer" la "posición competitiva" de la empresa "en el mercado". Con ello, la labor empresarial, que en buena tradición weberiana comprendía como virtud la ascesis y previsión indispensables para mantener en el tiempo una actividad productiva, se convierte ahora, con medidas como ésta, en una tarea cortoplacista que no requiere siquiera la provisión de fondos para momentos bajos, en el entendido subyacente de que la vida de una empresa, como la producción de un país, ha de describirse con una línea continua y eternamente ascendente.

- Justifican asimismo el despido colectivo los cambios tecnológicos, organizativos y mercantiles que obliguen a la empresa a extinguir relaciones laborales para "prevenir una evolución negativa de la empresa", consolidándose así el principio según el cual, para mantener su posición y su nivel de ganancias, la empresa a lo primero que puede meter la tijera es a las rentas del trabajo. De esta forma se legitiman unos recortes que, como en buena lógica de guerra preventiva, tendrían como objetivo colocar parches ante coyunturas desfavorables eventuales y futuras sobre las que no existe certidumbre alguna. El trabajo se convierte así en subalterno de la prognosis económica.

- Más escandalosa aún es una de las causas que permite que un despido individual sea procedente y, por tanto, cuente con una indemnización mucho menor. Me refiero a la causa de absentismo: a tenor de la ley, podrá despedirse individualmente "por faltas de asistencia al trabajo, aún justificadas pero intermitentes, que alcancen el 20% de las jornadas hábiles en dos meses consecutivos, o el 25% en cuatro meses discontinuos dentro de un periodo de doce meses", no computándose como "faltas de asistencia", entre otras, las bajas "acordadas por los servicios sanitarios oficiales" que "tengan una duración de más de veinte días consecutivos". Lo cual, hablando en plata, no significa sino que si el trabajador se da de baja dos o tres veces durante más de nueve días en el plazo de dos meses estará ya a merced del empleador, que no es que lo despida inmediatamente, pero sí que contará con el instrumento coativo de amenazarlo con dicha posibilidad.

- Y, por último, en tan subordinado lugar han dejado a la fuerza sindical y su capacidad negociadora, que el trabajador podrá por su cuenta acordar a la baja con el patrón sus condiciones de trabajo, mientras que el empleador podrá modificar "sustancialmente las condiciones de trabajo", incluidos horario, jornada, sistema de remuneración y turnos, cuando "existan probadas razones económicas, organizativas o de producción".

De este modo, el Gobierno no solo sienta las bases para la construcción de un mercado de trabajo donde los empleados pasan a ocupar un estatus mucho más debilitado, sino que, sobre todo, coloca la patata caliente de la conflictividad laboral en la casta judicial, encargada en última instancia de dilucidar si concurren efectivamente las causas que justifican los despidos colectivos o las modificaciones restrictivas de las condiciones laborales. El problema es, en primer término, de índole técnica: ¿cuentan nuestros tribunales con los instrumentos necesarios para interpretar y verificar contabilidades de empresas, para calcular o adverar el índice total de absentismo en un centro de trabajo o sencillamente para interpretar los designios del mercado y las posiciones que en él ocupen las empresas? La cuestión es igualmente de índole política, pues con una reforma como ésta no se vuelve a demostrar sino la irresponsabilidad profunda y congénita de nuestros gobernantes, incapaces de adoptar medidas de carácter ejecutivo sustituyéndolas por cláusulas imprecisas que aplazan la decisión política hasta el litigio judicial.

Mas, ante todo, la ley de la reforma laboral que hemos comentado nos coloca frente a un problema jurídico de envergadura. Si entre nosotros los europeos nació la ley como expresión fundamental del poder público fue, principalmente, como medio de garantía frente a la discrecionalidad de los aparatos judiciales dependientes de la corona. La ley, para cumplir su función garantista, había de ser, en primer lugar, representativa de la voluntad general, pero también, en segundo lugar, taxativa, precisa, transparente y determinada, para facilitar al máximo su aplicación e interpretación, pues de transmitir seguridad jurídica se trababa. Y es esto lo que ha olvidado el legislador al reformar el mercado de trabajo, dejando abiertas todas las puertas a aplicaciones abusivas, que, en su caso, habrán de limitar unos tribunales ya de por sí exhaustos y derechizados.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Guardería neoliberal vs. Guardería del bienestar

He estado estos días buscando un "centro de educación infantil no obligatoria" para mi hijo en la ciudad donde empezamos ahora a residir, (y donde yo nací, viví mis primeros años y donde regresé por otros cinco tras licenciarme). He tenido la misma experiencia que al ingresarlo en su guardería anterior, y no me resisto ahora a contárosla.

Para esquematizar la exposición, recurramos a dos tipos ideales de guardería: una neoliberal y otra del bienestar. Anticipo que mientras la segunda es una figura imaginaria, la primera es una realidad bien visible. ¿En qué consiste tal realidad? Pues en sociedades de responsabilidad limitada que gestionan varias guarderías instaladas en locales. Su mecánica económica y organizativa es la siguiente: en la cúspide encontramos al director de la red de guarderías, nunca presente del todo en ninguna de ellas, y con unas funciones de logística y gestión empresarial --compra y alquiler de locales, búsqueda y negociación de subvenciones, captación y control del personal, adquisición de muebles y material docente, negociación con editoriales-- hasta cierto punto ajenas al mundo de la puericultura. En un escalón inferior hallamos a los gerentes o encargados de cada guardería, o excepcionalmente de varias de ellas. Éste ya es el que atiende a los padres interesados, quien dirige y fiscaliza al personal contratado, el que recauda y gestiona la rutina del centro que dirige. Y por último, en el más bajo escalón, las que desarrollan la función primordial: el cuidado, atención y formación de los pequeños; unas chicas (no es sexismo, sino constatación de lo que hay) a quienes se les supone una formación en educación infantil cuyas credenciales se escamotean a los padres. Se desconoce su proceso de selección, que no debe ser muy exigente cuando algunas empleadas no son sino parientes de la gerencia, y se sospecha un sueldo precario.

Así son las guarderías privadas, por las que se paga entre 150 y 350€ mensuales. Si entendemos esta educación infantil como un servicio indispensable para la mayoría de las familias, comprobamos que en este caso, en el neoliberal, se presta de un modo en el que lo más irrelevante, y lo peor pagado, es lo fundamental, mientras que el mayor beneficiado es justamente quien hace negocios --entre otras cosas abaratando costes y precarizando el mismo servicio que presta-- con la guarda y custodia de niños. Así, la retórica e ideológica apelación a la iniciativa de la "sociedad" para cubrir esta necesidad solo recubre un negocio bien montado donde lo menos importante es lo crucial.

El punto máximo al que llega el Estado del liberalismo social es a la subvención directa de las pocas plazas disponibles en centros así diseñados. Es decir, la supuesta política social de los socialdemócratas deja intacto el principio según el cual es la sociedad (o sea, los empresarios) la que autónomamente debe satisfacer dicha necesidad, comprometiéndose solo a su financiación, íntegra o parcial, cuando las circunstancias así lo exijan y dependiendo de los ingresos obtenidos. Curiosamente, la administración autonómica calcula el coste de una plaza concertada con un importe sensiblemente superior (290€) al que efectivamente cuesta la plaza en régimen exclusivamente privado (230€). Ya tenemos aquí el primer fraude al erario público. Pero el fraude general viene cuando comprobamos que tal financiación pública no sirve sino para engordar aún más la nómina del director o propietario de la red de guarderías y perpetuar la precariedad de las puericultoras, sin entrañar, que yo sepa, ningún control sobre la formación y selección de éstas.

Frente a esta realidad cabe oponer otra perfectamente factible y para nada utópica: la que al principio he llamado guardería del bienestar. ¿En que consistiría? Muy sencillo: en convertir la educación infantil de los primeros tres años en un servicio público a cargo del Estado. ¿Qué supondría? Unas guarderías donde algún técnico administrativo se encargaría de su gestión y donde unas profesionales de la puericultura, con formación universitaria, selección por oposición y puesto y sueldo de funcionarias, se encargarían del cuidado e instrucción de los niños. El que en la guardería neoliberal estaba arriba, pasaría de inmediato a reubicarse en la condición de director técnico de uno o varios centros; y las que estaban abajo ascenderían hasta convertirse en lo que son, el núcleo y función fundamentales del servicio.

Los liberales podrían objetar lo siguiente: esa guardería supondría gastos mucho más elevados y, caso de implantarse, aletargarían la iniciativa privada e impedirían la producción del excedente de riqueza del empresario, que al fin y al cabo tributa y que, por tanto, termina revirtiendo beneficios en la colectividad. Fácil es la contrarréplica: (1) vistos los gastos en subvención de plazas concertadas, dudo que fuese imposible costear los gastos que originase su fundación, pero es más, visto el personal funcionario inactivo y sobrante sería un modo de buscarles ocupación y rentabilizar sus nóminas; (2) si se monta esta guardería del bienestar, no como régimen monopólico, sino como sistema público al que se accede solo con unas determinadas condiciones de renta y de trabajo, seguiría quedando espacio para la iniciativa privada, que se encargaría de garantizar el servicio a capas más pudientes que deseasen prestaciones más sofisticadas (natación, música, idiomas...); (3) de convivir ambos regímenes, la iniciativa privada seguiría "generando riqueza" y "revirtiendo beneficios" a la comunidad, por mucho que las estadísticas de la Agencia Tributaria no paren de desmentir estas falacias evidenciando el fraude estructural y la contribución irrisoria de sociedades y empresas.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¿Una política de la naturaleza?

Parece que, de cara a las próximas elecciones, el ambiente político va enriqueciéndose. El ejemplo europeo y el fracaso gubernamental prestan terreno abonado para ello. En Alemania y, sobre todo, Francia y Portugal, predican con el ejemplo: el desplazamiento neoliberal de la socialdemocracia va liberando espacios que pronto son ocupados por organizaciones izquierdistas. Si de representar corrientes de opinión en su justa proporción trata la democracia, habrá que convenir que la gauche divine de los multimillonarios Schroeder, Blair o, entre nosotros, Garmendia y Sebastián representa a un sector reducido de la sociedad, al compuesto por aquellos liberales progresistas de riñón forrado y alta cultura que en conjunto no suman más del 10% de la sociedad. Alrededor de sus partidos se ha abierto una zona de luchas por un electorado mayoritario y desencantado que, en su mayoría, ha sucumbido a los cantos facilones de la derecha más burda y, en el resto, contempla desconcertado y escéptico las confesiones de izquierdismo de los socioliberales y la proliferación de nuevas formaciones que superan el anquilosamiento comunista.

Es en estas coordenadas, sin duda favorables, donde hemos de situar el nacimiento de Equo, la formación de López de Uralde y Joan Herrera. Se miran ante todo en el espejo alemán, desconociendo la diversidad de trayectorias, y francés, queriendo emular el éxito de Cohn-Bendit, que superó en las últimas europeas a los socialdemócratas oficiales. En España encuentran a mi entender un espacio muy propicio a sus intereses, visto que IU no ha logrado asumir su principal desafío desde hace más de una década: desembarazarse del partido comunista y huir sistemáticamente de la tradición cainita, asamblearia, iluminada y dogmática de nuestra izquierda más sorda y rancia.

Los Verdes españoles se topan, sin embargo, con un riesgo fundamental: el reduccionismo que supone restringir un programa político de gobierno al problema de la protección medioambiental. Dicho riesgo se agrava todavía más si tenemos en cuenta la escasísima sensibilidad ecológica que todavía prima en la mayor parte de las poblaciones españolas. Con la complejidad que entraña la política, que requiere adoptar decisiones sobre temas tan variados como la administración de justicia, la regulación mercantil o la hacienda municipal, ¿cómo convencer de la propia capacidad limitándonos a proclamar el cierre de las nucleares, defender una fiscalidad verde y conseguir el reciclaje de todos los desechos?

Este riesgo, sin embargo, supone, más que una deficiencia congénita del movimiento verde y de su próxima cristalización partidaria, un desafío intelectual. Un reto que se concentra en la concepción que tengamos de la naturaleza y que comienza a superarse en cuanto obviemos la dicotomía entre la naturaleza exterior y la interior, pues uno de los problemas más acuciantes del sistema político-económico actual es precisamente su falta de correspondencia, no sólo con el medio ambiente (la naturaleza exterior), sino también con la fisonomía natural del hombre (naturaleza interior).

Solo si se verifica este salto se estará en condiciones de postular un programa tan complejo y autosuficiente como lo es la propia política. Solo si defender una política de la naturaleza significa algo más que la legítima y necesaria protección del medio ambiente podrá contarse con las condiciones de credibilidad que posibilitan el éxito. Ese es, en mi opinión, el punto débil y el que más han de trabajar los partidarios del movimiento verde, pues parece claro que oponerse de forma crítica al modelo vigente no es sino denunciar que éste se basa en la represión, mutilación y cosificación de la naturaleza del hombre.