viernes, 22 de enero de 2010

Una historia de niños alemana

A cualquiera que le interese la historia política europea del pasado siglo le impresionará Das weisse Band, de Michael Haneke. Perturbadora, impecable, compleja y sutil, la película del realizador austriaco consigue dar la vuelta, de un modo convincente, al tan frecuentado tema de los orígenes del totalitarismo nazi. En este asunto se demuestra, además, toda la esterilidad del pensamiento filosófico, concentrado desde Lukács en denunciar los antecedentes intelectuales del nacionalsocialismo, como si las obras completas de Nietzsche y Pareto tuviesen mayor capacidad conformadora que la financiación millonaria que en los años veinte recibían los escuadrones paramilitares del partido nazi. Un primer mérito de la cinta es ya, por tanto, huir de esa genealogía intelectual (y banal) del fascismo para adentrarse en sus precedentes más materiales, políticos y culturales.

Si la opinión simplista contrapone sociedad burguesa y totalitarismo, entendiendo a éste como la negación de aquélla y no como su exasperación paroxística, el film de Haneke intenta complicar un poco las cosas. Y lo hace, sobre todo, cuestionando la representación vulgarizada del régimen liberal, caracterizado en su retrato por otros atributos bien diversos a los que habitualmente adornan en la historiografía al Estado previo a 1914. Valga mencionar tres de ellos: la ordenación jerárquica de la sociedad, su comprensión trascendental y su fuerte vocación utópica.

La jerarquización social, base para la posesión del poder y el ejercicio legítimo de la autoridad, contaba con dos claves: la familia y la propiedad. Como residuo del Antiguo Régimen, el dominio de la tierra aún estaba en manos de la antigua nobleza. Si esto, en buena parte, era así en Alemania, donde no había existido una ruptura neta con el pasado, lo mismo acontecía en otros países como la aristocrática Inglaterra, la España rural o, en menor medida, la misma Francia. Lo decisivo, de cualquier modo, es que el título de la propiedad legitimaba el dominio sobre el tiempo y el trabajo de las personas, de igual forma que el título de padre de familia amparaba un uso discrecional del poder sobre la mujer y los menores.

Siendo ésta la distribución del poder, ¿dónde se encontraba entonces el Estado? Ausente por completo, o bien compareciendo en una forma estrictamente represiva, y como garantía supletoria para que los mandatos basados en la supremacía patriarcal y la propiedad fuesen obedecidos. En ningún caso constituía el origen de la autoridad legítima, que se colocaba más bien en la tradición, en la historia, en el linaje y la propiedad.

Tanto en el ámbito doméstico como en el social, la finalidad permanente del poder no era sino conseguir una sociedad armónica. La voluntad del gobernante no pretendía sino realizar la palabra de dios en la tierra, custodiar el orden divino y castigar a aquel que lo quebrantase. Nada más lejos de dicha sociedad que pensarse a sí misma como el fruto de la voluntad corrompida de los miembros que la formaban. Como llega a decir el narrador de la historia, todavía a aquellas alturas (1914) pensaban que la comunidad se regía, como la naturaleza, por las leyes divinas, puras en sí mismas. Por tanto, los detentadores del poder no hacían sino ejecutar dichas normas trascendentes, procurando que la marcha de las cosas se compaginase con los ciclos y los ritmos de lo natural. No es casual, en este sentido, la elección de un escenario rural, desprovisto de las mediaciones y la complejidad de los contextos urbanos, para representar esa mezcla de providencialismo y utopismo que atravesaba la mentalidad burguesa y que en la película, por el influjo de Adorno, queda simbolizada en los blancos trigales mecidos suavemente por el viento.

¿Por qué puede brotar de aquí la barbarie más desenfrenada? Creo que por la combinación de dos factores. En primer lugar, porque la jerarquía parece conllevar irremediablemente la deshumanización del sometido. Así lo expresan con toda la crudeza el diálogo del médico con su amante, el accidente que sufre una segadora y el suicidio de su marido. Quien se encuentra en la cima, y basa su predominio en la instrumentalización del otro, termina viendo en éste un puro y reemplazable medio para sus fines superiores. La lucha de clases, como reacción frente a estas sumisiones férreas, sería una impotente rabieta infantil en comparación con el hondo calado que producía en los niños constatar que hay vidas fungibles.

Y, en segundo lugar, porque esos mismos niños, que después crearían y apoyarían al nazismo, crecieron contemplando, y sufriendo en sus propias carnes, un ejercicio arbitrario de la autoridad con la excusa de conquistar la pureza absoluta. La cinta blanca que da título a la película no era sino el recordatorio que el padre y pastor implacable ataba en el brazo de sus hijos para que tuvieran siempre presente la búsqueda de la bondad.

El nazismo sería así, visto desde esta perspectiva, la respuesta a tanta represión presuntamente civilizatoria, pero también una venganza contra este mundo producida con los mismos esquemas y formas que lo rigieron, la reacción desmedida pero mimética contra una comunidad opresiva, autoritaria y utópica en la justificación de sus excesos.

La película, en definitiva, plantea el desafío de enfrentarse a los oscuros parentescos que enlazan la sociedad anterior a la guerra, esa de la llamada belle époque, y el totalitarismo posterior. Frente a ellos puede adoptarse el hilo ilustrado y esperanzador que pese a todas las brumas intenta esclarecerlos. Es la postura del maestro enamorado, que, en el ocaso de su vida, nos cuenta, haciendo un doloroso ejercicio de memoria, los misteriosos sucesos que acontecieron en su villa en los años previos a la Guerra Mundial. Pero ante ellos también puede optarse por negarlos con obstinación y dogmatismo, aun con la consciencia y seguridad secretas de su existencia. Es la postura del pastor protestante, cuando le colocan frente a la posible y terrible verdad.

Véanla, disfrutarán de casi dos horas y media de buen cine.

sábado, 16 de enero de 2010

Pablo Ordaz

Hoy me acuesto tarde. Estoy en uno de esos fines de semana de Rodríguez a los que doy un contenido eminentemente cultural. Aprovecho para ver cine y leer literatura y filosofía, dando al entretenimiento ritmo de jazz y bossa nova y acompañando la cosa con alguna copa de buen vino e incluso con algún vaso nocturno de whisky. En esta ocasión he visto El caso Winslow, buena cinta jurídica para entender la Inglaterra de principios del siglo XX, y la dramática Estación central de Brasil. Y en cuanto a los textos, me he deleitado, como siempre, con un par de conferencias de Theodor Adorno y he devorado, en plan homenaje, El estado de sitio de Camus.

Ya me marchaba a la cama cuando, antes de apagar el ordenador, leo en la cabecera de El País: Haití ya no existe, impactante titular suscrito por Pablo Ordaz. Leerlo me ha hecho recordar el supremacismo, la supina incomprensión, la altivez y la ceguera con las que este corresponsal contempla la realidad de Centroamérica. Sus anteojos europeos, que confunden y fusionan Estado y sociedad, que no conciben una masa de hombres sin orden institucional ni autoridades, sin un compás político de moderación, racionalidad instrumental y productividad, le impiden ver que Haití, aun castigado y humillado, sigue ahí, tratando a la desesperada de sobrevivir, e imagino que preguntándose, como todos lo hacemos en estos días, por qué la solidaridad no podría ser preventiva, por qué no podría activarse con la misma intensidad para apartar las causas de los desastres que para paliar sus deplorables efectos.

He recordado así unas líneas que dediqué a Pablo Ordaz en uno de los artículos que escribí para un dominical salvadoreño. Daban pie a ellas un texto anterior sobre las elecciones de aquel país. Ahí van, con retraso pero con cierta actualidad, visto el titular de Ordaz, ambos artículos.


Elecciones (marzo 2009)

Aquí como allá, estamos viviendo un marzo electoral. Por estos lares se decidían los gobiernos de dos regiones históricas: Galicia y el País Vasco. Los resultados han devuelto la presidencia gallega al partido conservador y han arrebatado la mayoría absoluta al nacionalismo vasco, que probablemente será desalojado del poder, después de más de veinte años gobernando. Su líder, Juan José Ibarretxe, ya ha advertido a sus adversarios que su partido seguirá “dirigiendo Euskadi sea desde donde sea”.

Ocupados los titulares con nuestras elecciones, todo anunciaba que el espacio dedicado a los comicios salvadoreños iba a ser ínfimo. Hasta un conocido humorista, Berto Romero, parodiaba la pasada semana en su late show la irrelevancia para los españoles de tan decisivas elecciones. Sin embargo, no han pasado en absoluto desapercibidas. Antes al contrario: desde la jornada del sábado 14 hemos asistido a un considerable despliegue mediático, con informaciones puntuales en cada telediario y con enviados especiales de los principales periódicos.


Ha sido también ocasión para conocer El Salvador. Nos ha sido presentado como “el país más pobre de Centroamérica”, con apenas infraestructuras sanitarias y desangrado por la violencia de “las maras”. Ahora bien, aunque todos coincidían en transmitir estas penosas circunstancias, ningún periodista se tomó el trabajo de contar las propuestas de los candidatos para resolverlas.


La campaña aparecía como una confrontación despiadada. De las intervenciones del Frente, se han destacado su desbordante, ingenuo optimismo y las continuas insinuaciones de fraude. Más se ha escrito sobre la campaña de ARENA, volcada por lo visto, no en defender un programa de gobierno, sino en apelar a las emociones, sembrando el miedo ante un comunismo inexistente.


Han interesado también los candidatos. Sergio Rodríguez, enviado de Público, subrayaba la pertenencia juvenil de Rodrigo Ávila a grupos paramilitares y su “prolífica trayectoria en el sector privado”. Manuel Cascante, de ABC, recordaba el liderazgo de Ávila sobre todas las fuerzas conservadoras salvadoreñas, y Pablo Ordaz, de El País, lo caracterizaba como “un religioso a carta cabal” sin dotes de hombre público: “ante un micrófono, se atora, suda, se trabuca, naufraga”. A Mauricio Funes se le ha reconocido su compromiso con la independencia cuando ejercía como periodista. Pero no todo han sido elogios: mientras que ABC nos daba a conocer sospechosas donaciones millonarias de las que había sido beneficiario, Ordaz lo retrataba como un títere de “los viejos comandantes”.


El acontecimiento se ha visto, en definitiva, como “un hecho histórico”, tal y como lo define Jacobo García en El Mundo, como una celebración de la democracia, a la que el primero en sumarse ha sido Ávila reconociendo cívicamente su derrota. Ahora muchos aguardan que el líder de ARENA no emule a nuestro dirigente vasco afirmando que su partido controlará El Salvador “sea desde donde sea”.



Ordaz (abril 2009)

Tal y como llegaron se fueron. Las noticias acerca de la vida política salvadoreña invadieron de pronto los titulares españoles, para marcharse poco después de la resaca electoral. Son las cosas de la sociedad del espectáculo, necesitada de efímera, obsolescente actualidad para que la marcha no se detenga. Las actitudes periodísticas exhibidas frente a la coyuntura histórica de El Salvador han oscilado entre la abierta simpatía hacia alguno de los candidatos por razones de afinidad ideológica y la neutralidad de quien levanta acta de un hecho aséptico sin connotaciones morales. Ha habido también alguna otra intervención informativa reveladora, a mi entender, de una reluctante disposición del hombre occidental respecto de las realidades sociopolíticas latinoamericanas. Me refiero a la suscrita por Pablo Ordaz, corresponsal de El País, el diario más leído por estos lares.


En su presentación de Mauricio Funes -«el candidato de la extrema izquierda»-, Ordaz se lamentaba de que el espectro político salvadoreño se caracterice por «su rechazo a los colores intermedios». Al parecer, todos los políticos moderados «han terminado cansándose y marchándose, acusados de traidores o cosas peores». Y, a pesar de que el mismo Funes asegurase que su propósito es conquistar una «gobernabilidad democrática», el periodista español no dejaba de encontrar tras «su cuidada imagen de intelectual moderado» al «candidato de un partido donde los viejos comandantes guerrilleros siguen teniendo mando en plaza» (El País, 17-III-09).


Por decirlo sin rodeos: la receta del citado corresponsal para El Salvador parece ser el bipartidismo centrista vigente en España e importado de la tradición anglosajona. Me refiero a un estilo de gobierno basado en el acuerdo sellado entre los dos partidos mayoritarios para no alterar determinadas instituciones consideradas fundamentales. Una forma de hacer política caracterizada, en consecuencia, por sustraer del debate público ciertas realidades, principalmente económicas. Es decir, una política despolitizada, concentrada en la gestualidad, la imagen y la retórica más que en la canalización pacífica de conflictos de intereses, culturales o económicos. El problema radica en que, de modo implícito, Ordaz deduce rasgos de civilización en este sistema occidental, mientras que tácitamente repudia, como signo de atraso cultural, la radicalización del discurso político salvadoreño.


Pero, ¿expresan mejor el espíritu de la democracia los inocuos enfrentamientos televisivos entre los líderes españoles que la controversia partidaria salvadoreña, donde se decide el destino del país? Me pregunto además si Ordaz se ha molestado en relacionar el carácter radical y polarizado de la realidad social salvadoreña con el tono empleado por sus políticos. Acaso reparase en su simplismo cuando el mismo Funes, en una entrevista, le recordaba que «la polarización política es el reflejo de la polarización social y económica que vive El Salvador».

miércoles, 13 de enero de 2010

El desplazamiento del reformismo

No sé a ustedes, pero a mí me cuesta horrores definirme políticamente con precisión. En muchas ocasiones, todo depende de mi interlocutor: si me encuentro junto a un comunista ortodoxo o a un izquierdista dogmático, mis ideas se tornan dúctiles, flexibles y recuerdo con claridad por qué no soy comunista ni religioso; si converso con un socioliberal, me escandalizo ante la torsión a que somete los principios de la izquierda y, sobre todo, frente a la complaciente tolerancia con que responde a determinadas conculcaciones de las reglas más elementales de justicia; y si charlo con un conservador de toda la vida, junto a la sana discrepancia, intento insistir en valores compartidos como el esfuerzo, el mérito, la responsabilidad, la cultura o el civismo tradicional. Y, como fatiga y corrore el discutir a cada instante, tendrán que disculpar que me prive directamente de relacionarme con ultraderechistas fanáticos o bien esquive los temas conflictivos si hablo con un liberal irredento, con un integrista católico o con un furibundo nacionalista.

Al menos tiene claro lo que no es, y eso es ya un primer paso para la autodefinición política, me dirán con toda la razón. Así es, si de algo tengo más o menos certeza es de que me muevo en la órbita de la izquierda y la democracia radical, pero impugnando esa actitud simplista que deja al conservador el monopolio sobre valores indispensables como los arriba mencionados y sobre medios igual de valiosos como el ejercicio de la autoridad legítima.

Descendiendo a los hechos concretos, la definición me resulta ya más titubeante. Mi particular percepción se debe, en definitiva, a mi trayectoria biográfica, cuyo primer estadio se caracterizó por la indignación permanente ante el gonzalismo y cuya segunda etapa estuvo signada por un rechazo aún más intenso frente al imperialismo aznarista. De ahí que, entre los tres presidentes que he tenido oportunidad de juzgar, prefiera a Zapatero, pese a toda su mediocridad, ineptitud, superficialidad e inconsistencia. Y es que solo un buen hombre, tolerante, respetuoso y amable, es capaz de permitir que sus dos hijas visiten al hombre más poderoso del mundo con atuendos de 'siniestras'.

Sé de más que para gobernar se necesita algo más que talante. Pero no es ése el asunto que hoy nos incumbe. Os comentaba que mi identidad partidaria depende de mi particular perspectiva generacional. En ella ha tenido un impacto poderoso la beligerante política de Aznar y su prolongación hasta 2008. A ella, y a las políticas de Camps y Aguirre, se debe mi profunda difidencia ante nuestro partido conservador. Si antes fui un crítico incombustible del PSOE, hoy, aun censurando con severidad la tibieza socialdemócrata, no albergo dudas de que la repulsa más intensa me la provoca el PP.

Eso me hace partidario del crecimiento de formaciones como UPyD, cuyos miembros más notables se atreven incluso a solicitar la despenalización del tráfico de drogas, y me aleja de un tipo social muy característico: el que siente más repugnancia por los socioliberales, a quienes considera traidores, que por los conservadores nacional-católicos, a quienes premia por su integridad y coherencia. Estamos ante un tipo dogmático, como puede verse, que valora y juzga la ideología ajena en función de la solidez e invariabilidad de los axiomas.

Dado mi pragmatismo, quizá en este punto del dogmatismo radique mi discrepancia. Considero además poco estratégico dar oxígeno y fortalecer a quienes de verdad se oponen al ideario izquierdista. Al menos a los socioliberales se les puede transmitir la culpa del abandono. También hay causas históricas que apoyan mi convencimiento: los últimos tres siglos demuestran que las mayores cotas de justicia y democracia se alcanzaron por la unión de los pequeño-burgueses progresistas y los deshauciados. Por eso me resulta tan criticable el rechazo izquierdista a la socialdemocracia, cuanto la intransigencia puritana que los socioliberales presentan ante 'la izquierda radical' y 'extremista'.

El motivo último de esta incomunicación, de esta alergia mutua, bien puede estar en un decisivo pero inapreciable corrimiento del espectro político. Como continuamos empecinados en emplear una terminología decimonónica para referirnos a nuestra actualidad, creemos que el PSOE es la izquierda reformista y lo que hay a su siniestra no son sino fuerzas marginales revolucionarias. Eso le ocurre a Daniel Innerarity, en cuyo artículo de hoy en El País intenta desmontar la valoración según la cual la debacle de las socialdemocracias se debe a su práctica sumisión a las reglas del liberalismo capitalista. Moderación y capacidad de gobernar de acuerdo a los agentes económicos (facultad que él confunde con la credibilidad), pero sin dejar que nadie sucumba del todo a la competencia, son sus recetas para salir del atolladero. En ningún caso aproximarse a los 'izquierdistas demagogos' ni caer en la futil retórica anticapitalista.

El problema, como decía, es que la izquierda reformista ha dejado de serla. Antes, se distinguía el reformista del revolucionario por los distintos medios con que pretendían llegar al mismo fin: el socialismo, una sociedad sin desigualdades económicas, o con desigualdades basadas exclusivamente en la capacidad y el mérito, pero sin llevar acompañadas prerrogativas de poder sobre otros conciudadanos. La socialdemocracia actual, pese a que pretenda legitimarse como reformista, ha dejado de serlo, pues sus reformas persiguen reequilibrar el capitalismo, mas no conquistar el socialismo. Y, en la medida en que ha abandonado dicha promesa, quienes todavía, siquiera remotamente, creían en ella, abandonan a su vez a la actual socialdemocracia.

Y no se trata, como pretenden algunos, de renunciar a lo que ya se ha demostrado desastroso, el sovietismo y la colectivización. La socialdemocracia no se opone, como Innerarity sugiere, al totalitarismo comunista, sino al verdadero reformismo. A aquellas formaciones que, lejos de la demagogia, la utopía y los imposibles, defienden medidas bien sencillas y poco traumáticas. Valgan algunos ejemplos: no suprimir el impuesto del patrimonio, participar las empresas estratégicas en lugar de subvencionarlas para poder responder a las deslocalizaciones, organizar una banca pública junto a la privada, expropiar los inmuebles sin uso, gravar la especulación, incentivar las actividades productivas y conceder capacidad decisoria a los empleados. Todo ello con el fin de corregir desigualdades y satisfacer universalmente necesidades no tan básicas, que van de la vivienda, el vestido y el alimento a la educación, la sanidad, el transporte y el ocio.

No se trata, pues, de mantener las esencias izquierdistas, como Innerarity sostiene, sino de tener siempre en el horizonte la emancipación ilustrada --plasmada en la máxima kantiana según la cual ningún hombre debe ser utilizado como simple medio-- y de tomar las medidas concretas, factibles, viables y negociadas, que la hagan posible.