lunes, 28 de diciembre de 2009

The Wire

El año pasado, por pura casualidad, colgué en este portal 48 entradas. Haciendo cuentas, y calculando que cada mes tiene una media de cuatro semanas, resultó que había escrito una entrada por semana, dejando las tres o cuatro que restan como merecidas vacaciones. Veo ahora que también, casi por azar, he llegado a final de 2009 con 47 entradas escritas. Y un absurdo prurito racionalista y redondeador me invita a terminar el año con el mismo número. Me queda así la sensación de haber cumplido con este otro deber. Aunque, a decir verdad, uno escribe aquí más por necesidad que por obligación. Lo que ocurre es que esa necesidad de escribir no se compagina siempre con el tiempo y la disposición mental para hacerlo. Si no, probablemente, subiría una entrada casi diaria, después del telediario, de leer la prensa, de terminar un libro o ver una buena película.

Podrían haber sido más. Cuando quiero comentar alguna cosa y no dispongo del tiempo suficiente para hacerlo, tengo la costumbre de abocetar la entrada y dejarla como borrador. En esa condición han quedado varias este año. En una hablaba de la persistencia de la lealtad católica en España a la altura de 1868. La ocasión la daban unos documentos que miré en verano en los que se percibía claramente cómo algunas élites renegaron de la Constitución democrática por suponerla anticatólica. Eran miembros de la iglesia antes que ciudadanos. Otra de las entradas que se quedó por el camino comentaba el patrimonio de Cristina Garmendia. Como materialista irredento que soy, sacaba las conclusiones oportunas acerca de la visión que de los problemas sociales, y de la política científica, puede tener una multimillonaria. Y lamentaba, ya de paso, el escasísimo número de individuos de clase media baja entre nuestros políticos. Y, en fin, alguna hubo sobre Latinoamérica, en concreto sobre la confusión conceptual entre Constitución y poder constituyente reinante en el análisis, siempre sesgado por estos lares, del golpe en Honduras.

Para llegar a las 48 habría bastado con completar alguna de estas entradas. Ello habría supuesto dejar atrás toda mención a los momentos más sobresalientes del año que termina. Si entre todos ellos tuviese que destacar uno, perteneciente, claro, al ámbito político-cultural en que suelen centrarse estas líneas, no dudaría en rememorar las más de cincuenta horas de gozo y deleite que he tenido viendo la serie The Wire. Ya he dejado caer en varias ocasiones que soy un auténtico forofo de las series televisivas producidas por HBO. Sex Feet Under, The Sopranos, Roma y Deadwood me han regalado en multitud de ocasiones esa honda satisfacción que solo sabe dar el buen cine. Con The Wire, la serie de escuchas telefónicas realizadas por la policía de Baltimore, la cosa fue bien diferente. No conseguía pasar del tercer capítulo, y pese a que Danae me animaba a continuar, pues ella había disfrutado mucho con casi toda la primera temporada, me daba pereza volver a intentarlo. Hasta que un día Enric González la calificó en su chat como la mejor serie de la historia, demostrándome con ello que había incurrido en el penoso y, por desgracia, frecuente error de no confiar en las recomendaciones de los más próximos. Venía a decir González que si Los Soprado eran ya una obra maestra del cine, y Mad Men iba camino de serlo, lo de The Wire era otro registro, era un nivel cualitativamente superior e inalcanzado hasta el momento en el mundo de la televisión.

Y así es. Junto a Deadwood, que se ocupa de la génesis de un Estado en la Norteamérica de los pioneros, quizá sea la serie que con mayor profundidad y franqueza capta los resortes de la vida social, sus pliegues, dobleces y sutilezas. Si algo caracteriza a esta radiografía de la vida contemporánea es, en efecto, que huye siempre de las representaciones unilaterales, haciéndote ver la ambivalencia congénita de todas las acciones con proyección social.

Se trata, en concreto, de un fresco que recorre algunas de las instancias más decisivas de una megalópolis moderna: la delincuencia, el trabajo, la política, la educación y los medios, o, con mayor precisión, el tráfico de drogas en los distritos marginales de Baltimore, el desmantelamiento de la clase obrera portuaria de la ciudad, los entresijos de su ayuntamiento, la difícil rutina de sus escuelas públicas y la dolorosa adaptación al nuevo tiempo financiero y digital de The Baltimore Sun. Sus autores, periodista uno (David Simon) y comisario de policía el otro (Ed Burns), saben, desde luego, de lo que hablan. Y para articular su mensaje, lejos de florituras y conceptualismos posmodernos, deciden inscribirse en la mejor tradición clásica y realizar un espeso trenzado de historias apasionantes.

Vista con ojos políticos y filosóficos, lo mejor de esta serie coral, en la que no hay protagonistas sino decenas de personajes creíbles, es su relación con el presente. Simultáneamente, lo hace suyo y lo impulsa. Es capaz de absorberlo por entero y representarlo en toda su complejidad, para después abrir el paso a tímidas y esperanzadoras trazas de futuro. El modo en que lo hace es el de la persuasión desencantada. Después del estrepitoso fracaso de las utopías, ya no es ingenuo, sino deshonesto creer en un mundo perfecto. Esta evidencia no cesa de rentabilizarla el conservadurismo, siempre presto para indicar los costes de cualquier tentativa transformadora. Por eso, la única perspectiva honrada es la del desencanto, mas no la de la resignación. Esta última supondría admitir aquello que anhela la doctrina conservadora, o, por llamarla con otro nombre, la ideología del poder: que el sujeto piense que todo lo que le acontece en términos sociales, políticos y económicos procede del destino y la providencia y, por consiguiente, resulta inalterable. El desencanto, en cambio, no riñe con la persuasión, con esa inclinación vitalista, nominada por Claudio Magris, que anima a dotar de sentido cualquier tarea, porque con ella cambiamos siempre lo que nos rodea y, en consecuencia, a nosotros mismos.

Ya sea con el teniente que decidió legalizar la droga en un barrio de casas abandonadas, con los trabajadores sociales que intentaban salvar de la adicción y la muerte a estudiantes marginales, con el redactor que trataba de preservar la profesionalidad periodística frente al rampante amarillismo o con los policías que no se resignaban a detener a camellos de poca monta y deseaban hacer trabajo policial, The Wire siempre deja la misma impresión: aunque el resultado nunca sea perfecto, merece la pena intentarlo, porque siempre se conquista algo y, sobre todo, porque mientras se lleva a cabo uno está viviendo.

Y si a este trasfondo agregamos una formidable labor de documentación, unos guiones profundos y elaborados --dignos de Shakespeare, según González--, unas notables interpretaciones y un retrato realista y sin concesiones de nuestra actualidad y, más en concreto, de los límites y el alcance de la actividad política, obtenemos como resultado, efectivamente, una obra maestra que raras veces podemos encontrar en la pequeña pantalla.

Por eso os animo a verla el año que va a comenzar. Y, ya que estamos, aprovecho para dar, a todo el que se acerque por aquí, mis mejores deseos para estos días y para el próximo 2010.
Dick Turpin

domingo, 13 de diciembre de 2009

Un dios revolucionario

Conservadurismo y teología parecen ir siempre de la mano. El primero suele referirse a una naturaleza humana unívoca, inmutable e inmarcesible a la que ha de adecuarse por fuerza la organización social. Poco importa que el curso de los años, o una mera excursión por lugares exóticos, pongan seriamente en cuestión los atributos distintivos de esa presunta naturaleza atemporal. Ya le basta con ir ampliando el círculo de los herejes y de los defensores de lo anti-natural.

La teología más simplista y retrógrada, por su parte, coincide en indicar la primacía de unas leyes naturales inconmovibles de procedencia divina. El hombre puede ser libre para vulnerarlas, pero nunca para alterarlas y sustituirlas por otras. Y cuando cae en la tentación de subvertirlas, cuando, como recordaba Donoso Cortés, intenta convertirse en dios para crear las propias leyes de la sociedad, está irremediablemente abocado al desorden y el fracaso.

Los liberales economicistas, en su típica conversión de una teoría económica en una fe religiosa, confluyen en estos planteamientos. También para ellos existe esa naturaleza humana inmodificable, unas cuantas leyes inamovibles y la tendencia inmanente de lo colectivo a la armonía. Y también en su caso la violencia ejercida sobre esa naturaleza humana o sobre dichas leyes indisponibles desemboca en el caos y la anarquía.

La imagen subyacente de dios en todos estos ejemplos es la del dios creador, la de la divinidad originaria causante del mundo y de sus regularidades férreas e inquebrantables. Un dios entendido en última instancia como autoridad, como titular de una potestad de mando a cuyas decisiones el hombre se encuentra sometido, ya sea irremediablemente o bien con la posibilidad de vulnerarlas mediando un castigo inexorable. Puede, sin embargo, que al lado de esta figuración de la trascendencia exista otra representación, mucho menos conservadora e interesada, que da pábulo a una suerte de dios revolucionario.

La inversión, o al menos la modificación de esta imagen es sencilla. Junto al origen creativo de las cosas, dios continua siendo el único capacitado para hacer milagros y el milagro no es sino un atentado al orden natural con la finalidad de realizar un acto de justicia. Tan decisiva resulta esta ambivalencia divina que, impregnados de religión, los reyes de antaño, vicarios de dios en la tierra, legitimaban su inobservancia de las normas en la necesidad de adoptar decisiones graciosas que tuviesen como resultado la consecución de lo justo.

Si el hombre está hecho a imagen y semejanza de su creador, acaso esté dotado de dicha capacidad creadora y revolucionaria del estado natural. Su misión quizá no se ciña al cumplimiento pasivo pero libre de leyes predeterminadas; puede que su cometido más puro se encuentre en romper con esas leyes aparentemente inmutables para buscar en libertad el acontecimiento genuino y la espontaneidad sin mediaciones, siempre con la intención de satisfacer su imborrable anhelo de justicia, el vestigio divino más palpable que pueda encontrarse en el alma humana. Y si la fe puede ayudarle a cumplir su cometido no es porque le proporcione la seguridad irracional de que ciertos dogmas religiosos son verdaderos aunque la razón científica los niegue. No, si el hombre puede apoyarse en la fe sería porque ella le enseñaría que para alcanzar esa justicia contra el destino solo es necesario creer.

Creer en su posibilidad.

No piense el lector que me he convertido al cristianismo o que acuso ciertas inclinaciones místicas. La verdad es que no sé muy bien si el motivo de estas reflexiones procede de la atmósfera política actual, en la que tanta difusión han adquirido las posiciones católicas en relación al aborto, los símbolos cristianos o la historia española. Pero el hecho es que hace un par de días, justo antes de acostarme, me vino a la memoria la magnífica película de Dreyer, Ordet. La palabra, especialmente su milagroso final. Y recordé que al terminar comenté a Danae: 'creo que Dreyer muestra el único modo racional de seguir creyendo en dios después de la muerte de dios'.

Probablemente, estos que ahora acabo de expresar fueron los motivos de aquel comentario que a mí mismo me pareció enigmático.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Daños colaterales de la desmovilización civil

Allá por los ochenta, cuando en España todavía coleteaba la resistencia antifranquista, el espíritu sesentayochista y cierta conciencia obrerista, una de las obsesiones de la gauche divine era la desmovilización civil. Con tanta huelga, asociación de vecinos, protesta y presión social no se podía gobernar cómodamente y las instituciones se vaciaban de sentido. La cobertura teórica la aprestaban liberales como Ralph Dahrendof, quien abogaba por la expresión de la voluntad ciudadana a través de los órganos de que se había dotado, mas no directamente, con manifestaciones, pancartas y proclamas, pues de ese modo el Estado se paralizaba. Entonces se acuñó la versión moderna de la distinción entre el gobierno responsable, con sentido institucional, y el populista: mientras el primero canaliza sus actuaciones sin excepción por medio de los organismos establecidos, el segundo se dirige directamente, sin mediaciones ni procedimientos, a la ciudadanía en su conjunto, o lo que es peor, a uno de sus grupos, normalmente el más numeroso y desfavorecido, al que consulta en referéndum cada dos por tres y al que satisface con medidas despóticas de carácter económico.

La vigencia de esta ortodoxia política durante tres décadas no podía pasar en balde. Atrofiado todo instinto de lucha social, o recluido éste en el ridículo desprovisto de finalidad, el panorama de la sociedad política, tal como ansiaba el primer liberalismo, se escinde en dos: por una parte, el entramado estatal, y por otra, una agregación de individuos incapaces de toda solidaridad activa y no caritativa*. Las consecuencias más directas son, por un lado, que los sujetos están (estamos) convencidos de que todas las problemáticas sociales han de encontrar solución y respuesta en las instituciones, y por el otro, que las demandas cívicas clamorosas carezcan de resonancia legislativa. Ahí están para demostrarlo tanto la actitud más frecuente ante la crisis, que en ningún momento interpela a la sociedad civil como principal agente de su resolución, como los oídos sordos que los sucesivos gobiernos han hecho a huelgas generales o a manifestaciones pacifistas.

Este hábito político, de esperarlo todo del Estado sin confiar en las propias fuerzas, no se aprecia solo en los hechos colacionados. Cuenta asimismo con daños colaterales menos visibles y pone además en evidencia hasta qué punto esta ética individualista contradice el funcionamiento mismo de un mercado libre, con el que equivocadamente se la asocia como su base antropológica más ajustada. Dos movilizaciones recientes nos recuerdan, valga la paradoja, hasta qué punto está desmovilizada la sociedad. Me refiero a la que los agricultores y ganaderos llevaron a cabo hace un par de fines de semana en Madrid y a la que ayer protagonizaron nuestros músicos. Ambas se caracterizan por una suma de individuos que comparten profesión, los cuales, ante una situación económica difícil, optan por sumar fuerzas en un solo día para pedirle soluciones, heterónomas, al gobierno. Después, cada uno a su santa casa, a seguir gastando las subvenciones europeas y culturales y a continuar lamentándose de su tan precaria situación.

Si hubiese un mínimo de espíritu asociativo y cooperativo las cosas podrían marchar de forma bien distinta. El problema de los bajos costes de la producción en la agricultura y la ganadería se deben, según manifestó el propio Rajoy, al oligopolio reinante en la distribución. ¿Qué problema hay, pues, en prescindir del mediador y organizarse por sectores o comarcas para distribuir los propios bienes? Pues el trabajo que cuesta organizarse, poner a la gente de acuerdo y salir del tractor para fundar cooperativas.

Con el problema de las descargas por internet sucede algo por estilo, aunque aún más desenfocado. Cuando las pérdidas del sector se equiparan a las bajadas de archivos se está ocultando el dato bien ostensible de que no todos los discos pirateados serían adquiridos en el mercado. Si hay tanta actividad de intercambio se debe precisamente a su gratuidad. Pero, de cualquier forma, también aquí se pretende resolver el escollo con prohibiciones y merma de derechos, en vez de con una respuesta colectiva de los productores. ¿Qué problema hay, en este segundo caso, con prescindir de productoras y distribuidoras, limitar la industria a los músicos y técnicos del sonido, ambos suficientes para colocar el propio producto en la red o en las tiendas de discos? ¿No está claro que si un disco costase 3€, que es lo que vienen a llevarse los autores por cada venta, el personal podría optar por descargas a bajo coste o por comprar directamente su cd?

Sin embargo, con este infantilismo disfrazado de madurez, con este Estado paternalista presentado como liberal, y con este oligopolio alabado como libre competencia, resulta mucho más cómodo patalear un par de días para que venga el gobierno a salvarte de los problemas.

* No suelo incluir en estas páginas, salvo en muy pocas ocasiones, los materiales que me sirven para el trabajo académico. Pero para apoyar esta afirmación me viene en mientes uno tan elocuente que merece la pena citarlo. Es la memoria de un fiscal de audiencia del País Vasco creo recordar que de 1904. En ella narra unos hechos asombrosos: acosada Bilbao por una lluvia de desahucios, los afectados terminaron explotando hasta el punto que hubo de intervenir el ejército. El detonante fue un lanzamiento más, la gente dijo basta, se lanzó a la calle con todo el mobiliario de sus respectivas casas y comenzó una guerrilla urbana que duró más de tres días, hasta que pudieron desalojar a los inquilinos con la intervención del ejército. Hoy, tiempo también de embargos, a lo más que llega el hombre es a presenciar por la mirilla como echan al vecino y volverse rezando para que no le caiga la misma desgracia del cielo.

sábado, 28 de noviembre de 2009

El libertinaje del capital

No encuentro subrayado por ningún sitio el hondo contraste que existe entre los cuatro millones de parados y la superación de la barrera de los doce mil puntos en la Bolsa. Desde que Público, en uno de sus primeros números, reveló que dos tercios de las acciones del Ibex 35 pertenecen a doce familias y cinco grandes empresarios, además de relativizarse en gran medida el mito del capitalismo popular, se puso en evidencia que cuando nos encontramos en escenarios como el presente no asistimos sino a una intensa agudización de las desigualdades económicas, las cuales, caso de ser tan profundas, arruinan a mi entender toda posibilidad democrática.

Cualquiera que se haya acercado un poco a la sociología contemporánea sabrá que uno de los rasgos que definen nuestra realidad socioeconómica es la libertad de capital. No solo su libertad de movimiento y de colocación, sino también y sobre todo su independencia progresiva respecto del trabajo. Ya no lo necesita como antes para crecer y acumularse, visto que ha encontrado vías muy sólidas para reproducirse a sí mismo. Si alguien quiere abordar esta problemática de forma amena no tiene siquiera que leer a los sociólogos; basta con que vea la segunda, magnífica temporada de The Wire sobre el desmantelamiento de la clase obrera portuaria en la ciudad de Baltimore y las irremediables consecuencias de ella, principalmente su expulsión al mercado negro y la ilegalidad como vía de supervivencia.

Aunque nada sé de economía en su aspecto más técnico y riguroso, sospecho que esta discordancia entre los resultados del trabajo y las rentas del capital puede ofrecer un ángulo interesante para observar la crisis. Hasta donde alcanzo a saber, una situación como la presente ha creado el marco de inestabilidad propicio para que cualquier empleador pueda deshacerse de sus empleados a bajo coste y también para crear una atmósfera en la que resulta coherente reivindicar reformas que reduzcan aún más los costes del empleo. Como en efecto el capitalismo funciona de modo anónimo y consorciado, todo apunta a que las voluntades que en él ejercen de directrices, que son en buena parte la de los empleadores, se dirigen a repartir los gastos del trabajo entre el empresario y el Estado, es decir, entre el empresario y toda la colectividad que abona sus impuestos de una manera cada vez menos progresiva.

Se busca así una manera de hacer poco traumática esa separación paulatina del capital frente al trabajo. Ya se le permite a aquél que duerma fuera de casa los fines de semana a cambio de que éste no se quede totalmente solo. La crisis entonces no sé si respondería entre otras cosas a este colapso matrimonial, pero desde luego sí que va camino de saldarse en una suerte de separación por mutuo acuerdo y a tiempo parcial.

Como soy un anacrónico (o un reaccionario) irreductible, creo que este libertinaje del capital tiene un corto recorrido. La economía solo resulta viable en términos materiales y productivos; mucho menos si su corazón es meramente especulativo. Por eso puede que haya llegado el momento, frente a las fórmulas conciliadoras, que colocan al trabajo en la parte perdedora, de proceder a un divorcio unilateral, impulsado precisamente por fuerzas verdaderamente productivas, desde esos agricultores y ganaderos a los que les pagan por no producir o simplemente una miseria hasta los pequeños y medianos empresarios que hacen de su labor una vocación por satisfacer necesidades sociales.

Antes que estos arreglos, sepárense entonces por completo. Creo que al trabajo y su ética le irá mucho mejor a solas que al capital con sus bonos y sus ventas de futuros. Ahora bien, que el divorcio sea estricto y respetado, y que no tenga que venir la parte pobre a correr con las cuentas de las borracheras del libertino capital.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Cataluña y el orden constitucional

Hagamos un breve balance de la situación que se está abriendo en relación al régimen autonómico catalán. Interesa sobremanera precisar en este asunto, pues de ello acaso dependa la credibilidad y consistencia de nuestro orden civil. Abordar esta problemática desde sesgos ideológicos o querencias nacionalistas creo que arruina no solo toda posibilidad de análisis, sino también la posibilidad misma de dicho orden, asentado sobre unas convicciones compartidas que caso de ser abandonadas nos coloca frente a un proceso constituyente en toda regla. No es que me asuste la situación, pero sí hay al menos que tenerla en cuenta.

El sistema jurídico que sirve de base al Estado español cuenta con un marco regulativo supremo que es la Constitución. En virtud de su cualificada legitimidad, comunicada directamente por el poder constituyente, los mandatos en ella contenidos no son susceptibles de reforma mediante ley ordinaria. Y precisamente para controlar la constitucionalidad de las leyes se estatuyó un Tribunal Constitucional. No es que cuente con mayor legitimidad que el parlamento, o que una asamblea autonómica, o que un referendum verificado en parte de la población estatal. Es que la legitimidad de sus decisiones deriva del mismo poder constituyente, que en nuestro caso, y mientras no se reconozca de una vez el derecho de autodeterminación, corresponde al conjunto de la comunidad hispana.

Si dicho Tribunal es el máximo garante de la integridad constitucional, entonces habrá que convenir que no son más que disparates lo que profieren aquellos que anteponen a la vigencia de la norma fundamental la validez del completo Estatut, invocando su más que endeble aval democrático o su aprobación, previo retoque, por las Cortes. En un sistema constitucional la Carta Magna rige incluso contra las leyes aprobadas por las cámaras que representan al pueblo soberano, leyes que, en caso de contravenir disposiciones constitucionales, quedan anuladas mediante la oportuna sentencia, dictada a instancia de un recurso. De hecho, para eso mismo se instituye un órgano jurisdiccional de esas características, para evitar los abusos del poder legislativo.

Ahora bien, habrá que convenir también que la demora de la sentencia, así como los continuos vaivenes en las sucesivas ponencias, transmiten una imagen del Constitucional como órgano exclusivamente político, sometido por entero a la coyuntura partidaria e incapaz, por tanto, de ir actualizando con su jurisprudencia el sentido constitucional. Esto resulta, en efecto, un reflejo de nuestra partitocracia, pero supone ante todo un defecto deplorable de sus magistrados que hunde al máximo tribunal en el descrédito y, por consiguiente, invita con toda razón a no tomar demasiado en serio su decisión final.

Tanto unos como otros han actuado, pues, con escaso sentido del orden que se supone canaliza nuestra convivencia civil. El Parlament por haber presentado un Estatut incompatible con la Constitución y Zapatero, con sus pocas luces, por haberse comprometido a lo que objetivamente la ley no le permitía: aprobar el nuevo marco autonómico según viniese de Cataluña. Los opositores, ahora moderados por su expectativa electoralista de pactar con CIU, por situar el debate en el asunto irracional de la quiebra de la nación en lugar de en el terreno mensurable de la distribución competencial. Los jueces del Constitucional por no transmitir solvencia alguna y los nacionalistas por tomarse a la tremenda una posibilidad normal en nuestro régimen político, a saber: que las leyes de las Cortes, pues eso termina siendo el Estatut, sean parcial (o totalmente) anuladas por sentencia del TC con el fin de conformarlas a la Constitución. No existe en este sentido ataque a la dignidad de Cataluña, ni anulación de una norma que ha elegido su pueblo soberano, sino retoque de algunos artículos por incompatibilidad manifiesta, y para mí dudosa, con la norma suprema.

El problema, de cualquier forma, me parece mal planteado. La opción es sencilla y doble: el modelo se reforma desde dentro o desde fuera. Si se escoge la primera vía, entonces habrá que procurar no ya meter con calzador y como sea un estatuto independientemente de su constitucionalidad, sino crear la mayoría social que permita realizar una reforma constitucional que a su vez dé cabida a un régimen autonómico asimétrico y federalista. Esa es, a mi juicio, la opción más convincente, pues estoy convencido de que estos episodios están poniendo más de relieve el carácter obsoleto de nuestra Constitución que la inconveniencia del Estatut. Si por el contrario se toma la segunda vía, entonces hay que colocarse fuera del orden constitucional, oponerse directamente a su vigencia tal como está planteada (negando por ejemplo legitimidad a las sentencias del TC) y llevar las cosas a un grado de conflicto tal que obligue por la fuerza a revisarla.

Además de la evidente presión ejercida sobre los magistrados, lo que el catalanismo parece hacer es amenazar con esto último, con colocarse fuera del sistema político, para así aglutinar los apoyos necesarios para una reforma constitucional. La estrategia no está mal, pero depende en última instancia de que un Estatut recibido con apatía sea ahora asumido como propio en términos reactivos. De no darse tal reacción se revelaría la debilidad que va carcomiendo al nacionalismo, incapaz por falta de respaldo tanto de impulsar una renovación constitucional como de sostener un pulso firme a los órganos del Estado. Y de suceder, como al parecer está ocurriendo a juzgar por las últimas manifestaciones de las élites catalanas, el propósito de lograr una mayoría social de ámbito estatal para reformar la Constitución se vería lastrado por el rechazo que suscita, al menos fuera de Cataluña, la inclinación egoísta de suspender las reglas del juego cuando dejan de ser satisfactorias para los propios intereses.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Los comunismos

Hemos tenido durante el fin de semana y hasta hoy efemérides y acontecimientos que conciernen a la historia y al presente del comunismo. El siete de noviembre se celebraba la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques, mientras que hoy se recordaba el derrumbe del Muro de Berlín y la caída del telón de acero. Entre un día y otro, el Partido Comunista de España elegía un nuevo secretario general, un señor llamado José Luis Centella que dice que los comunistas no deben pedir perdón por nada.

A un intelecto atravesado por el consenso generalizado, tales palabras pueden resultar escandalosas, por prepotentes y obstinadas. Sin embargo, puede también que dicho aserto presuponga sin decirlo la existencia de varias familias comunistas dentro de la tradición genérica del comunismo. Si conociésemos la historia de la Europa del Este y hasta del continente asiático más allá de la vulgata periodística, seguramente percibiríamos una heterogeneidad que nos pasa inadvertida por la tacha global de sovietismo. Lo que a estas alturas sí debiera ser evidente para cualquiera con buena fe o con creencias opuestas a la dictadura nacional-católica es que, en nuestra historia patria reciente, los militantes comunistas desempeñaron la impagable labor de luchar casi en solitario y en la clandestinidad contra Franco. Y una vez muerto el dictador no dudaron en desvincularse y enfrentarse al estalinismo y sostener que 'Dictadura, ni la del proletariado'.

Por eso puede ser interesada la condena del comunismo español, que tiene procedencia e itinerario propios, aprovechando el fracaso del comunismo eslavo. Y no deja tampoco de haber buenas dosis de propaganda, simplismo interesado y mitología en las interpretaciones oficiales, al parecer indiscutibles, sobre la caída del régimen soviético. En primer lugar, se presenta aquella realidad y su derrumbe como si los Estados fuesen mónadas, es decir, como si tal desplome obedeciese tan solo a causas endógenas al comunismo y a él no hubiese contribuido, a veces con tácticas criminales, la política exterior occidental. En segundo lugar, a la cantidad de información propagada por nuestros lares acerca de las paupérrimas condiciones de vida en la URSS ha seguido un apagón que no deja ver los restos del socialismo real, no vaya a ser que nos dé por creer que una sociedad minada por las mafias, la explotación sexual y la muerte prematura no es preferible a una socialista. Y en tercer término, aun sin ser exhaustivos, aquella bipolaridad se presenta de un modo simplificador, como si de una historia de buenos y malos, de libertad y opresión, se tratase. Aparte de su carga religiosa, este relato que no resiste contraste analítico alguno desconoce lo que de positivo pudo hacerse en aquella experiencia, lo que la presión comunista supuso de avance en la Europa del Oeste y, sobre todo, lo que de aberrante tiene también el capitalismo.

Por eso avisaba Julio Cortázar hace casi tres décadas de que el socialismo latinoamericano, justo después de la revolución, había dejado de ser utópico y de tener como referencia un modelo antropológico ideal e imposible. En consecuencia, como cualquier otro sistema, tenía desviaciones particulares y coyunturales, sin que por eso hubiese de quedar descartado por irracional todo el conjunto, justo como curiosamente ocurría con el capitalismo según sus defensores, que admitían los daños colaterales que éste provocaba sin desacreditar el modelo globalmente. Por eso, en efecto, resulta tan inverosímil una crítica que se escandaliza con el número de muertos que el comunismo ha producido en nombre de una idea sin que le tiemble un músculo cuando se enfrenta a la montaña de cadáveres que han dejado atrás ideales liberales, burgueses o premodernos como la civilización, el progreso, el mercado o la religión.

Ahora bien, dicho esto, no puede dejar de señalarse la falta absoluta y rotunda de estrategia que exhiben esos líderes comunistas al negarse con rodeos y precisiones a condenar abiertamente y sin ambages la barbarie comunista. Puede resultar muy razonable, honesto y veraz hacer todos los recordatorios indicados, pero en la lucha por el poder político no se dirime la veracidad sino la capacidad de convicción. Y hoy carece por completo de ella quien no reconoce sin piruetas que los regímenes comunistas supusieron en demasiados puntos una aberración intolerable. Si comenzaran a admitir sin fisuras el tremendo error que supuso dicha experiencia se percatarían de algunas de sus causas y dejarían de incurrir en él.

En especial, de una: el dogmatismo ideológico, el integrismo político, el fundamentalismo de los ideales y las convicciones. A este respecto no está mal señalar, como lo hacía Adorno, la insalvable aporía que supuso la conversión del marxismo en "un dogma estático, insensible a su propio contenido, en una ideología", cuando "Marx habría sido el último en separar al pensamiento del curso real de la historia". Recuerdo en este sentido todavía el impacto que me provocaron las memorias de Henri Lefebvre y su introducción a Lógica dialéctica y lógica formal: aquello, el Partido Comunista Francés, aparte de un mecanismo óptimo de socialización de la clase trabajadora, era una institución que fiscalizaba hasta la neurosis la libertad ideológica y, por ende, la capacidad de crítica. A cualquiera que no se atenía a la ortodoxia más purista le montaban un juicio inquisitivo que podía terminar con su anulación civil o, en el peor de los casos, con su ajusticiamiento. Hasta el mismo Louis Althusser terminó denunciando aquella perversidad en sus retractaciones casi póstumas.

Y ese es, a mi juicio, el problema: ¿qué llevó al comunismo a creer que la socialización de la economía suponía por fuerza una negación de libertades individuales como la de pensamiento, culto, crítica, residencia y movilidad? He ahí uno de los gravísimos errores de aquel sistema, hoy todavía visible en sus legatarios más directos. Como decía Hans Kelsen, no hay necesidad de ligar la intervención comunitaria en la producción y la supresión de derechos básicos, como tampoco hoy puede seguir vinculándose el florecimiento capitalista a las libertades civiles.

Mi hipótesis al respecto es que la URSS no supo remontar el curso de la historia y permaneció estancada, como una foto fija de sí misma, en el tiempo en que nació como oposición al régimen liberal decimonónico y en que creció oponiéndose al fascismo y al nacionalsocialismo propagandistas. Pero esa crítica primigenia a los derechos elitistas del sistema burgués, o bien a la nacionalización opresiva de las masas impulsada por el fascismo, tendría que haberse convertido, tras la II Guerra, en una mayor permeabilidad a una Europa en que los derechos ya sí tenían mayor vocación de universalidad, hasta el punto de que su goce llegó a ser mejor garantía de cohesión social que la dispensada por el aguerrido patriotismo.

Como esta apertura al constitucionalismo social no se dio, así les fue a los comunistas en todos los órdenes, ensimismados como estuvieron hasta el final con sus espionajes, sus disciplinas y sus purgas. Y si el comunismo español no se inscribe en esa tradición que el comunismo en general rechazó estará abocado, seguramente, a un fracaso igual de estrepitoso.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Público sin Reig

Hoy me he levantado con una de esas noticias que le joden a uno el día porque lo que cuentan le fastidiará en lo venidero. Alegando falsas razones económicas, y dando muestra real de sectarismo ideológico, la nueva dirección de Público, esa procedente de PRISA, ha decidido prescindir de Rafael Reig. Hasta donde alcanzo a saber, Reig es uno de los cofundadores de este diario, y por lo que a mí respecta, uno de sus principales activos, sin el cual el periódico de Mediapro pierde enteros vertiginosamente.

Público, como todos, es un periódico de claroscuros, pero con una virtud que muy pocos comparten: dar voz a los que no suelen tenerla en los medios. Desde el comienzo, y quitando la labor de algún buen corresponsal, tal que Daniel Besteiro o Sáenz de Ugarte, su capital ha residido principalmente en las firmas de columnistas y opinantes. En sus inicios, aparecieron en tromba, aireando el panorama, los Pascual Serrano, Santiago Alba, Belén Gopegui, Rafa Escudero y una buena lista más de intelectuales 'antiimperialistas', críticos e independientes. Entre los columnistas, sobresalía el duo de Reig y Ortiz y, últimamente, destacan las opiniones afiladas y documentadas de Escudier. Fue precisamente a través de un apunte al natural de Ortiz que descubrí a su compañero de página, y desde entonces me pareció de lo mejor que se publicaba en la prensa española, por ácido, rotundo, popular, preciso, humorístico y profundo.

Aunque no ha dejado de aumentar su tirada, Público busca todavía su espacio de lectores entre la izquierda. A juzgar por contribuciones recientes como la de Daniel Múgica, parece que la apuesta comienza a ser la colocación en el hipotético sector izquierdista del PSOE, algo comprensible en Cataluña pero menos factible en el resto del Estado. Si a esta ubicación le añadimos la constante y a veces simplista oposición del periódico al PP, el lugar de Reig se hacía cada vez más angosto, con su permanente y fundamentada crítica a la socialdemocracia, que en muchas ocasiones se transmutaba en una contraproducente benevolencia ante la derecha. Puede incluso, y lo digo con todo el respeto y la admiración por el autor, que la fórmula de la contestación a veces contundente, malhumorada y desviada del asunto tratado por la carta estuviese en vías de agotarse, pero se trataría entonces, como en un inicio se pensó, de responder en lugar de refutar, mas en ningún caso de dar boleto al principal columnista del periódico.

Si bien han aducido motivos económicos, la decisión no puede ser más nefasta en términos estrictamente comerciales, dado que ese pretendido espacio dentro del pesebre socialista está ya copado por El País y diversos rotativos locales, mientras que el otro, el estrictamente de izquierdas, en el que Reig atraía lectores e interlocutores, ha estado y va camino de seguir huérfano. Como el desatino es evidente, puede incluso que tal sea el objetivo perseguido: acabar con Público tal y como Nacho Escolar empezó a diseñarlo y quitar de la escena a gente como Reig, que con eficacia incomparable daba buenos, sintéticos y afilados argumentos para oponerse activamente al orden establecido.

El problema sería entonces precisamente ése: que Reig atraía demasiados lectores como para seguir prestándole un altavoz, aunque al retirárselo es posible que el aparato enmudezca o se limite a repetir la cantinela que otros ya difunden con más decibelios.

Una cuenta bien sencilla

Son muchos los que me han criticado, por falta de pragmatismo, mi opción por vivir de alquiler en lugar de encadenarme a una hipoteca. "Si al fin y al cabo pagas lo mismo cada mes", "si es dinero desperdiciado", "de ese modo no le dejas nada a tus hijos", vienen a decirme. Y siempre contesto lo mismo: si comprase una vivienda pagaría más cada mes o viviría donde decididamente no me gustaría vivir, en una barriada de la periferia.

Mi apreciación se basa además en datos empíricos y mensurables. Actualmente resido en un ático del centro de mi pequeña ciudad. Tiene unos ochenta metros cuadrados y tres habitaciones, las suficientes para los tres que sumamos en esta familia, necesitando uno de ellos, yo, un cuarto de trabajo. Hace tres años comencé pagando 650€ al mes, que se han convertido hoy en 675€. Pues bien, el dueño del inmueble, cuando lo íbamos a alquilar, nos lo ofreció en venta. El precio por entonces ascendía a 360.000€. Convengamos en que la crisis y la atmósfera actual pudieran hacerlo descender hasta 300.000€, pero no mucho más, visto los 250 que ya pagó por él el actual propietario. ¿Qué hubiera supuesto optar por la compra? Calculémoslo.

Con el actual tipo de interés, que es el más bajo de la corta historia del Euribor, y sin ahorros previos de consideración, que uno no los tiene ni falta que hacen para alquilar, habría implicado una letra de 1.180€ durante 30 años, si hubiésemos contratado la hipoteca con la entidad más económica, ING direct. Multipliquemos ahora ese importe por las 360 mensualidades finales: con sesenta y seis años podría ya ser el titular de mi pisito tras haber pagado por él 424.800€, casi setenta y cinco millones de las antiguas pesetas.

Con esta cuenta se pone ya de relieve un vicio lingüístico que tergiversa el precio de los inmuebles. Cuando a alguien que acaba de adquirir su vivienda le preguntan por lo que ha pagado por ella contesta casi sin excepción el importe de la venta deducidos los intereses de la hipoteca. En cambio, vemos cómo una casa de cincuenta millones te cuesta al final setenta y cinco, o bastantes más, si al Banco Central le da por subir los tipos. Pero es otra cosa la que me interesa resaltar: ¿cuántas mensualidades de alquiler, ese dinero tirado, caben en dichos intereses, ese dinero también tirado? En nuestro caso el equivalente a más de quince años de renta. Sólo a partir de los cincuenta comenzaría yo a pagar por mi alquiler lo que el comprador abona estrictamente por su propiedad. Y todo ello proyectando hacia el futuro la situación presente, es decir, sin calcular ni las subidas de la mensualidad del alquiler pero tampoco eventuales vaivenes en los tipos de interés.

El asunto, entonces, no es sólo una cuestión de necesidad e impedimento, pues en mi caso es imposible deshacerme de más de la mitad de mis ingresos actuales para tener una vivienda; tampoco es sólo un tema de preferencias, ya que tiene uno inclinación por vivir en el centro de las ciudades y eso, para las adquisiciones, es prohibitivo en comparación con los 200.000€ que cuestan los pisos y adosados de la periferia. El punto es de pura matemática: mientras unos prefieren dar buena parte de su dinero a un banco, yo se lo paso a un particular a cambio, claro, no de tirarlo por la ventana, como me replican, sino de vivir en un hogar cómodo, amplio y céntrico.

Y toda esta monserga no viene sino a otra de esas sesiones reveladoras de clases de alemán: entre mis compañeros hay dos chicas, una que se aproxima a los treinta años y otra que los ha superado, que aún viven con sus padres incluso teniendo vivienda propia, y todo porque están pagando una hipoteca pero no tienen un duro para montar y amueblar sus casas. Y es aquí donde probablemente radique la principal ventaja del alquiler, que deja relativamente expedito el camino a la independencia, un bien valioso e imponderable que acaso merezca, al menos de forma transitoria, renunciar al ruralista instinto adquisitivo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Palabra de economista

Tienen estos señores una interesada inclinación por presentar su disciplina como si de una ciencia exacta se tratase. La noche del jueves pasado, el reconvertido Ramón Tamames se quejaba en un programa del canal 24h de que todo el mundo quisiese opinar autorizadamente sobre economía, dislate que no se aprecia, por ejemplo, en el área de la neurocirugía. Recuerdo en este sentido mi curso de economía política, en la que por cierto obtuve matrícula de honor: se trataba de pronosticar con fórmulas matemáticas el curso de la macroeconomía introduciendo alteraciones en algunos de sus factores (el PIB, la inflación, el consumo, los salarios, etc.). Unos derroteros formalistas y matematizados en los que la ciencia económica, a juzgar por lo que Danae estudia en su carrera de empresariales, no ha cesado de adentrarse.

Sin embargo, mal que les pese a los economistas, que quisieran verse nimbados con la aureola de la infalibilidad, su disciplina es una ciencia social y humana, es decir, falible, contingente y atravesada por factores que no pueden pronosticarse ni abstraerse hasta convertirse en una pura fórmula. Lo demuestra su ceguera supina ante la crisis que se nos avecinaba, un buen caso para recordar a Tamames que la ciudadanía de a pie puede estar más próxima a las verdades de la economía que sus propios y presuntuosos expertos. Mas la cuestión es que, como acontece en todas las ciencias, incluidas las naturales y exactas, también la economía se constituye por debates y polémicas, por desacuerdos y paradigmas antagonistas con concepciones divergentes en torno a la verdad (económica). Cierto es que la corriente dominante es entre nosotros, desde hace tiempo, la liberal, pero esto no borra la existencia de relatos alternativos y, además, nos aclara ya que detrás de esa pretensión formalista, exacta y matemática no subyacen sino los deseos de hegemonía de una visión economista particular, la estratagema que ésta despliega para convertir sus postulados en universales y verdaderos, por encima de cualquier discusión o debate científicos.

En el coro de voces disonantes se encuentran, entre otros, Juan Torres López, cuyo blog está aquí enlazado, o el venerable José Luis Sampedro, quien inspira estas letras de hoy. Acabo de ver una entrevista suya en CNN+ mientras desayunaba. En ella señalaba con sensatez tres hechos a mi juicio bien contrastados y me atrevería a decir que hasta incontrovertibles. En primer lugar, el crecimiento económico indefinido que persigue el capitalismo resulta inviable, de ahí la reaparición crónica de las crisis y los reajustes o la finalmente inevitable carestía de recursos debida a su actual saqueo. En segundo lugar, los individuos se hallan forjados por la economía, lo cual significa, fuera de Occidente, esclavitud y condiciones de vida infrahumanas, y dentro de éste, una vida alienada en la que la mente y los sentimientos de la mayoría se encuentran atrapados por la incertidumbre y la planificación laborales en lugar de abiertos a las relaciones con nuestros semejantes. Y en tercer término, el ritmo impuesto de modo heterónomo a los individuos para satisfacer sus necesidades vitales termina contradiciendo a éstas, según demuestra el alto grado de patologías psicológicas y somáticas derivadas directamente de la difícil adaptación a nuestra economía selvática.

Si para muchos se trata de atribuir veracidad a todo lo que sea enunciado por boca de un economista, me pregunto si el título de catedrático que en tal materia ostenta Sampedro servirá para al menos meditar sobre estos extremos, tan veraces como preocupantes.

miércoles, 21 de octubre de 2009

En clase de alemán

Ando liado desde hace tres años a ver si logro sacar de una vez el título de alemán en la Escuela Oficial de Idiomas. No crea el lector que uno es tan torpe como para repetir dos veces el mismo curso. El motivo es que entre mis clases y los desplazamientos me ha sido imposible asistir durante dos años seguidos. Y ahora, algo más descargado y con una estancia planificada en Frankfurt el próximo verano, creo que es el momento oportuno para lanzarse a por el título.

La cuestión, sin embargo, nada tiene que ver con mi organización curricular. El asunto es que uno, por muy variados que sean los escenarios en los que se desenvuelve, no puede descargarse de su deformación profesional. Los anteojos del análisis socio-político (e histórico) de lo que me rodea hace que a veces me interese más el aspecto ideológico de los previsibles libros de idiomas que su contenido lingüístico. Y algo de eso me ocurrió el pasado lunes en clase de alemán.

El tema que estábamos tratando versaba sobre la amistad y los héroes a los que admiramos. En la práctica de conversaciones, teníamos que preguntar a nuestro partner cuáles eran sus ídolos en la historia y en el presente, qué preferencias tenía a la hora de organizar su tiempo, cuáles eran sus tareas predilectas y sus momentos preferidos del día. Prácticamente sin excepción, todos los estudiantes dieron respuestas relacionadas con su existencia privada y familiar: que si mis héroes son mi padre y mi madre, que si lo más importante para mí es la familia, que si el trabajo era sólo un medio para vivir, que si el mejor momento de la jornada es cuando llego a casa y veo la tele, practico mis hobbies o juego con mis niños, etc.

La esfera pública o la profesión como vocación vital estuvieron por completo ausentes. La dimensión cívica del sujeto parecía no existir y ni siquiera afloró la contradicción entre esta perspectiva tan privada y familiar y el hecho, que a todos ocurría, de tener que sufrir jornadas de trabajo interminables que alejaban del círculo de parientes y amigos. Creía comprobar en esta anécdota hasta qué punto está desmantelada la dimensión ciudadana de la existencia (vid. sobre el particular el magnífico artículo de Enric González de hoy), cómo los sujetos posmodernos se recluyen en su más estrecha esfera vital percibiendo su entorno económico y político como destino, como irremediable fatalidad cuyo curso en nada pueden alterar y de la que se lamentan resignados en compañía de su mujer, sus amigos o de la pantalla de su ordenador mientras escriben desahogos en su blog...

Lo curioso es que, por contraste, el contenido de los textos y las audiciones del libro de alemán señalaba en una dirección justamente opuesta. Ejemplificando la heroicidad figuraban de Marie Curie a Martin Luther King y mostrando tareas que llenan nuestras existencias comparecían voluntarios que ayudaban a discapacitados. Me pregunto si con esta discrepancia estaba yo apreciando una divergencia de valores de naturaleza generacional, ya que los autores del manual probablemente fuesen mayores que los estudiantes de mi curso, o bien una discordancia nacional, mostrando la cultura alemana su mayor preocupación tanto por la esfera pública como por el trabajo vocacional. ¿Qué piensas tú, estimado lector?

sábado, 17 de octubre de 2009

El coste político nulo de la corrupción

La política española parece estar en estado de putrefacción. De Cataluña a Madrid pasando por Mallorca y Valencia y desembocando en Almería no parece haber corporación representativa y partido político que se salve del germen de la corrupción. Y si nos guiamos por la espléndida y visionaria película de Enrique Urbizu, La Caja 507, habremos de concluir que lo que estamos contemplando no es más que la punta del iceberg, el ruede necesario de cabezas para dar apariencia de legalidad a este chiringito con el fin de que pueda continuar funcionando.

A mi juicio, el mal de fondo no es sino el afán expansivo de enriquecimiento personal que caracteriza la moral neoliberal, aquella que agrediendo al liberalismo soslaya los valores del sacrificio, el trabajo y la responsabilidad. Una ética absorbente de beneficio privado no puede menos que mellar la cosa pública, que corroer la honestidad indispensable para el desempeño de cargos públicos. Aquí, como en tantas otras cosas, el neoliberalismo reniega de sus raíces, para las cuales los puestos representativos eran siempre interinos, rotatorios, provisionales y, por supuesto, ajenos a cualquier actividad dirigida al beneficio privado.

Algunas almas cándidas e irrealistas, como la del poeta García Montero, se escandalizan ante el hecho, llevado al paroxismo por el nuevo césar Berlusconi, de que los alcaldes y demás políticos corruptos revaliden sus mayorías absolutas para escarnio de la ética y la democracia. No hay, empero, contradicción alguna entre estas victorias renovadas, interesadamente interpretadas como beneplácito y sanción populares de la corrupción, y la democracia tal como está instituida entre nosotros. Lo único que con ello se pone de relieve es hasta qué punto la democracia entendida como participación y fiscalización de la cosa pública se opone al liberalismo capitalista que exaspera la lógica del beneficio privado. Si un político descuida su responsabilidad pública para enriquecerse no estará más que ejecutando la ética predominante en la sociedad, la cual, en un acto de coherencia impecable, le absuelve, mucho más si con su labor corrupta ha forjado una red de inversiones, intereses e iniciativas extralegales de la que disfruta buena parte de la comunidad. Ya conocen el caso del municipio italiano gobernado por mafiosos precisamente porque eran los únicos capaces de garantizar la seguridad ciudadana.

Mas no sólo la economía oblitera la autorrealización de la democracia. También el mismo sistema político la bloquea. Resulta irónico comprobar cómo los intelectuales orgánicos se lamentan de la inmovilidad del voto de los españoles. Cuando eran los socialistas los corruptos, parecían no comprender por qué no se pasaban en masa al partido conservador; hoy, cuando éste padece la corrupción, parecen haber enmudecido, siendo ahora los socialistas los que lamentan que no haya sangría alguna de votos en la formación democristiana. Eso, hablando en plata, se llama invitar al chaqueterismo. Nada tiene de extraño que un socialista, por muy corrupto que sea su partido, no vote jamás a los conservadores, accediendo como máximo a la abstención, igual que, en sentido contrario, un ferviente católico derechista nunca dará su apoyo al PSOE por muchos que sean los delitos cometidos por sus dirigentes.

Conclusión: el bipartidismo asfixiante contribuye también a que no exista en la práctica el riesgo de que la ciudadanía pase seriamente factura por los abusos cometidos en el ejercicio del poder. Por eso es tan vital para nuestra democracia que UPyD e IU, pese a sus imperdonables errores internos, crezcan y se consoliden, para que al menos así nuestro modelo político no esté abocado a una triste disyuntiva entre la corrupción o la indiferencia resignada.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Debate con Non Sola Scripta sobre los intelectuales, el capitalismo y el Estado del bienestar

Si ayer colgaba el diálogo mantenido en la red sobre el mercado, hoy transcribo un debate con el mismo autor y casi sucesivo en el tiempo acerca de los intelectuales, el capitalismo y el Estado del bienestar. En esta ocasión, el post que suscitaba la polémica trataba de un hábil artículo de Robert Nozick sobre los motivos del supuesto resentimiento de los intelectuales con el sistema capitalista. A los contenidos del artículo respondían dos blogueros, deduzco que profesores de historia, llamados Cayetano y Javier, interpretando el primero, con visible candidez, que la cantidad de intelectuales críticos con el capitalismo es un buen índice para apreciar la irracionalidad de éste, y replicando el segundo que es natural dicho resentimiento desde el punto y hora en que la industria cultural, más que cultura, mercadea y difunde bienes de consumo sin densidad intelectual y, por si fuera poco, arrincona a las disciplinas humanísticas desprovistas de valor utilitario. Y ahí arrancó el debate, que me permito editar en algunos puntos que se fueron dejando en el camino:

NSS

Nótese lo extraño de la argumentación: el mercado (o "sociedad capitalista") tiene poco que ofrecer a los intelectuales de peso, dado que sólo le interesa lo que vende mucho. Pero resulta que el mercado es, simple y llanamente, la gente. Si a la gente no le interesa un autor, ¿qué debemos hacer? Declararlo, desde nuestro criterio particular, valioso y, acto seguido, subvencionar sus creaciones?

No se nos debe olvidar esto: el mercado no es ninguna entidad, es el término abstracto con el que nos referimos a lo que la gente intercambia. La argumentación vendría a ser, pues, la siguiente: los intelectuales (buenos) desprecian a la gente porque ésta, en su mayoría, no los aprecia.
Por otro lado, qué poca confianza en la gente (¿asoma aquí, quizás, el llamado por los liberales "miedo a la libertad"?). No creo yo que los autores sobre los que hay bastante consenso en su valía hayan hecho sus fortunas con subvenciones; más bien creo que García Márquez, Rorty o Chomsky, vendieron muchos libros. Incluso fuera de Cuba.


Javier

Primeramente creo que muchos intelectuales son críticos con el capitalismo por convicciones propias. Cuando digo que el capitalismo tiene poco que ofrecerles es porque el mercado tiende a primar los conocimientos prácticos y rapidamente aplicables que reporten ganancias por encima de los teóricos y especulativos.

Por otra parte, algunas de las afirmaciones de Nozik son curiosas. Por ejemplo dice que a diferencia de los intelectuales los empresarios no echan la culpa al mercado de sus fracasos. Ignoro de que lugar es Nozik, pero en lo que conozco siempre le echan la culpa: a los bancos que no prestan dinero, al Estado que no dá ayudas, a los trabajadores que ganan mucho, y se agrupan en asociaciones para presionar en su beneficio.

También me llama la atención que diga Nozik que los intelectuales quisieran que la forma de promoción en la sociedad fuera como en la escuela, donde no prima ni la intrepidez, ni la valentía. Esto además de ser un ataque injustificabe al valor del esfuerzo personal, nos dá pie a observar algunos de los ejemplos de promoción en la sociedad capitalista de nuestros días, pienso en Paco "el pocero", sin duda persona intrépida y valiente y que en su momento seguro que supo arriesgar y jugar fuerte para labrarse su ascenso y ni siquiera tuvo que pasar por el Instituto.

Quizás es que los intelectuales, creen que la sociedad puede tener otros modelos y aspirar a otros valores que los que ofrece el mercado.


DT

El artículo extractado reproduce postulados discutibles: aunque históricamente tengan relación, la libertad de crítica que canaliza la labor intelectual no es inescindible del capitalismo, como tampoco las sociedades socialistas, por muy aberrantes que resultasen, eran ajenas a la meritocracia y a la promoción, si ésta no se identifica con la acumulación de capital. También es una generalización discutible el que en la esfera intelectual prime casi en exclusiva la promoción por los méritos como en la escuela. Mediada como está por las otras esferas, entre ellas la económica o la política, no siempre y ni siquiera con frecuencia se distingue el mundo de quienes producen cultura por la economía del mérito.

Pero es que además niego la mayor: precisamente por esa mediación de la esfera económica, yo lo que encuentro es una complacencia masiva de los intelectuales con el capitalismo. En ese sentido, Nozick emplea un concepto anticuado de intelectual, como representante de la razón frente a un mundo irracional. Hace ya tiempo que se acuñó la figura del intelectual orgánico o de criadero, especie que hoy abunda.

Aunque el buen Cayetano estime lo contrario, sólo hay que abrir la prensa, escuchar la radio, leer ensayos o ver la tele para apreciar que, a diferencia de en los años setenta u ochenta, la abrumadora mayoría de los intelectuales, ya sean de procedencia social-liberal o liberal-conservadora, están encantados con el capitalismo, hasta el punto de que consideran aberrante o ilusa cualquier alternativa.

El motivo de la inflexión es meridiano: posiblemente la Francia o la Alemania de los intelectuales anticapitalistas fuese una consecuencia occidental de la ordenación económica oriental, mientras que después de 1989, el campo de los intelectuales se ha reestructurado y adaptado a las nuevas reglas para poder continuar reproduciéndose. En este punto Bourdieu resulta esclarecedor: la difusión masiva de la doctrina neoliberal, más que a su racionalidad interna, obedece a todo el aparato material que la sustenta y hace posible.

Y con eso llegamos a las respuestas de NSS a Javier. Desde luego, no se le puede reprochar que no razone con lucidez y cartesianismo. Lo que ocurre es que a fuerza de simplificar se desdibuja la realidad y se da de ella un retrato sesgado e interesado.

El mercado es la gente intercambiando mercancías fruto de su trabajo y su emprendimiento, viene a decir en su réplica. El mercado, por el contrario, es también la guerra en el Congo por el coltán, ha sido y sigue siendo colonialismo, es hoy fundamentalmente especulación sin intercambio de bienes y servicios, es, junto a una demanda que determina la oferta, una oferta que intenta construir con medios de presión una demanda que la haga viable, y es, por supuesto, una realidad en la que los miembros de eso que define como gente no se hallan previamente en pie de igualdad sino en situaciones de objetiva desigualdad (cultural y económica).

Dos son los rasgos subyacentes a esa representación amable y falsa del mercado. El primero es un notorio anacronismo: el discurso economicista no ha salido de las categorías deciochescas construidas, claro, para un mundo principalmente de artesanos, pequeños productores y comerciantes y profesionales libres que no predomina en la actualidad. Y tales parámetros anticuados no es que no sirvan para explicar el mundo económico actual, es que su función expresa es ocultarlo.

El segundo motivo es algo más teórico. A fines del XIX hubo una revuelta contra los historicistas que dominaban las escuelas de economía. El giro que se experimentó por entonces, imprimido brillantemente por Weber, se saldó con una formalización del discurso económico. La economía, para ser ciencia, había de ser capaz de pronosticar más que de denunciar moralmente, como hacían los historicistas. Por lo tanto, tenía que encontrar leyes formales que, aun sin ajustarse a la realidad empírica debido principalmente a su abstracción, fuesen capaces de predecir los acontecimientos futuros y orientar la acción de los políticos. Pues bien, esa imagen formalizada del mercado, que Weber no cesaba de decir que no podía suplantar a la realidad ni ejercer de utopía, ha pasado de ser un instrumento de la ciencia a una presunta descripción de la realidad.

En ese sentido, Javier tiene toda la razón al mostrar sus suspicacias frente a las estrategias de la industria cultural. En la medida en que la oferta crea su propia demanda -y buenos medios que tiene para ello-, resulta ingenuo, o malévolo, negar que existen productos culturales prácticamente impuestos por las corporaciones. (Una curiosa variante capitalista de la planificación)

La réplica de NSS podría ser la siguiente: el individuo es libre para, por mucha presión a la que le sometan, negarse a consumir tal o cual cosa. Utilizaría de nuevo el concepto sin mediaciones, puro, y por tanto inexistente, de libertad tan caro al liberalismo. Ni existe el consumidor perfecto (como tampoco el dialogante perfecto de Habermas), pues no se cuenta con los recursos e informaciones para tomar la decisión más racional, ni tampoco la libertad es una premisa, sino más bien un resultado y una conquista.

Resultado y conquista que sólo son asequibles cuando las necesidades más elementales (del alimento a la vivienda, de la formación a la salud, de la autonomía financiera a los derechos fundamentales) están satisfechas. Y como esto no ha sido capaz el capitalismo de conseguirlo siquiera por asomo (el Estado social no es desde luego su creación, sino su rectificación frente al peligro comunista tras una dramática guerra), sino que más bien hace muestras permanentes de negarse a ello, he ahí la razón fundamental por la que yo sí soy crítico con sus postulados.


NSS

Se mezclan las cuestiones de si el liberalismo es justo y la originaria de por qué los intelectuales son mayoritariamente anticapitalistas. El mercado, para funcionar bien, es decir, dándole a la gente la libertad de elegir sus transacciones y no ser estafada, debe hallarse en un marco regulatorio fuerte. Yo no tengo miedo en ese sentido a la regulación, es más, la exijo. El ejemplo del Congo, por ejemplo, es el caso de lo que sucede cuando se vive en la anarquía; bandas asesinando por arrebatar minas y materiales, legislación laboral inexistente, tráfico y trapicheo de todo tipo. Sujetos adultos y bien informados (hay, ya, educación obligatoria hasta los 16 años) escogerán de acuerdo con sus preferencias (racionales o caprichosas, a mí eso me es indiferente).

Habrá siempre imperfecciones en el mercado, claro, como que el ser humano no es perfecto; pero no veo dónde nadie debe estafar a nadie. ¿Se genera una demanda artificial? Ése es el arte de la mecadotecnia, ¿y? Ya decía Sócrates, ante los tenderetes de los mercaderes: "Hay que ver cuántas cosas hay que no se necesitan".

No he defendido la teoría de Nozick, dije que me parece muy original y que llevo años reflexionando sobre ella. La idea intuitiva de todos es que, como dice Javier, los intelectuales son anticapitalistas "por convicciones". La idea sería algo así como: dado que hablamos de la gente menos materialista de entre los humanos, es normal que no les complazca un sistema mercantilista y materialista por definición. Nozick introduce otra reflexión, y me parece que tiene visos de ser correcta, al menos en parte. DT no acepta la mayor, y entonces el resto de argumentación sobra. Yo sí la acepto, váyase a una facultad de humanidades y a una de ciencias, a un departamento de educación secundaria de humanidades y a uno científico; creo que la estadística arrojaría un ánimo anticapitalista entre los de corte humanísitico. Y Nozick no invita a cambiar el sistema de calificaciones de las instituciones educativas, sólo señala que resulta inevitable que con ese sistema se genere, entre los mejores, una actitud anticapitalista. Por cierto, en 1997, De Jouvenel publicó unas reflexiones similares a las de Nozick. Decía Jouvenel: "Puesto que la misión del intelectual es hacer comprender a la gente que son verdaderas y buenas ciertas cosas que antes no reconocía como tales, encuentra una fortísima resistencia a la venta de su propio producto y trabaja con pérdidas".

Donde sí discrepo profundamente, para terminar, es en que las conquistas del Estado de Bienestar, o algo similar, se realizaron por rectificación de los liberales ante el peligro comunista. Puede ser como miedo de partidos aún de notables ante revueltas obreras, pero, en todo caso, es Bismarck quien instala en Europa el sistema de subsidios, educación y sanidad más adelantado de toda Europa.

Y, por cierto, mi realismo científico no puede aceptar una diferenciación weberiana entre un modelo o teoría para conocer la realidad y la realidad misma. Si la teoría funciona, es un indicativo de que es verdadera (aunque puede no serlo aunque haya funcionado hasta ahora), y si es verdadera, es que describe la realidad. Me comprometo aquí con una teoría de la correspondencia: si una oración es verdadera, es que la realidad es como ésta describe. Lo demás es un instrumentalismo inaceptable.


DT

Bueno, me alegro de debatir con un liberal empedernido, para que sea muestra del contraste entre dos tipos contrapuestos de discurrir. Respondo a tu manera, enumerando cuestiones:

1) No hay mezcla de asuntos alguna. Hay sencillamente dos asuntos separados. El primero, el que trata del artículo de Nozick; el segundo, el que trata sobre el concepto de mercado con el que, en un típico gesto liberal (¿miedo a la libertad?; el mercado es inocente, etc.), respondías a Javier.

2) Sobre el primero, o bien estamos empleando un concepto excesivamente laxo de intelectual, que comprende hasta al último profe de instituto de filosofía, o bien erramos el diagnóstico, que es lo que sostengo. Y a lo mejor me equivoco, pero por lo que he podido aprender sobre el particular (Bauman, Said y otros tantos que han reflexionado sobre el intelectual) creo que el concepto de éste es algo más estricto y exige mayor poder de conformación de la opinión pública que el que ostenta un profe de secundaria.

3) En relación también al artículo, quizá transmitas una contraposición demasiado simplista entre el intelectual que trabaja con ideas y por tanto es idealista versus el científico que trabaja con probetas y por tanto es realista. No digo que no pueda existir esta tendencia, lo que acaso sí haya que puntualizar es que se puede ser intelectual y profundamente materialista, ejemplo que fue abundante en los ochenta y que, oh casualidad, coincidía con la mayor militancia anticapitalista de la intelectualidad (con visibilidad pública)

Y continuemos ahora con el asunto del mercado, sobre el que planteas en tu respuesta tres puntos si no leo mal: el tema de la regulación, la problemática del Estado social y el asunto de cómo conocer el mercado científicamente.

1) Sobre lo primero, como sabes, poco tengo que añadir. El mercado no sólo es inseparable de la legislación, sino que es un producto en buena parte de ésta. ¿Qué sería del mercado libre sin los decretos y leyes que desvincularon la propiedad y la hicieron individual e intercambiable? La regulación es imprescindible, como dices, para dotarlo de seguridad, sin la cual no marcha, y también es conveniente para aplacar sus consecuencias nocivas (tanto en seres humanos como en la naturaleza). ¿Pero ha de ser la legislación sólo una prolongación del mercado? Probablemente para alguien que reduzca al hombre a su dimensión económica, sí, pues lo restante pertenece en su mayor parte a la órbita de la moral, la religión, la familia y los usos sociales. Para quienes por el contrario creemos que el interés no se reduce a una necesidad económica, no, pues sostenemos que el deseo también implica una pulsión por transformar la sociedad, un anhelo de justicia.

2) El Estado social de Bismarck. Sobre esto, estimado amigo, podríamos discutir largo y tendido, porque confieso que es asunto de mi trabajo como investigador. Le apunto sólo cuatro matices, que quizá le ayuden a distinguir entre aquel modelo y el del Welfare State: en primer lugar, la extensión era diversa, pues aunque incluyese seguros (por accidente, por enfermedad, etc.) y pensiones, no llegaba, como ud. dice, a asegurar el derecho a la salud y a la educación; en segundo lugar, era en buena proporción la estatalización de la beneficencia, de modo que funcionaba mayormente con capital privado o sociedades de cooperación, incluyendo en no pocas ocasiones el deber de devolución de las prestaciones recibidas; en tercer lugar, era un modelo indisociable, no ya de la conjura del peligro socialista, que también, sino del control social del movimiento obrero y de los focos de pobreza y marginalidad; y en cuarto y más importante lugar, era un modelo diseñado, impulsado y aplicado por el gobierno, es decir, por el poder ejecutivo (a veces por el ministerio de gobernación, el encargado de la policía), con lo que ello conllevaba de discrecionalidad y de falta de tutela judicial, mientras que el Welfare State es un modelo que desarrolla derechos sociales de rango constitucional y que implican la participación del trabajador en la fijación de las condiciones laborales.

3) Estoy de acuerdo en que lo de Weber es razón instrumental, pero, hasta donde alcanzo a conocer, esa es la genealogía del saber económico reciente. El gesto es claramente kantiano: como la realidad en sí es incognoscible, lo que importa es un método capaz de hacernos llegar a resultados satisfactorios. Y desde luego que fue capaz, lo que ocurre es que, al intentar reducir a leyes abstractas lo que está compuesto de voluntad y azar, la economía como ciencia no deja de fallar, de necesitar teorías ad hoc, añadidos, agregados y alteraciones, como ocurrió en la crisis de los setenta u como ocurre ahora. Pero mi puntualización quería solo ponerle de relieve que su concepto de mercado, abstracto, formal e irreal, tiene esos antecedentes y desde luego no se identifica con una teoría que describa la realidad tal cual es, al no comprender fenómenos como los del Congo.

Y es que, en su análisis de esa problemática, extensible a otros campos del intercambio mercantil, se hace plausible hasta que punto es es reducido e inservible su concepto del mercado como gente intercambiando bienes en armonía y libertad. Lo del Congo no es un asunto que tenga que ver con la anarquía de un Estado que no sabe gestionar sus cosas. Antes al contrario, desde su misma entidad como Estado hasta la extracción del coltán para bienes de consumo en Occidente, lo que allí sucede no se comprende sin la actividad de los países desarrollados.

Si usted cree que lo que allí, como en tantos otros sitios, ocurre pasa con independencia del mercado, entonces creo humildemente que se equivoca; si por el contrario piensa que tanto allí como en tantos otros lugares explotados por empresas radicadas en países 'desarrollados' habría que extender una regulación que garantizase la seguridad jurídica, derechos laborales y prestaciones sociales, entonces estoy de acuerdo con usted, pero sepa que de ese modo se cargaría el capitalismo tal y como está instituido y se opondría frontalmente a un sistema que en apariencia glorifica.


NSS

¿Liberal empedernido? Podría serlo, desde luego, pero me temo que ahí sí caemos en el simplismo. Yo, desde luego, no me definiría así. En todo caso, al catalogarme a mí de tal y añadir que así se produce el contraste entre dos maneras contrapuestas de discurrir, ¿debo inferir que hablo con un "socialista empedernido"? En fin, ¿qué importan las etiquetas, verdad?

Yo no sé lo que piensa "hasta el último profe de filosofía de instituto", pero estoy contigo en que Nozick sí emplea el término en un sentido excesivamente laxo. (O excesivamente restrictivo, en el artículo da la impresión de que habla de docentes secundarios y universitarios, de ahí ese comentario mío). Yo no comulgo del todo con la idea de Nozick; insisto en que la califiqué de teoría original, y me parece, también, atrevida, ¿cuánto de verdad tiene? Pues este debate me está ayudando a pensar sobre ello.

¿Intelectuales materialistas? Por supuesto, una larga lista de nombres en la historia, desde el S. XVIII especialmente. ¿Justo los cientificistas, por decirlo así, eran anticapitalistas? Bueno, el marxismo, de hecho, se reclama materialista científico. Con todo, respecto a esta estricta catalogación que a todos nos puede tentar, le aconsejaría que, como decía Ortega, no utilizara redes de antaño para pescar peces de hogaño. Continúe rebatiéndome; a mí o a mis entradas.


DT

Hombre, la verdad es que, tanto por sus autoridades (Rodríguez Braun, Nozick, Jouvenel...) como por sus ideas, creo que de forma laxa puede identificársele bajo la etiqueta de liberal, así como a mí puede identificárseme como socialista si evitamos la deriva comunista y si añadimos como componente fundamental la democracia. Y, claro, cuando hablo de socialismo democrático no me refiero ni por asomo al social-liberalismo en que ha devenido la socialdemocracia europea, como tampoco al comunismo; me refiero, por tanto, a un espacio que en España, desde el punto de vista parlamentario o partidario, carece de voz propia, por desgracia.


NSS

Muy interesante lo que apunta sobre el Estado en época de Bismarck, Dick, espero que lo continúes desarrollando.

Respecto a mi etiqueta (aunque esto es lo que menos interesa aquí, a uno puede inquietarlo), continúas hablando del "sistema que glorifico" (capitalismo) o de mis autoridades e ideas. Bueno, no tengo autoridades y mis lecturas son variadas, aunque entiendo que he dado pie a ello por las que he introducido hasta ahora. Insisto en que comparto la premisa básica de Marx: el sistema de mercado nace con la mácula de que muchos sujetos sólo disponen de su fuerza de trabajo para subsistir y, desde ese momento, quedan en manos de los propietarios de los medios de producción (digamos hoy, mejor, empresas). Creo que si se me aplica a mí, partidario de una sanidad y educación públicas, una cierta redistribución de la riqueza y una regulación tan fuerte como haga falta, la etiqueta de liberal, ésta queda vacía de contenido.

Pero, por otro lado, creo que lo que sucedió en el mundo con el socialismo, o sigue sucediendo, obliga a extraer unas conclusiones de tipo económico, político y, si me apuran, incluso filósofico y antropológico, que mucha gente, aún, se resiste a extraer. ¿Y qué decir de Suecia? El ejemplo de que debemos anteponer lo posible a lo bello: el Welfare State, en su tendencia a la hipertrofia, acaba desmoronándose.

Tras ver lo que en el mundo ha supuesto el socialismo, soy de los que no entiendo cómo se puede aplicar de forma peyorativa el calificativo de liberal y, no obstante, que el de socialista mantenga su aura de excelencia moral.

Confieso no entender a qué se refiere con un socialismo sin deriva comunista, añadiendo la democracia, pero lejos del social-liberalismo. Confío en que se explique.


DT

Lo de seguir desarrollando asuntos como la historia de las políticas sociales lo dejo para mi labor profesional. Y lo de explicarme, lo hago encantando con la máxima brevedad. Si por sistema liberal y capitalista entendemos el que se practica en la Europa y Norteamérica decimonónicas y en el s. XX, creo entonces que estamos ante un modelo con las manos bien manchadas de sangre, tanto por la exclusión que practicaba en la política interior como por la opresión -incluidos campos de concentración- que ejercía en su política exterior colonialista. Por eso, por su vecindad con dictaduras y prácticas genocidas y por su continuada propensión a dar prioridad a los derechos patrimoniales sobre las libertades personales, por eso, digo, están más que fundamentadas las suspicacias frente a ese liberalismo tan enemigo de la libertad (de todos).

No social-liberal porque entiendo que la tercera vía de González, Blair, Giddens, etc. no es socialismo sino liberalismo atemperado con medidas paliativas. No comunista porque, junto a la desastrosa, genocida y totalitaria experiencia de los sistemas comunistas, creo indispensables el pluralismo político, cultural e ideológico y la iniciativa privada, dos bienes valiosos que los comunistas suelen negar. Socialista principalmente por aquello de Oscar Wilde: sólo con las necesidades básicas resueltas puede germinar y florecer el individuo. Y eso implica sustraer a las reglas del mercado determinados campos productivos. Y demócrata radical (y constitucional) porque creo en la soberanía popular (limitada por los derechos), la cual sólo puede manifestarse en un entorno de homogeneidad económica real, donde no exista una concentración tal de poder social que sea capaz de condicionar y subyugar a la mayoría restante de la sociedad.


NSS

Lamento no poder enterarme, vía blog, de más detalles sobre el Estado bismarckiano.

Sí, supongo que el problema de sintetizar toda una ideología es que el resultado suena, inevitablemente, simple. Así planteado, se trata de Estado del Bienestar exacerbado o cuasi-socialismo. Como dije antes: el intento sueco. Testado, fracasado y desechado. Pero, ay, como en el 89, queda aún quien no se da por aludido. Lo digo porque hay democracia constitucional, derechos básicos y propiedad privada. Eso sí, sin "homogeneidad económica", un eufemismo para referirse a una enorme presión fiscal sobre las rentas más altas. Nada nuevo bajo el sol.


DT

Bueno, disculpe que no me ponga en estos ratos libres a dar cuenta detallada de lo que escribo por otro lado, aunque creo que lo que le he indicado bien vale para que al menos se replantee ese juicio tan rotundo que planteaba en su respuesta.

Tampoco creo que pueda dar más de sí la presentación de credenciales ideológicas en un debate virtual. Al menos lo he intentado, y siento si le parece simple. Lo que me cuesta comprender es eso de 'testado, fracasado y desechado'. Si se aplicase sus propias recetas, habría de saber que el centralismo excluyente del mercado también está más que testado y fracasado en nuestra historia, como han vuelto por cierto a poner de relieve los últimos acontecimientos. Además, ¿cuáles son sus criterios para determinar con tal rotundidad unilateral el fracaso del Estado del bienestar? ¿criterios de eficiencia técnica o de calidad de vida; criterios de rendimiento económico o de sostenibilidad? Además, ¿tan desechado y desaparecido está el modelo, cuando por mis últimas noticias, aunque acorralado, sigue practicándose hasta más allá de Suecia?

Y no se trata de una presión bestial sobre las rentas más altas, sino sencillamente de la imposibilitación (si cabe la palabrota) de que existan dichas rentas. Ya sabe, ningún rico es inocente.

Por otro lado, no deja de escamarme el que sistemáticamente eluda las respuestas a las cuestiones más sensibles: si tan despiadado, radical y descerebrado le parece apoyar el modelo, ya sepultado por la historia, del Estado del bienestar (que parecía defender en una respuesta anterior), por qué piensa que hay razones para apoyar otro que cuenta con evidencias permanentes, históricas y actuales, que no sólo desmienten su propio relato legitimador (iniciativa individual, espontaneidad social, oferta y demanda etc.), sino que demuestran su práctica inviabilidad, pues es incapaz de universalizar bienes elementales y tiene además el coste de la servidumbre y, con más frecuencia de la deseada, de la muerte de personas (algo, por cierto, que no puede achacársele a la lógica del Estado del bienestar)

Ya le digo, exíjase a sí mismo esas salidas de la caverna que requiere con energía a los demás, porque lecciones históricas para demostrar el fiasco liberal hay en abundancia, y seguirá habiéndolas.


NSS

Parece que nos hemos quedado como únicos contertulios, Dick.

En primer lugar, no veas ni sombra de reproche, ironía ni nada similar en mi lamento acerca de que no desarrolles tu apunte sobre la política social de Bismarck. Está claro que una revista especializada es el lugar natural a donde enviar nuestros artículos, no a los comentarios de un blog. Te digo, con toda la honradez intelecutal, que mis investigaciones acerca de la historia de Alemania no me han llevado a esa cuestión, así que dejaré en suspenso, hasta cerciorarme, mi afirmación acerca del estado bismarckiano como "desarrollado estado social".

Y aplico lo mismo a tu intento de sintetizar complicadas ideas en un mero comentario cibernético. Te agradezco el esfuerzo y continúo reflexionando y aprendiendo.

En cualquier caso, me interesa la cuestión: ¿qué significa Estado del Bienestar? He hablado del caso de Suecia como Estado del Bienestar hipertrofiado. Ése, con sus bien concretas características de pseudo-socialismo, lo repudio. ¿Algún país sigue el modelo sueco y resulta viable? Póngaseme un ejemplo.

Defender el Estado del Bienestar o el liberal estado mínimo ha quedado, a mi parecer, hueco, dado que, inmediatamente, se plantea la pregunta, ¿hasta dónde llega el estado mínimo? Liberales decimonónicos los hubo que defendieron hasta la privatización del ejército, luego para ellos un ejército público ya sería estado excesivo. El sueco se mostró inviable. Piénsese, asimismo, en la famosa agenda 2010 de Schröder.

Parece que lo que más inquieta es que no hable de la miseria y muertes que ha podido ocasionar el sistema de mercado libre. No tengo problemas en admitir que el libre mercado, sin más, genera grandes bolsas de desfavorecidos, explotados y, con la peor suerte, muertos. Pero, el colonialismo, por ejemplo, es una época en revisión; parece que los países occidentales invirtieron en las colonias bastante más de lo que extrajeron. A Gran Bretaña su imperio le salió por un pico. No está tan clara la idea del expolio. (Del Congo también hay mucho para hablar).

¿El libre mercado es incapaz de universalizar bienes elementales, dices? Hay que definir, primero, bienes elementales. Bien, no sería difícil ponernos de acuerdo sobre esta cuestión, aceptado, entonces sólo puedo añadir que el sistema de libre mercado que ha reinado en Occidente ha sido el que más lo ha conseguido. Bastante más, se me concederá, que las cartillas de racionamiento polacas o cubanas. Por supuesto, hablo de este libre mercado tan atenuado que hemos conocido que no sé yo si un auténtico liberal se sentirá satisfecho. Creo que no. El liberalismo, del tipo de Spencer, sólo se encuentra en los libros.

No sé si habré salido un poco de la caverna con este comentario. Un abrazo y, siempre, gracias por comentar aquí.

Y aquí acabó la cosa, para quien haya llegado hasta el final. Podía haber continuado, pues material digno de polémica había de sobra. Por ejemplo, esa manía liberal de atribuir al libre mercado la mejor asignación de los recursos como si los Estados actuales no estuvieran mediados por los cuatro costados por la lógica socialista y sus conquistas. Si hubiese que tratar del reparto del mercado libre, habría que irse al siglo XIX o que cuantificar los despojos del actual modelo norteamericano, si hablar del desastroso y costoso sistema de salud de allí no es ya incurrir en un prejuicioso antiamericanismo. Habría además que añadir que casi todo lo que consume hoy occidente está realizado en unas condiciones laborales la mayor parte de las ocasiones infrahumanas. Entonces, sólo entonces --es decir, sólo eliminando los residuos socialistas y ampliando el abanico hasta el mundo entero-- podríamos calibrar cuánto reparto de bienes elementales garantiza el mercado libre.

Y podría haberse continuado también con la idea de la revisión historiográfica del colonialismo. Como suele ocurrir, estas doctrinas revisionistas en realidad son regresiones a las mismas posiciones que sirvieron en el pasado para justificar la política colonial (o los golpes de Estado como el franquista). Pero aun concediendo que tal corriente pudiera contener algo de novedad o de solvencia intelectual, cosa que dudo, cabría todavía responder: ¿es que ahora vamos también a tener que analizar el imperialismo europeo con el análisis económico? Que a la Gran Bretaña le salió por un pico después de haber asesinado, expoliado, asimilado y humillado a comunidades enteras, ¿y qué más da? ¿quita eso un ápice de barbarismo a esas naciones que pomposamente declaraban los derechos del hombre de puertas para adentro?

Pero como los debates sirven sobre todo, más que para alterar las posiciones de partida, para evidenciar trayectorias mentales diversas, creí innecesario continuar, aunque aquí lo haya hecho un rato, pues pensé que éstas habían quedado suficientemente claras. Y con esa intención, con el propósito de contrastar los giros argumentales de un liberal y un socialista, subo ahora este debate tan extenso con un agradecimiento, cómo no, a sus participantes.