Entre los hallazgos que más agradezco a mis años de doctorando recién terminados figuran los textos de Francisco Ayala, mas no sus ficciones literarias, sino sus reflexiones sociológicas y jurídico-políticas. De su lectura, y no de la consulta del endeble Esquema de la crisis de Ortega, procede mi inclinación por atribuir un papel relevante al factor generacional en el trascurso histórico. Cierto es que tenían entonces, tanto Ortega como Ayala, buenas razones para considerar que cada generación vive una experiencia histórica singular y modela su tiempo a semejanza suya. Otra impresión provoca, en cambio, la arraigada creencia en la fatalidad social, en el carácter inalterable de los signos principales de la sociedad política. Hoy parece, en efecto, que, salvo pasadas desviaciones transitorias dignas de olvidar, la experiencia de nuestros antepasados, la nuestra y la de nuestros sucesores ha sido, es y será idéntica. Como es bien sabido, esto no fue siempre así.
"La primera vez que vi a Villorrio fue en la Universidad Autónoma de México, en la entrega de unos premios. Él había obtenido el segundo premio de cuento y yo el tercero de poesía. Villorrio tenía diecisiete o dieciocho años y yo tres más. Mis recuerdos de aquel día son más bien brumosos. Recuerdo a un adolescene muy alto y entusiasta. En mi memoria lo veo con barba, conversando conmigo durante unos minutos, sin estudiarnos, sin pensar en nuestro futuro, un futuro que comenzaba a abrirse para ambos pero no como telón ni como visión instantánea, sino como puerta metálica de garaje que se abre con estrépito, sin limpieza ni armonía. Eso era lo que había. Eso era lo que nos había tocado".
Así rememoraba Roberto Bolaño, en una deliciosa colección de reseñas, su primer encuentro con Juan Villorrio. Ese chirriar del garaje abrió de forma abrupta las verjas de la historia a multitud de jóvenes saturados de literatura, perseguidores de la belleza, embriagados de teoría y custodios vehementes de la ética. La mayoría de ellos trocaron posición y poder por servidumbre y realismo. Suele ser patético leer cómo se retractan hoy, reputándose retrospectivamente de peligrosos soñadores integristas desde una especie de promontorio no menos integrista: aquel que identifica la rectificación con la revelación, la experiencia con la prudencia y la objetividad. Unos pocos, sin embargo, han continuado insobornables y auténticos hasta el día de hoy, pagando por ello el alto precio de la marginación.
Recuerdo a este respecto el día del debate sobre el Estatut de Cataluña. Lo que más me llamó la atención de las sucesivas alocuciones de Manuela de Madre, Rubalcaba y un largo etc. es que todos ellos, según decían, habían sido parlamentarios en la Asamblea Constituyente de 1978 y en la Cámara que muy pocos años después aprobaría el primer Estatut (si descontamos, claro, el promulgado bajo la II República). Prueba bien palpable, como pude verse, de que llevan treinta años en los centros neurálgicos del poder.
Comparto contigo, estimado lector, estas apreciaciones porque contemplo con cierta desdicha la disposición anímica de mis correligionarios de generación. Un compañero periodista, que marchó de Euskadi a El Salvador para encontrar la fortuna, me escribía hace un par de días transmitiéndome cierta desazón por el paso del tiempo, por la agobiante constancia de su fugacidad, por lo irrecuperable de lo acontecido. La verdad es que simpaticé rápidamente con esa impotencia frente a los días agolpados y la celeridad irrestañable de las semanas y los meses. No partipaba, empero, de esa nostalgia por un pasado idílico desgraciadamente concluido.
Esa misma noche (¿o quizá fue al día siguiente?) vinieron a casa a cenar íntimos amigos. La conversación discurrió casi en exclusiva por nuestras hazañas pasadas. Lo curioso es que éstas no consistían en descubrimientos épicos, en encuentros sentimentales inolvidables, en hallazgos literarios o musicales. No, ni mucho menos. Nuestros logros pasados -y conjugo la primera persona del plural porque me incluyo por completo- fueron mucho más pedestres, estuvieron regados de alcohol, plagados de risas y heridos ya por el egoísmo, la incultura y el provincianismo mental.
No es que deje de existir un momento de verdad en la añoranza de aquel estado en el cual, aparentemente, la distancia que nos separaba de las pasiones era mínima. El problema es que pasados los años no se perciba que, tras la presunta fusión con la naturaleza, operaba con vigor el dominio. El expolio intelectual a que fuimos sometidos, el aletargamiento espiritual y el esquematismo brutal en que se estaba constituyendo sociológicamente mi generación, no permiten equiparar ese hedonismo superficial con un vitalismo epicúreo y terrenal, con una pasión consciente y reflexiva. Por eso, tras las lamentaciones de quienes aborrecen la responsabilidad y extrañan la levedad existencial de la despreocupación más exterior, no puedo dejar de oír los sollozos del esclavo por la desaparición de su amo.
Especie de cuña indecisa entre dos cosmovisiones, mi generación habrá de decidir muy pronto si seguir los patrones establecidos por quienes comenzaron a mandar hace treinta años, y todavía lo hacen, si tomar el testigo de los auténticos y decadentes, si aspirar a dar de sí misma algo nuevo, o si aguardar a que la desbanque la que viene detrás empujando, en la que ya eclosionará toda la irracionalidad contenida en esta sociedad inquina y alienante.
Por ahora parece que tendremos todavía algún lustro de comodidad acolchada entre dos mundos opuestos. El primero lo encarnaba el otro día un excelente profesor, a quien conocí esta semana y que es a la sazón un auténtico experto en Michel Foucault. Me refiero al modo en que describía su estreno en los cincuenta, como la llegada a un remanso pacífico donde la cabeza añade claridad a la consistencia y donde el tiempo es dosificado con arte e inteligencia. El otro mundo, el que viene detrás, lo encuentro en mis estudiantes, en sus deshilvanados comentarios de texto sobre un discurso de un famoso liberal conservador del siglo XIX. Prácticamente todos concuerdan con Joaquín F. Pacheco en que, en la sociedad política, unos, los más dotados, han nacido para ordenar, y pueden legítimamente hacerlo, y otros, los menos capaces, están abocados a obedecer.
Y ese es el problema: que probablemente quienes vienen detrás no lleguen a empujar nunca y, al igual que con la historia, haya que levantar el acta de defunción de las generaciones. Para eso, además, están montando todo el Plan Bolonia, para educar en el liderazgo, o sea, para enseñar a obedecer al líder...