lunes, 28 de diciembre de 2009

The Wire

El año pasado, por pura casualidad, colgué en este portal 48 entradas. Haciendo cuentas, y calculando que cada mes tiene una media de cuatro semanas, resultó que había escrito una entrada por semana, dejando las tres o cuatro que restan como merecidas vacaciones. Veo ahora que también, casi por azar, he llegado a final de 2009 con 47 entradas escritas. Y un absurdo prurito racionalista y redondeador me invita a terminar el año con el mismo número. Me queda así la sensación de haber cumplido con este otro deber. Aunque, a decir verdad, uno escribe aquí más por necesidad que por obligación. Lo que ocurre es que esa necesidad de escribir no se compagina siempre con el tiempo y la disposición mental para hacerlo. Si no, probablemente, subiría una entrada casi diaria, después del telediario, de leer la prensa, de terminar un libro o ver una buena película.

Podrían haber sido más. Cuando quiero comentar alguna cosa y no dispongo del tiempo suficiente para hacerlo, tengo la costumbre de abocetar la entrada y dejarla como borrador. En esa condición han quedado varias este año. En una hablaba de la persistencia de la lealtad católica en España a la altura de 1868. La ocasión la daban unos documentos que miré en verano en los que se percibía claramente cómo algunas élites renegaron de la Constitución democrática por suponerla anticatólica. Eran miembros de la iglesia antes que ciudadanos. Otra de las entradas que se quedó por el camino comentaba el patrimonio de Cristina Garmendia. Como materialista irredento que soy, sacaba las conclusiones oportunas acerca de la visión que de los problemas sociales, y de la política científica, puede tener una multimillonaria. Y lamentaba, ya de paso, el escasísimo número de individuos de clase media baja entre nuestros políticos. Y, en fin, alguna hubo sobre Latinoamérica, en concreto sobre la confusión conceptual entre Constitución y poder constituyente reinante en el análisis, siempre sesgado por estos lares, del golpe en Honduras.

Para llegar a las 48 habría bastado con completar alguna de estas entradas. Ello habría supuesto dejar atrás toda mención a los momentos más sobresalientes del año que termina. Si entre todos ellos tuviese que destacar uno, perteneciente, claro, al ámbito político-cultural en que suelen centrarse estas líneas, no dudaría en rememorar las más de cincuenta horas de gozo y deleite que he tenido viendo la serie The Wire. Ya he dejado caer en varias ocasiones que soy un auténtico forofo de las series televisivas producidas por HBO. Sex Feet Under, The Sopranos, Roma y Deadwood me han regalado en multitud de ocasiones esa honda satisfacción que solo sabe dar el buen cine. Con The Wire, la serie de escuchas telefónicas realizadas por la policía de Baltimore, la cosa fue bien diferente. No conseguía pasar del tercer capítulo, y pese a que Danae me animaba a continuar, pues ella había disfrutado mucho con casi toda la primera temporada, me daba pereza volver a intentarlo. Hasta que un día Enric González la calificó en su chat como la mejor serie de la historia, demostrándome con ello que había incurrido en el penoso y, por desgracia, frecuente error de no confiar en las recomendaciones de los más próximos. Venía a decir González que si Los Soprado eran ya una obra maestra del cine, y Mad Men iba camino de serlo, lo de The Wire era otro registro, era un nivel cualitativamente superior e inalcanzado hasta el momento en el mundo de la televisión.

Y así es. Junto a Deadwood, que se ocupa de la génesis de un Estado en la Norteamérica de los pioneros, quizá sea la serie que con mayor profundidad y franqueza capta los resortes de la vida social, sus pliegues, dobleces y sutilezas. Si algo caracteriza a esta radiografía de la vida contemporánea es, en efecto, que huye siempre de las representaciones unilaterales, haciéndote ver la ambivalencia congénita de todas las acciones con proyección social.

Se trata, en concreto, de un fresco que recorre algunas de las instancias más decisivas de una megalópolis moderna: la delincuencia, el trabajo, la política, la educación y los medios, o, con mayor precisión, el tráfico de drogas en los distritos marginales de Baltimore, el desmantelamiento de la clase obrera portuaria de la ciudad, los entresijos de su ayuntamiento, la difícil rutina de sus escuelas públicas y la dolorosa adaptación al nuevo tiempo financiero y digital de The Baltimore Sun. Sus autores, periodista uno (David Simon) y comisario de policía el otro (Ed Burns), saben, desde luego, de lo que hablan. Y para articular su mensaje, lejos de florituras y conceptualismos posmodernos, deciden inscribirse en la mejor tradición clásica y realizar un espeso trenzado de historias apasionantes.

Vista con ojos políticos y filosóficos, lo mejor de esta serie coral, en la que no hay protagonistas sino decenas de personajes creíbles, es su relación con el presente. Simultáneamente, lo hace suyo y lo impulsa. Es capaz de absorberlo por entero y representarlo en toda su complejidad, para después abrir el paso a tímidas y esperanzadoras trazas de futuro. El modo en que lo hace es el de la persuasión desencantada. Después del estrepitoso fracaso de las utopías, ya no es ingenuo, sino deshonesto creer en un mundo perfecto. Esta evidencia no cesa de rentabilizarla el conservadurismo, siempre presto para indicar los costes de cualquier tentativa transformadora. Por eso, la única perspectiva honrada es la del desencanto, mas no la de la resignación. Esta última supondría admitir aquello que anhela la doctrina conservadora, o, por llamarla con otro nombre, la ideología del poder: que el sujeto piense que todo lo que le acontece en términos sociales, políticos y económicos procede del destino y la providencia y, por consiguiente, resulta inalterable. El desencanto, en cambio, no riñe con la persuasión, con esa inclinación vitalista, nominada por Claudio Magris, que anima a dotar de sentido cualquier tarea, porque con ella cambiamos siempre lo que nos rodea y, en consecuencia, a nosotros mismos.

Ya sea con el teniente que decidió legalizar la droga en un barrio de casas abandonadas, con los trabajadores sociales que intentaban salvar de la adicción y la muerte a estudiantes marginales, con el redactor que trataba de preservar la profesionalidad periodística frente al rampante amarillismo o con los policías que no se resignaban a detener a camellos de poca monta y deseaban hacer trabajo policial, The Wire siempre deja la misma impresión: aunque el resultado nunca sea perfecto, merece la pena intentarlo, porque siempre se conquista algo y, sobre todo, porque mientras se lleva a cabo uno está viviendo.

Y si a este trasfondo agregamos una formidable labor de documentación, unos guiones profundos y elaborados --dignos de Shakespeare, según González--, unas notables interpretaciones y un retrato realista y sin concesiones de nuestra actualidad y, más en concreto, de los límites y el alcance de la actividad política, obtenemos como resultado, efectivamente, una obra maestra que raras veces podemos encontrar en la pequeña pantalla.

Por eso os animo a verla el año que va a comenzar. Y, ya que estamos, aprovecho para dar, a todo el que se acerque por aquí, mis mejores deseos para estos días y para el próximo 2010.
Dick Turpin

domingo, 13 de diciembre de 2009

Un dios revolucionario

Conservadurismo y teología parecen ir siempre de la mano. El primero suele referirse a una naturaleza humana unívoca, inmutable e inmarcesible a la que ha de adecuarse por fuerza la organización social. Poco importa que el curso de los años, o una mera excursión por lugares exóticos, pongan seriamente en cuestión los atributos distintivos de esa presunta naturaleza atemporal. Ya le basta con ir ampliando el círculo de los herejes y de los defensores de lo anti-natural.

La teología más simplista y retrógrada, por su parte, coincide en indicar la primacía de unas leyes naturales inconmovibles de procedencia divina. El hombre puede ser libre para vulnerarlas, pero nunca para alterarlas y sustituirlas por otras. Y cuando cae en la tentación de subvertirlas, cuando, como recordaba Donoso Cortés, intenta convertirse en dios para crear las propias leyes de la sociedad, está irremediablemente abocado al desorden y el fracaso.

Los liberales economicistas, en su típica conversión de una teoría económica en una fe religiosa, confluyen en estos planteamientos. También para ellos existe esa naturaleza humana inmodificable, unas cuantas leyes inamovibles y la tendencia inmanente de lo colectivo a la armonía. Y también en su caso la violencia ejercida sobre esa naturaleza humana o sobre dichas leyes indisponibles desemboca en el caos y la anarquía.

La imagen subyacente de dios en todos estos ejemplos es la del dios creador, la de la divinidad originaria causante del mundo y de sus regularidades férreas e inquebrantables. Un dios entendido en última instancia como autoridad, como titular de una potestad de mando a cuyas decisiones el hombre se encuentra sometido, ya sea irremediablemente o bien con la posibilidad de vulnerarlas mediando un castigo inexorable. Puede, sin embargo, que al lado de esta figuración de la trascendencia exista otra representación, mucho menos conservadora e interesada, que da pábulo a una suerte de dios revolucionario.

La inversión, o al menos la modificación de esta imagen es sencilla. Junto al origen creativo de las cosas, dios continua siendo el único capacitado para hacer milagros y el milagro no es sino un atentado al orden natural con la finalidad de realizar un acto de justicia. Tan decisiva resulta esta ambivalencia divina que, impregnados de religión, los reyes de antaño, vicarios de dios en la tierra, legitimaban su inobservancia de las normas en la necesidad de adoptar decisiones graciosas que tuviesen como resultado la consecución de lo justo.

Si el hombre está hecho a imagen y semejanza de su creador, acaso esté dotado de dicha capacidad creadora y revolucionaria del estado natural. Su misión quizá no se ciña al cumplimiento pasivo pero libre de leyes predeterminadas; puede que su cometido más puro se encuentre en romper con esas leyes aparentemente inmutables para buscar en libertad el acontecimiento genuino y la espontaneidad sin mediaciones, siempre con la intención de satisfacer su imborrable anhelo de justicia, el vestigio divino más palpable que pueda encontrarse en el alma humana. Y si la fe puede ayudarle a cumplir su cometido no es porque le proporcione la seguridad irracional de que ciertos dogmas religiosos son verdaderos aunque la razón científica los niegue. No, si el hombre puede apoyarse en la fe sería porque ella le enseñaría que para alcanzar esa justicia contra el destino solo es necesario creer.

Creer en su posibilidad.

No piense el lector que me he convertido al cristianismo o que acuso ciertas inclinaciones místicas. La verdad es que no sé muy bien si el motivo de estas reflexiones procede de la atmósfera política actual, en la que tanta difusión han adquirido las posiciones católicas en relación al aborto, los símbolos cristianos o la historia española. Pero el hecho es que hace un par de días, justo antes de acostarme, me vino a la memoria la magnífica película de Dreyer, Ordet. La palabra, especialmente su milagroso final. Y recordé que al terminar comenté a Danae: 'creo que Dreyer muestra el único modo racional de seguir creyendo en dios después de la muerte de dios'.

Probablemente, estos que ahora acabo de expresar fueron los motivos de aquel comentario que a mí mismo me pareció enigmático.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Daños colaterales de la desmovilización civil

Allá por los ochenta, cuando en España todavía coleteaba la resistencia antifranquista, el espíritu sesentayochista y cierta conciencia obrerista, una de las obsesiones de la gauche divine era la desmovilización civil. Con tanta huelga, asociación de vecinos, protesta y presión social no se podía gobernar cómodamente y las instituciones se vaciaban de sentido. La cobertura teórica la aprestaban liberales como Ralph Dahrendof, quien abogaba por la expresión de la voluntad ciudadana a través de los órganos de que se había dotado, mas no directamente, con manifestaciones, pancartas y proclamas, pues de ese modo el Estado se paralizaba. Entonces se acuñó la versión moderna de la distinción entre el gobierno responsable, con sentido institucional, y el populista: mientras el primero canaliza sus actuaciones sin excepción por medio de los organismos establecidos, el segundo se dirige directamente, sin mediaciones ni procedimientos, a la ciudadanía en su conjunto, o lo que es peor, a uno de sus grupos, normalmente el más numeroso y desfavorecido, al que consulta en referéndum cada dos por tres y al que satisface con medidas despóticas de carácter económico.

La vigencia de esta ortodoxia política durante tres décadas no podía pasar en balde. Atrofiado todo instinto de lucha social, o recluido éste en el ridículo desprovisto de finalidad, el panorama de la sociedad política, tal como ansiaba el primer liberalismo, se escinde en dos: por una parte, el entramado estatal, y por otra, una agregación de individuos incapaces de toda solidaridad activa y no caritativa*. Las consecuencias más directas son, por un lado, que los sujetos están (estamos) convencidos de que todas las problemáticas sociales han de encontrar solución y respuesta en las instituciones, y por el otro, que las demandas cívicas clamorosas carezcan de resonancia legislativa. Ahí están para demostrarlo tanto la actitud más frecuente ante la crisis, que en ningún momento interpela a la sociedad civil como principal agente de su resolución, como los oídos sordos que los sucesivos gobiernos han hecho a huelgas generales o a manifestaciones pacifistas.

Este hábito político, de esperarlo todo del Estado sin confiar en las propias fuerzas, no se aprecia solo en los hechos colacionados. Cuenta asimismo con daños colaterales menos visibles y pone además en evidencia hasta qué punto esta ética individualista contradice el funcionamiento mismo de un mercado libre, con el que equivocadamente se la asocia como su base antropológica más ajustada. Dos movilizaciones recientes nos recuerdan, valga la paradoja, hasta qué punto está desmovilizada la sociedad. Me refiero a la que los agricultores y ganaderos llevaron a cabo hace un par de fines de semana en Madrid y a la que ayer protagonizaron nuestros músicos. Ambas se caracterizan por una suma de individuos que comparten profesión, los cuales, ante una situación económica difícil, optan por sumar fuerzas en un solo día para pedirle soluciones, heterónomas, al gobierno. Después, cada uno a su santa casa, a seguir gastando las subvenciones europeas y culturales y a continuar lamentándose de su tan precaria situación.

Si hubiese un mínimo de espíritu asociativo y cooperativo las cosas podrían marchar de forma bien distinta. El problema de los bajos costes de la producción en la agricultura y la ganadería se deben, según manifestó el propio Rajoy, al oligopolio reinante en la distribución. ¿Qué problema hay, pues, en prescindir del mediador y organizarse por sectores o comarcas para distribuir los propios bienes? Pues el trabajo que cuesta organizarse, poner a la gente de acuerdo y salir del tractor para fundar cooperativas.

Con el problema de las descargas por internet sucede algo por estilo, aunque aún más desenfocado. Cuando las pérdidas del sector se equiparan a las bajadas de archivos se está ocultando el dato bien ostensible de que no todos los discos pirateados serían adquiridos en el mercado. Si hay tanta actividad de intercambio se debe precisamente a su gratuidad. Pero, de cualquier forma, también aquí se pretende resolver el escollo con prohibiciones y merma de derechos, en vez de con una respuesta colectiva de los productores. ¿Qué problema hay, en este segundo caso, con prescindir de productoras y distribuidoras, limitar la industria a los músicos y técnicos del sonido, ambos suficientes para colocar el propio producto en la red o en las tiendas de discos? ¿No está claro que si un disco costase 3€, que es lo que vienen a llevarse los autores por cada venta, el personal podría optar por descargas a bajo coste o por comprar directamente su cd?

Sin embargo, con este infantilismo disfrazado de madurez, con este Estado paternalista presentado como liberal, y con este oligopolio alabado como libre competencia, resulta mucho más cómodo patalear un par de días para que venga el gobierno a salvarte de los problemas.

* No suelo incluir en estas páginas, salvo en muy pocas ocasiones, los materiales que me sirven para el trabajo académico. Pero para apoyar esta afirmación me viene en mientes uno tan elocuente que merece la pena citarlo. Es la memoria de un fiscal de audiencia del País Vasco creo recordar que de 1904. En ella narra unos hechos asombrosos: acosada Bilbao por una lluvia de desahucios, los afectados terminaron explotando hasta el punto que hubo de intervenir el ejército. El detonante fue un lanzamiento más, la gente dijo basta, se lanzó a la calle con todo el mobiliario de sus respectivas casas y comenzó una guerrilla urbana que duró más de tres días, hasta que pudieron desalojar a los inquilinos con la intervención del ejército. Hoy, tiempo también de embargos, a lo más que llega el hombre es a presenciar por la mirilla como echan al vecino y volverse rezando para que no le caiga la misma desgracia del cielo.