viernes, 30 de mayo de 2008

Una generación que nace muerta

Entre los hallazgos que más agradezco a mis años de doctorando recién terminados figuran los textos de Francisco Ayala, mas no sus ficciones literarias, sino sus reflexiones sociológicas y jurídico-políticas. De su lectura, y no de la consulta del endeble Esquema de la crisis de Ortega, procede mi inclinación por atribuir un papel relevante al factor generacional en el trascurso histórico. Cierto es que tenían entonces, tanto Ortega como Ayala, buenas razones para considerar que cada generación vive una experiencia histórica singular y modela su tiempo a semejanza suya. Otra impresión provoca, en cambio, la arraigada creencia en la fatalidad social, en el carácter inalterable de los signos principales de la sociedad política. Hoy parece, en efecto, que, salvo pasadas desviaciones transitorias dignas de olvidar, la experiencia de nuestros antepasados, la nuestra y la de nuestros sucesores ha sido, es y será idéntica. Como es bien sabido, esto no fue siempre así.
"La primera vez que vi a Villorrio fue en la Universidad Autónoma de México, en la entrega de unos premios. Él había obtenido el segundo premio de cuento y yo el tercero de poesía. Villorrio tenía diecisiete o dieciocho años y yo tres más. Mis recuerdos de aquel día son más bien brumosos. Recuerdo a un adolescene muy alto y entusiasta. En mi memoria lo veo con barba, conversando conmigo durante unos minutos, sin estudiarnos, sin pensar en nuestro futuro, un futuro que comenzaba a abrirse para ambos pero no como telón ni como visión instantánea, sino como puerta metálica de garaje que se abre con estrépito, sin limpieza ni armonía. Eso era lo que había. Eso era lo que nos había tocado".
Así rememoraba Roberto Bolaño, en una deliciosa colección de reseñas, su primer encuentro con Juan Villorrio. Ese chirriar del garaje abrió de forma abrupta las verjas de la historia a multitud de jóvenes saturados de literatura, perseguidores de la belleza, embriagados de teoría y custodios vehementes de la ética. La mayoría de ellos trocaron posición y poder por servidumbre y realismo. Suele ser patético leer cómo se retractan hoy, reputándose retrospectivamente de peligrosos soñadores integristas desde una especie de promontorio no menos integrista: aquel que identifica la rectificación con la revelación, la experiencia con la prudencia y la objetividad. Unos pocos, sin embargo, han continuado insobornables y auténticos hasta el día de hoy, pagando por ello el alto precio de la marginación.
Recuerdo a este respecto el día del debate sobre el Estatut de Cataluña. Lo que más me llamó la atención de las sucesivas alocuciones de Manuela de Madre, Rubalcaba y un largo etc. es que todos ellos, según decían, habían sido parlamentarios en la Asamblea Constituyente de 1978 y en la Cámara que muy pocos años después aprobaría el primer Estatut (si descontamos, claro, el promulgado bajo la II República). Prueba bien palpable, como pude verse, de que llevan treinta años en los centros neurálgicos del poder.
Comparto contigo, estimado lector, estas apreciaciones porque contemplo con cierta desdicha la disposición anímica de mis correligionarios de generación. Un compañero periodista, que marchó de Euskadi a El Salvador para encontrar la fortuna, me escribía hace un par de días transmitiéndome cierta desazón por el paso del tiempo, por la agobiante constancia de su fugacidad, por lo irrecuperable de lo acontecido. La verdad es que simpaticé rápidamente con esa impotencia frente a los días agolpados y la celeridad irrestañable de las semanas y los meses. No partipaba, empero, de esa nostalgia por un pasado idílico desgraciadamente concluido.
Esa misma noche (¿o quizá fue al día siguiente?) vinieron a casa a cenar íntimos amigos. La conversación discurrió casi en exclusiva por nuestras hazañas pasadas. Lo curioso es que éstas no consistían en descubrimientos épicos, en encuentros sentimentales inolvidables, en hallazgos literarios o musicales. No, ni mucho menos. Nuestros logros pasados -y conjugo la primera persona del plural porque me incluyo por completo- fueron mucho más pedestres, estuvieron regados de alcohol, plagados de risas y heridos ya por el egoísmo, la incultura y el provincianismo mental.
No es que deje de existir un momento de verdad en la añoranza de aquel estado en el cual, aparentemente, la distancia que nos separaba de las pasiones era mínima. El problema es que pasados los años no se perciba que, tras la presunta fusión con la naturaleza, operaba con vigor el dominio. El expolio intelectual a que fuimos sometidos, el aletargamiento espiritual y el esquematismo brutal en que se estaba constituyendo sociológicamente mi generación, no permiten equiparar ese hedonismo superficial con un vitalismo epicúreo y terrenal, con una pasión consciente y reflexiva. Por eso, tras las lamentaciones de quienes aborrecen la responsabilidad y extrañan la levedad existencial de la despreocupación más exterior, no puedo dejar de oír los sollozos del esclavo por la desaparición de su amo.
Especie de cuña indecisa entre dos cosmovisiones, mi generación habrá de decidir muy pronto si seguir los patrones establecidos por quienes comenzaron a mandar hace treinta años, y todavía lo hacen, si tomar el testigo de los auténticos y decadentes, si aspirar a dar de sí misma algo nuevo, o si aguardar a que la desbanque la que viene detrás empujando, en la que ya eclosionará toda la irracionalidad contenida en esta sociedad inquina y alienante.
Por ahora parece que tendremos todavía algún lustro de comodidad acolchada entre dos mundos opuestos. El primero lo encarnaba el otro día un excelente profesor, a quien conocí esta semana y que es a la sazón un auténtico experto en Michel Foucault. Me refiero al modo en que describía su estreno en los cincuenta, como la llegada a un remanso pacífico donde la cabeza añade claridad a la consistencia y donde el tiempo es dosificado con arte e inteligencia. El otro mundo, el que viene detrás, lo encuentro en mis estudiantes, en sus deshilvanados comentarios de texto sobre un discurso de un famoso liberal conservador del siglo XIX. Prácticamente todos concuerdan con Joaquín F. Pacheco en que, en la sociedad política, unos, los más dotados, han nacido para ordenar, y pueden legítimamente hacerlo, y otros, los menos capaces, están abocados a obedecer.
Y ese es el problema: que probablemente quienes vienen detrás no lleguen a empujar nunca y, al igual que con la historia, haya que levantar el acta de defunción de las generaciones. Para eso, además, están montando todo el Plan Bolonia, para educar en el liderazgo, o sea, para enseñar a obedecer al líder...

jueves, 22 de mayo de 2008

Un gobierno tecnócrata

En sentido estricto, la tecnocracia fue un movimiento político teórico-práctico surgido en los Estados Unidos durante los años veinte y treinta del pasado siglo. Su emergencia quizá la propició el ambiente intelectual creado por el pragmatismo de William James y John Dewey y por el institucionismo económico de Thorstein Veblen, él mismo promotor directo de la corriente tecnocrática. Se coaguló en torno a Howard Scott y estuvo conformada por un grupo de matemáticos, físicos e ingenieros cuyo propósito fundamental era la planificación por parte de un gobierno de técnicos de la producción económica y la distribución de recursos.

Como ocurre tantas otras veces en la historia política, el concepto de tecnocracia ha permanecido en su significante invirtiéndose su significado. En España, al menos desde las décadas del 'desarrollismo' franquista, el vocablo tecnocracia pasó a designar una forma de gobierno que da por fenecidas las ideologías y se limita a tomar las decisiones técnicamente adecuadas a las sucesivas coyunturas.

La mutación ha sido clara: mientras que los primeros tecnócratas querían planificar la economía capitalista mediante procedimientos técnicos, los segundos la asumen como una fatalidad inalterable a la que deben ajustarse lo mejor posible las resoluciones políticas. El papel de la técnica no es más sustituir a la economía para desencadenar al hombre del proceso productivo, como ingenuamente postulaban sus primeros impulsores, sino afinar las decisiones burocráticas con el fin de lubricarlo.

Pues bien, la tecnocracia en su última acepción ha desembarcado en el nuevo gobierno, y parece estar inspirando decisiones y nombramientos fundamentales. Ya mencioné en alguna ocasión el caso de Cristina Garmendia, empresaria destacada del negocio de las patentes en biología molecular, sin militancia política de ningún tipo y en cuyo rostro, además de entreverse los rasgos habituales del pijerío, no parecen haber dejado demasiada huella las horas de estudio e investigación. En sus manos ha quedado no sólo la Investigación, sino la dirección de toda la Universidad. Me pregunto qué intereses o proyectos puede auspiciar esta señora en ciencias sociales, me pregunto por qué Zapatero ha pasado de confiar en Emilio Lledó a poner en manos de estos empresarios la gestión pública.

Otro ejemplo reciente es el cese de José Álvarez Junco en la dirección del Centro de Estudios Políticos y su sustitución por Paloma Biglilio Campos. El primero, historiador social y de la cultura que en su última obra desentraña con bastante acierto el grado de artificialidad e historicidad del mito de la nación española. La segunda, técnica del derecho constitucional experta en los engranajes del procedimiento legislativo y la publicación de las normas. No he consultado su tesis doctoral sobre el socialismo y la reforma agraria, pero seguramente podamos encontrar en ella algunas sorpresas. El caso es que, en el lugar de un impulso humanista y crítico, se coloca un enfoque dogmático desideologizado.

Ayer hablaba con IM, un compañero de Madrid que trabaja como Técnico de la Administración Civil del Estado en el Ministerio de Administraciones Públicas. Como dato de interés, os puedo confesar que es votante algo fervoroso del PSOE. Podeis así imaginar qué poca parcialidad había en sus lamentos por el aterrizaje en el citado ministerio de Elena Salgado, señora que por lo visto se jacta de su visión tecnocrática de la política. Entre sus primeras decisiones figura el cese del jefe de mi colega, quien estaba desarrollando un mapa sociológico de los altos cargos de la Administración. Según me hacía saber IM, una de las primeras conclusiones que arrojaba este banco de datos era la procedencia castellana de casi todo nuestra nobleza de Estado. En lugar de burócratas con veleidades sociológicas, me decía que ha plagado las dependencias ministeriales no sólo de tecnócratas, sino ¡incluso de opusinos!

Si algo de criterio les queda, imagino que quienes abandonando su militancia habitual hicieron causa común con el PSOE para frenar a nuestra derecha cavernícola se encontrarán cuanto menos decepcionados.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Historia y servicio público

Por influjo de La Arqueología del saber de Foucault, me figuré durante algunos años el movimiento histórico como la incesante estratificación de un yacimiento, en el cual las diferentes capas permanecen sordas las unas a las otras. Las distintas épocas nada tienen que decirse entre sí porque nada pueden comunicarse; su recíproco exotismo no deja lugar a ninguna fibra continua y universal que las atraviese, ni racional, ni religiosa.

Aunque quizá tal representación pueda valer para períodos muy prolongados -según demuestra el hecho, por ejemplo, de que nada nos pueda decir hoy el razonamiento mágico de antaño- creo que es insatisfactoria para comprender el trascurso de la historia más reciente. Lo que puede observarse para los últimos siglos, más que una cancelación definitiva de estratos históricos por otras mentalidades superpuestas, es una incesante acumulación de perspectivas que está en la base de la complejidad contemporánea. La última palabra, la llamada a materializar cualquiera de las diferentes cosmovisiones que en la esfera espiritual comparten vigencia por igual, no es sino la praxis. Por eso creo que los dos conceptos más útiles para adentrarse en la realidad contemporánea son los de totalidad (o infinito, por expresarlo con mayor rigor siguiendo a Emmanuel Levinas) y pragmatismo. El primero denota la totalidad de enfoques acumulados, que a su vez alberga una infinitud de posibilidades latentes, y el segundo la circunstancia de que es la práctica la que, según los imperativos de la necesidad, pone en acción cualquiera de tales posibilidades.

Pues bien, toda esta soflama viene al caso para ilustrar la inminente y gigante subida del recibo de la luz. ¿Por qué? Pues porque se legitima tal encarecimiento acudiendo a una mentalidad incongruente con la privatización de los recursos energéticos. En efecto, aunque comenzase -como casi todo para el Estado democrático y social- en la I República francesa, sólo a fines del siglo XIX cobra auge la legitimación teleológica del poder público: los gobernantes -que no representantes- sólo pueden reclamar obediencia justamente cuando cumplan la finalidad que están llamados a colmar: la prestación de servicios públicos que garanticen las condiciones indispensables para una vida digna. Leyes obreras, estatalización de recursos, doctrinas jurídico-administrativas como las de Léon Duguit o Gaston Jéze venían a apuntalar el nacimiento del Estado-providencia. Este modo de legitimar el poder funcionó durante varias décadas, incluso bajo las dictaduras tradicionales, pero tenía como rasgo estructural una intervención de la potestad estatal en las relaciones económicas que lo hace incompatible con la actual privatización creciente de los servicios. El Estado entonces no tutelaba una sociedad autorregulada, sino que la producía. El servicio público no era una ocasión para el lucro, sino el deber ético de los dirigentes y los funcionarios.

El hecho de que la subida del precio de la luz se justifique alegando los costes de producción y distribución nos demuestra hasta qué punto la lógica del service public sigue conservando su potencia ética, y, por contraste, nos pone en evidencia en qué medida la lógica del mercado es incompatible con el abstecimiento de bienes de primera necesidad. Nadie parece preocuparse del destino efectivo que tuvo aquel billón de pesetas regalado por Aznar a las eléctricas en concepto de "transición al mercado libre". Parece que tampoco nadie quiere señalar que en esos costes de producción que todos debemos cubrir se incluyen los dos millones de euros que Pizarro cobró por su cara bonita, los sueldos multimillonarios de los consejeros de administración, los costes que puedan originar las aventuras financieras en que las empresas eléctricas se embarcan. En fin, parece que nadie relaciona esos costes que no se asumen con facturas medias de 100€ con las ganancias estratosféricas de Endesa e Iberdrola, empresas que, en última instancia, no son sino el patrimonio privado de unas pocas familias perfectamente localizables. Si tan sólo se trata de convertir el recibo de la luz en una tasa, en la que el administrado paga exactamente lo que cuesta producir el servicio, ¿por qué no estatalizar las eléctricas y ponerlas bajo el mando de técnicos cualificados con sueldos medios?

El problema vuelve a ser cómo oponerse a estos desmanes en los que se transparenta la complicidad entre el Estado y las empresas, o, más bien, la subordinación del Estado a éstas últimas. Que yo sepa, nadie puede pasar ya sin frigorífico, ordenador, calefacción y vitrocerámica... La jaula de hierro weberiana es demasiado asfixiante.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Economía y responsabilidad

En los medios filosófico-políticos continuadores -a veces superficiales- del legado de la Ilustración se habla con frecuencia de la responsabilidad social de las decisiones privadas. El burgués con criterio propio e iniciativa económica que tiene en cuenta la repercusión social de sus acciones sería, para esta perspectiva, el prototipo de ciudadano ideal, el miembro de una comunidad que podría devenir espontáneamente ordenada y armónica. Hay dos aspectos de esta comprensión normativa de lo social con los que simpatizo parcialmente: por un lado, parte de una concepción optimista del hombre, cree en última instancia en la bonhomía como regla general del comportamiento humano; por otra parte, también encierra un momento de verdad esta aproximación a las relaciones sociales al ubicar la fuente del orden en la planificación autónoma de la conducta, en lugar de confiarla a su regulación heterónoma. En este punto, dichas apreciaciones confluyen, efectivamente, con la versión más genuina del liberalismo.

Lo que no llego a comprender es la razón por la cual se desprecia una regulación jurídica representativa -por tanto, no heterónoma del todo- que garantice la responsabilidad social de la iniciativa privada. Cuando estos autores proceden de este modo ya están eligiendo el liberalismo en detrimento de la democracia. Por otra parte, quizá sea demasiado ingenuo esperar que la lógica expansiva y depredadora del beneficio privado se paralice de forma voluntaria por efecto de la simpatía con el prójimo. Además, el mismo concepto de responsabilidad nos conduce a la necesidad de una instancia ante la cual pueda hacerse efectiva. Pero la cesación que el Estado no para de hacer de sus funciones parece que elimina cualquier posibilidad de recurrir a ninguna institución capaz de conminar al individuo a asumir la responsabilidad contraída por sus propias acciones. Sólo ha quedado para venir a parchear los estropicios provocados por la anarquía necroeconómica, en feliz expresión del amigo Crates de Tebas.

A ver si entonces quienes claman por la responsabilidad individual autónoma no van a venir a justificar ideológicamente la más desenfrenada irresponsabilidad a la que parece estar abocado el capitalismo...

viernes, 2 de mayo de 2008

Royal, Veltroni, Schröder, Brown y, dentro de cuatro años, Zapatero

Más sobre lo mismo. La socialdemocracia de Giddens y Blair deja un flanco representativo abierto cada vez más poblado. Su único reclamo termina siendo la agitación fundada del miedo contra una derecha desprovista de ética institucional y democrática, como bien muestran desde Berlusconi a Zaplana. Pero basarlo todo en eso, posponiendo continuamente el momento de las reformas en favor de los sectores más frágiles, es manifiestamente insuficiente.

Falta a esta corriente, quizá debido a su obsesivo desprecio de todo lo procedente de Marx, cualquier atisbo de materialismo. El orden social no es políticamente gobernado por quienes, según un juicio racional y moral, sean elegidos como los mejores candidatos en un acto mercantil de rational choice transferido a la política. Sus dirigentes serán siempre quienes mejor se adecúen a la estructura productiva y espiritual. Por esta razón, ahondar en la cultura del éxito, del libre mercado, de la concurrencia y el darwinismo social desemboca irremediablemente en un gobierno liberal conservador. Sólo el SPD, presionado por Die Linke, parece darse cuenta de que la asignatura actual del socialismo democrático es preservar las conquistas que muy duramente fueron arrebatadas al liberalismo económico autoritario desde el siglo XIX. En España, desgraciadamente, nuestros socialdemócratas están bastante más a la derecha en todo lo relacionado a fiscalidad y economía que la misma CDU alemana.

Maximalismos de izquierda

Ayer comentaba que, lejos de lo habitualmente enunciado por tertulianos y periodistas, el PSOE se adhiere más firmemente a las reglas del capitalismo que el propio PP. Bien sea por inseguridad y temor ante una eventual y temible oposición de la clase empresarial, o bien porque la élite de su aparato está plenamente inserta en la oligarquía financiera (como bien demostró la Comisión de Investigación de la Comunidad de Madrid sobre el famoso caso de Tamayo y Sáez, ocasión en la que salió al descubierto hasta un milmillonario del inmueble miembro de IU), el caso es que el PSOE no toca ni tocará un ápice de la estructura económica, no ya en un sentido socialista, vigilando la incesante acumulación del capital en pocas manos, sino ni siquiera en un sentido francamente liberal, asegurando la competencia y la concurrencia en los diversos órdenes del mercado, como el de la distribución alimentaria o el de la producción cultural. Basta con atender a los órdenamientos jurídico-económico europeos para comprobar que lo proclamado en España como intangible e inalterable se regula generosamente en otros países, los cuales, no por casualidad, llevan a España una inmensurable ventaja en todo lo relativo a educación, infraestructuras, sanidad, cultura, comunicaciones, idiomas y civismo.

De hecho, leía hoy en Público que los sectores cercanos a Zapatero no ponen reparo ético alguno al paso de su asesor económico al sector privado de la construcción. El fundamento de su planteamiento no es otro que la fe liberal, según la cual la acumulación de ganancias no crea privilegios, desigualdades y resentimiento sino que es beneficiosa para el conjunto de la sociedad pues siempre vuelve a ella en forma de inversiones que producen puestos de trabajo. Qué más da entonces que este tipo pueda influir en las decisiones estatales en beneficio de unas pocas empresas, si el crecimiento de tales corporaciones repercute positivamente en el conjunto de la nación. Qué importa, pues, hacer responsable de toda la Universidad y la Investigación a una empresaria especializada en patentes de biología molecular en un ministerio volcado en la producción económica -según la presentación de Zapatero-.

Estos mismos hechos nos ponen en evidencia cuánto trazo grueso, cuánta falta de análisis de la complejidad existe en las afirmaciones a tenor de las cuales el PSOE y el PP son lo mismo. Para nada; e incluso para perjuicio de la socialdemocracia actual, si observada desde parámetros rígidos de la izquierda. Y todo esto pasa inadvertido sencillamente porque tales aseveraciones parten de una percepción dogmática de la política. O aplicas y reproduces el dogma que de forma preconcebida define la identidad de la izquierda o sino entras sencillamente en un saco común donde las diferentes visiones de la cultura, la ecología, la sociedad, las relaciones internacionales o la nación quedan desdibujadas por la complicidad con el capitalismo. Quizá sea este dogmatismo, esta supremacía de las concepciones prefijadas -fruto ellas mismas de la lejanía respecto del mando político-, uno de los males que aquejan actualmente a la izquierda llamada alternativa y transformadora.

Por otra parte, la connivencia del PSOE con las reglas del 'libre' mercado puede contemplarse desde dos ángulos complementarios: mucha gente -desde ciudadanos de a pie hasta eminentes catedráticos- interpreta con censurable provincianismo que sus medidas representan el máximo de izquierda posible, más allá de las cuales comienzan los radicalismos disgregadores, el fanatismo y el temor a la inestabilidad. Podemos entonces imaginarnos hasta qué punto la socialdemocracia es depositaria de muchas esperanzas colectivas y en qué medida las traiciona e instrumentaliza. Pero su actitud también supone una remisión a la ciudadanía activa. Su neutralidad no hace sino acatar el hecho incontrastable de que con las leyes y desde los parlamentos no se transforman estructuras económicas si no se ven acompañados de una población vigilante, movilizada y reactiva frente a las ilegítimas intromisiones del mercado en la libertad y autonomía personales.

No acusemos, pues, a un partido de lo que es un mal instalado en la sociedad. Aquí radica otra insuficiencia de la izquierda alternativa: aun sabiendo que las raíces de los cambios se incrustan en la colectividad no cesan de colocar el origen del inmovilismo presente en la dialéctica parlamentaria entre los partidos.

Y, por último, esta complacencia capitalista del PSOE no puede tampoco eliminar del análisis los restantes aspectos de la gobernación política. No es lo mismo tener a Álvarez Junco presidiendo el Centro de Estudios Políticos que a Carmen Iglesias, ni tampoco presentando el telediario a Urdaci que a Milá, ni menos aún presentando libros falangistas a Sánchez Dragó que a Javier Rioyo, ni a Bernat Soria o Carme Chacón al frente de responsabilidades ministeriales que a Federico Trillo o Arias Cañete, ni, en fin, haber impulsado una renovación estatutaria contra viento y marea que financiar generosa y acríticamente todo fasto nacionalista que potencie el virus autoritario de la unidad antipluralista de la nación española. He ahí, en conclusión, el mal principal de la izquierda maximalista, siempre de espaldas ante el carácter complejo y multifacético de la interacción social debido a su obstinada idea de que todo nace y muere en la institución propietaria y la economía.

jueves, 1 de mayo de 2008

El liberalismo progresista, hoy

Llevo unos meses volcado en el siglo XIX español. Parece claro que por encima de una concatenación de cartas constitucionales se está construyendo una estructura política desde al menos 1834 hasta 1931. Los agentes sociales de este mundo no son sino los procedentes del Antiguo Régimen y las dos familias liberales, moderados y progresistas, con clara exclusión del movimiento democrático y social, vivo y visible desde los años cincuenta del XIX. El protagonista indiscutible es el moderantismo, que despliega su programa sobre el terreno labrado por los progresistas.

Vivimos un siglo XIX redivivo. La presente diatriba espectacular entre el PSOE y el PP por configurar el Estado equivale a aquellas dos corrientes liberales disputándose los matices de una misma estructura política. Sea por propia convicción, o por necesidad de atraerse la compaciencia de industriales y empresarios, el PSOE resulta además mucho más forofo del capitalismo en su política económica que un PP todavía sensible a cierto tradicionalismo que opone a la concurrencia el dogma religioso, la unidad familiar o la moral nacional. En cualquier caso, el PSOE actual está mucho más próximo al liberalismo progresista que a su homónimo antecesor. Como sucediese entonces, nuestra organización política se caracteriza por estar construida sin representación de las capas currantes. Y ello, aunque éstas voten, pues no parece que nadie preste voz a sus intereses. Quizá eso sea lo que falte: algún acontecimiento o alguna personalidad con capacidad catalizadora..
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Retales de Post's

Adolece uno del defecto de soñar y planear miles de tareas sin después poder abarcar todas ellas como cumpliría hacer. Artículos, reseñas, monografías, traducciones y hasta empresas editoriales rondan la cabeza con el desafortunado efecto de proyectar una vida hacia un futuro ya hipotecado de antemano. De todo este cúmulo de menesteres por realizar van segregándose, como gajos incompletos e insatisfactorios, hojas sobre tal o cual asunto que pocas veces tienen la virtud de materializar lo que en un principio había diseñado mentalmente. La prueba más fehaciente de todo ello es que, pese a sus 827 páginas, a mi tesis, valorada de acuerdo a mis parámentros ideales, le faltan dos capítulos y una larga conclusión que habrían añadido al menos 300 páginas al grueso mamotreto.

Mi relación con este blog es similar. Cientos de impresiones sentidas por lo que me rodea empiezan a perfilarse como posibles post's que van acumulándose como tareas pendientes hasta comenzar a desvanecerse, o a ser sustituidas por otras nuevas reflexiones. Algunas veces he creído que, en lugar de redactar todos los artículos o libros que a uno gustaría suscribir, la salida podría ser escribir un libro sobre los libros soñados. Trasladados al mundo de los blogs, la solución a este atolladero de apuntes pendientes sería escribir sobre lo que uno querría escribir, trasladar a la red la sensación en bruto que desaría desarrollar si fuese disciplinado, metódico y constante.

Por eso escribo ahora algunos retazos, para recobrar sensaciones y compartirlas contigo.

Hace ya casi un mes estuve en Madrid. Era la fecha de la investidura de Zapatero como presidente. La dualidad entre la vida privada y la esfera pública se me hizo especialmente patente. Fueron días de trabajo, paseos, reencuentros, restaurantes y librerías que contrastaban con un centro de Madrid desierto porque cercado policialmente. Sintomáticamente, el cordón policial protegía las Cortes de la nada: las vidas privadas discurrían ajenas al acontecimiento político; ni una queja, ni una movilización, ningún jolgorio. La darwinista sociedad individualizada fluye por un cauce que ya ni siquiera se encuentra con la política en sus ceremonias principales. Mi particular experiencia despolitizada me procuró un pequeño descubrimiento: la librería Pasajes en la desafortunada Calle Génova, propiedad de la excelente y valiente editorial Trotta.

Corrigiendo en clase un comentario sobre una selección de artículos de la Constitución de Cádiz una estudiante persistía en la ideología: "es la primera Constitución democrática española". Parece que contra el dogma liberal no puede ni siquiera la prueba empírica de que en esta norma se abre un espacio de exclusión, estratificado y complejo, donde encontramos a las mujeres, los esclavos, los hijos de indias, los analfabetos o los trabajadores por cuenta ajena. Es cierto que al menos en Cádiz, como dice
Alfons, arrancan en España ciertos principios y propósitos encomiables, pero derivar la sociedad democrática de una organización patriarcal y esclavista es cuanto menos forzar el sentido de la historia.

Liberalismo, democracia y constitucionalismo ni significan la misma cosa, ni tienen porqué complementarse. El liberalismo es incompatible con una democracia popular que extienda la influencia de las decisiones políticas hasta el mundo económico; por el contrario, es perfectamente compatible con dictaduras sanguinarias, como demuestran desde Mussolini a Pinochet. El liberalismo, centrado estructuralmente en la institución propietaria -en todas sus variantes-, se lleva además mal con un constitucionalismo íntegro de derechos individuales y sociales. Sólo basta abrir un manual de análisis económico del derecho en su sección dedicada al derecho penal para percatarnos de cuánto importan a los economistas los principios constitucionales. La democracia puede ser, en efecto, contraria al liberalismo, pero también ciega ante las garantías jurídicas del individuo, aniquilando cualquier tipo de autonomía y de libertad con la mera excusa de la prepotencia de la mayoría. Quizá la organización ideal debiera colocar en su cúspide la idea constitucional, en su basamento la democracia como participación cívica en los asuntos públicos -concepción, por tanto, más amplia que la mera correlación de fuerzas partidarias- y como ornamentos periféricos los escasos y superficiales beneficios que nos concede el liberalismo capitalista.

Este mundo no tiene más que 18 años escasos. A un historiador le resulta bien visible que bajo la permanencia de las tradiciones no cesan de surgir quiebros sustantivos. Justo al contrario de lo que piensa un tradicionalista religioso como Gadamer, la verdad no está en esa permanencia epidérmica sino en ese devenir fluvial incontenible. Pues bien, la presente estructura política y productiva mundial nació con la caída del muro de Berlín. Dejando aparte el conocimiento insuficiente de los países del Este, mediatizado siempre por la pantalla de los dogmas dicotómicos oficiales, me interesa más aún el efecto reflejo que un mastodonte militar rojo podía tener en el occidente capitalista. Desde la financiación directa hasta la inspiración remota, probablemente suministraba la prueba empírica de una alternativa que, en el resto de Europa, hacía que la política y la economía se articulasen de diferente modo al actual. Basta ver el empobrecimiento masivo, la precariedad laboral, el estado del medio ambiente, la resignación ante lo inmodificable y el resentimiento creciente para hacernos una idea de lo que nos espera cuando este nuevo mundo tenga 50 años.

El antimilitarismo pertenece a la ingenuidad de la izquierda. Nadie parece destacar que Venezuela, Bolivia, Ecuador y Paraguay tienen en común el que el Ejército esté del lado de la voluntad mayoritaria. Un objetivo prioritario de la izquierda transformadora debiera ser aspirar a sustituir el patriotismo por la conciencia de clase entre los soldados, la mayoría de ellos en precario cuando no inmigrantes sin más salidas.

Leo hoy un estupendo artículo de
Vincenç Navarro en El País y descubrí ayer un notable blog crítico, donde puedes encontrar conexiones de interés y portales infumables procedentes de la estela nacionalista y casposa de Gustavo Bueno.