El año pasado, por pura casualidad, colgué en este portal 48 entradas. Haciendo cuentas, y calculando que cada mes tiene una media de cuatro semanas, resultó que había escrito una entrada por semana, dejando las tres o cuatro que restan como merecidas vacaciones. Veo ahora que también, casi por azar, he llegado a final de 2009 con 47 entradas escritas. Y un absurdo prurito racionalista y redondeador me invita a terminar el año con el mismo número. Me queda así la sensación de haber cumplido con este otro deber. Aunque, a decir verdad, uno escribe aquí más por necesidad que por obligación. Lo que ocurre es que esa necesidad de escribir no se compagina siempre con el tiempo y la disposición mental para hacerlo. Si no, probablemente, subiría una entrada casi diaria, después del telediario, de leer la prensa, de terminar un libro o ver una buena película.
Podrían haber sido más. Cuando quiero comentar alguna cosa y no dispongo del tiempo suficiente para hacerlo, tengo la costumbre de abocetar la entrada y dejarla como borrador. En esa condición han quedado varias este año. En una hablaba de la persistencia de la lealtad católica en España a la altura de 1868. La ocasión la daban unos documentos que miré en verano en los que se percibía claramente cómo algunas élites renegaron de la Constitución democrática por suponerla anticatólica. Eran miembros de la iglesia antes que ciudadanos. Otra de las entradas que se quedó por el camino comentaba el patrimonio de Cristina Garmendia. Como materialista irredento que soy, sacaba las conclusiones oportunas acerca de la visión que de los problemas sociales, y de la política científica, puede tener una multimillonaria. Y lamentaba, ya de paso, el escasísimo número de individuos de clase media baja entre nuestros políticos. Y, en fin, alguna hubo sobre Latinoamérica, en concreto sobre la confusión conceptual entre Constitución y poder constituyente reinante en el análisis, siempre sesgado por estos lares, del golpe en Honduras.
Para llegar a las 48 habría bastado con completar alguna de estas entradas. Ello habría supuesto dejar atrás toda mención a los momentos más sobresalientes del año que termina. Si entre todos ellos tuviese que destacar uno, perteneciente, claro, al ámbito político-cultural en que suelen centrarse estas líneas, no dudaría en rememorar las más de cincuenta horas de gozo y deleite que he tenido viendo la serie The Wire. Ya he dejado caer en varias ocasiones que soy un auténtico forofo de las series televisivas producidas por HBO. Sex Feet Under, The Sopranos, Roma y Deadwood me han regalado en multitud de ocasiones esa honda satisfacción que solo sabe dar el buen cine. Con The Wire, la serie de escuchas telefónicas realizadas por la policía de Baltimore, la cosa fue bien diferente. No conseguía pasar del tercer capítulo, y pese a que Danae me animaba a continuar, pues ella había disfrutado mucho con casi toda la primera temporada, me daba pereza volver a intentarlo. Hasta que un día Enric González la calificó en su chat como la mejor serie de la historia, demostrándome con ello que había incurrido en el penoso y, por desgracia, frecuente error de no confiar en las recomendaciones de los más próximos. Venía a decir González que si Los Soprado eran ya una obra maestra del cine, y Mad Men iba camino de serlo, lo de The Wire era otro registro, era un nivel cualitativamente superior e inalcanzado hasta el momento en el mundo de la televisión.
Y así es. Junto a Deadwood, que se ocupa de la génesis de un Estado en la Norteamérica de los pioneros, quizá sea la serie que con mayor profundidad y franqueza capta los resortes de la vida social, sus pliegues, dobleces y sutilezas. Si algo caracteriza a esta radiografía de la vida contemporánea es, en efecto, que huye siempre de las representaciones unilaterales, haciéndote ver la ambivalencia congénita de todas las acciones con proyección social.
Se trata, en concreto, de un fresco que recorre algunas de las instancias más decisivas de una megalópolis moderna: la delincuencia, el trabajo, la política, la educación y los medios, o, con mayor precisión, el tráfico de drogas en los distritos marginales de Baltimore, el desmantelamiento de la clase obrera portuaria de la ciudad, los entresijos de su ayuntamiento, la difícil rutina de sus escuelas públicas y la dolorosa adaptación al nuevo tiempo financiero y digital de The Baltimore Sun. Sus autores, periodista uno (David Simon) y comisario de policía el otro (Ed Burns), saben, desde luego, de lo que hablan. Y para articular su mensaje, lejos de florituras y conceptualismos posmodernos, deciden inscribirse en la mejor tradición clásica y realizar un espeso trenzado de historias apasionantes.
Vista con ojos políticos y filosóficos, lo mejor de esta serie coral, en la que no hay protagonistas sino decenas de personajes creíbles, es su relación con el presente. Simultáneamente, lo hace suyo y lo impulsa. Es capaz de absorberlo por entero y representarlo en toda su complejidad, para después abrir el paso a tímidas y esperanzadoras trazas de futuro. El modo en que lo hace es el de la persuasión desencantada. Después del estrepitoso fracaso de las utopías, ya no es ingenuo, sino deshonesto creer en un mundo perfecto. Esta evidencia no cesa de rentabilizarla el conservadurismo, siempre presto para indicar los costes de cualquier tentativa transformadora. Por eso, la única perspectiva honrada es la del desencanto, mas no la de la resignación. Esta última supondría admitir aquello que anhela la doctrina conservadora, o, por llamarla con otro nombre, la ideología del poder: que el sujeto piense que todo lo que le acontece en términos sociales, políticos y económicos procede del destino y la providencia y, por consiguiente, resulta inalterable. El desencanto, en cambio, no riñe con la persuasión, con esa inclinación vitalista, nominada por Claudio Magris, que anima a dotar de sentido cualquier tarea, porque con ella cambiamos siempre lo que nos rodea y, en consecuencia, a nosotros mismos.
Ya sea con el teniente que decidió legalizar la droga en un barrio de casas abandonadas, con los trabajadores sociales que intentaban salvar de la adicción y la muerte a estudiantes marginales, con el redactor que trataba de preservar la profesionalidad periodística frente al rampante amarillismo o con los policías que no se resignaban a detener a camellos de poca monta y deseaban hacer trabajo policial, The Wire siempre deja la misma impresión: aunque el resultado nunca sea perfecto, merece la pena intentarlo, porque siempre se conquista algo y, sobre todo, porque mientras se lleva a cabo uno está viviendo.
Y si a este trasfondo agregamos una formidable labor de documentación, unos guiones profundos y elaborados --dignos de Shakespeare, según González--, unas notables interpretaciones y un retrato realista y sin concesiones de nuestra actualidad y, más en concreto, de los límites y el alcance de la actividad política, obtenemos como resultado, efectivamente, una obra maestra que raras veces podemos encontrar en la pequeña pantalla.
Por eso os animo a verla el año que va a comenzar. Y, ya que estamos, aprovecho para dar, a todo el que se acerque por aquí, mis mejores deseos para estos días y para el próximo 2010.
Dick Turpin