Apuntes sobre textos, vivencias, inquietudes e indignaciones
viernes, 22 de enero de 2010
Una historia de niños alemana
sábado, 16 de enero de 2010
Pablo Ordaz
Ocupados los titulares con nuestras elecciones, todo anunciaba que el espacio dedicado a los comicios salvadoreños iba a ser ínfimo. Hasta un conocido humorista, Berto Romero, parodiaba la pasada semana en su late show la irrelevancia para los españoles de tan decisivas elecciones. Sin embargo, no han pasado en absoluto desapercibidas. Antes al contrario: desde la jornada del sábado 14 hemos asistido a un considerable despliegue mediático, con informaciones puntuales en cada telediario y con enviados especiales de los principales periódicos.
Ha sido también ocasión para conocer El Salvador. Nos ha sido presentado como “el país más pobre de Centroamérica”, con apenas infraestructuras sanitarias y desangrado por la violencia de “las maras”. Ahora bien, aunque todos coincidían en transmitir estas penosas circunstancias, ningún periodista se tomó el trabajo de contar las propuestas de los candidatos para resolverlas.
La campaña aparecía como una confrontación despiadada. De las intervenciones del Frente, se han destacado su desbordante, ingenuo optimismo y las continuas insinuaciones de fraude. Más se ha escrito sobre la campaña de ARENA, volcada por lo visto, no en defender un programa de gobierno, sino en apelar a las emociones, sembrando el miedo ante un comunismo inexistente.
Han interesado también los candidatos. Sergio Rodríguez, enviado de Público, subrayaba la pertenencia juvenil de Rodrigo Ávila a grupos paramilitares y su “prolífica trayectoria en el sector privado”. Manuel Cascante, de ABC, recordaba el liderazgo de Ávila sobre todas las fuerzas conservadoras salvadoreñas, y Pablo Ordaz, de El País, lo caracterizaba como “un religioso a carta cabal” sin dotes de hombre público: “ante un micrófono, se atora, suda, se trabuca, naufraga”. A Mauricio Funes se le ha reconocido su compromiso con la independencia cuando ejercía como periodista. Pero no todo han sido elogios: mientras que ABC nos daba a conocer sospechosas donaciones millonarias de las que había sido beneficiario, Ordaz lo retrataba como un títere de “los viejos comandantes”.
El acontecimiento se ha visto, en definitiva, como “un hecho histórico”, tal y como lo define Jacobo García en El Mundo, como una celebración de la democracia, a la que el primero en sumarse ha sido Ávila reconociendo cívicamente su derrota. Ahora muchos aguardan que el líder de ARENA no emule a nuestro dirigente vasco afirmando que su partido controlará El Salvador “sea desde donde sea”.
Tal y como llegaron se fueron. Las noticias acerca de la vida política salvadoreña invadieron de pronto los titulares españoles, para marcharse poco después de la resaca electoral. Son las cosas de la sociedad del espectáculo, necesitada de efímera, obsolescente actualidad para que la marcha no se detenga. Las actitudes periodísticas exhibidas frente a la coyuntura histórica de El Salvador han oscilado entre la abierta simpatía hacia alguno de los candidatos por razones de afinidad ideológica y la neutralidad de quien levanta acta de un hecho aséptico sin connotaciones morales. Ha habido también alguna otra intervención informativa reveladora, a mi entender, de una reluctante disposición del hombre occidental respecto de las realidades sociopolíticas latinoamericanas. Me refiero a la suscrita por Pablo Ordaz, corresponsal de El País, el diario más leído por estos lares.
En su presentación de Mauricio Funes -«el candidato de la extrema izquierda»-, Ordaz se lamentaba de que el espectro político salvadoreño se caracterice por «su rechazo a los colores intermedios». Al parecer, todos los políticos moderados «han terminado cansándose y marchándose, acusados de traidores o cosas peores». Y, a pesar de que el mismo Funes asegurase que su propósito es conquistar una «gobernabilidad democrática», el periodista español no dejaba de encontrar tras «su cuidada imagen de intelectual moderado» al «candidato de un partido donde los viejos comandantes guerrilleros siguen teniendo mando en plaza» (El País, 17-III-09).
Por decirlo sin rodeos: la receta del citado corresponsal para El Salvador parece ser el bipartidismo centrista vigente en España e importado de la tradición anglosajona. Me refiero a un estilo de gobierno basado en el acuerdo sellado entre los dos partidos mayoritarios para no alterar determinadas instituciones consideradas fundamentales. Una forma de hacer política caracterizada, en consecuencia, por sustraer del debate público ciertas realidades, principalmente económicas. Es decir, una política despolitizada, concentrada en la gestualidad, la imagen y la retórica más que en la canalización pacífica de conflictos de intereses, culturales o económicos. El problema radica en que, de modo implícito, Ordaz deduce rasgos de civilización en este sistema occidental, mientras que tácitamente repudia, como signo de atraso cultural, la radicalización del discurso político salvadoreño.
Pero, ¿expresan mejor el espíritu de la democracia los inocuos enfrentamientos televisivos entre los líderes españoles que la controversia partidaria salvadoreña, donde se decide el destino del país? Me pregunto además si Ordaz se ha molestado en relacionar el carácter radical y polarizado de la realidad social salvadoreña con el tono empleado por sus políticos. Acaso reparase en su simplismo cuando el mismo Funes, en una entrevista, le recordaba que «la polarización política es el reflejo de la polarización social y económica que vive El Salvador».