miércoles, 25 de abril de 2012

La antropología dual de los liberales

En política, habría que distinguir entre teoría e ideología. La primera trata de fundamentarse en axiomas racionalmente contrastados. Sus proposiciones deben ser el fruto de la deducción lógica y cumplir la regla de la coherencia y la no contradicción. Una vez elaborada, los principios y consecuencias que la forman deben aplicarse a la realidad, ya sea para corroborarla o, cuando cumpla, para criticarla. La ideología, en cambio, no cumple exigencias de trabazón racional, pues su misión es servir a algún grupo social. Es incapaz de no incurrir en contradicciones, pues le resulta inherente la doble vara de medir, positiva cuando se aplica al grupo cuyos intereses defiende, y negativa cuando se coloca sobre los restantes sectores sociales. Y su despliegue tampoco es lógico-racional; más bien va desarrollándose de modo oportunista, al compás de las posiciones que salvaguarda, acuñando argumentos favorables a ellas a posteriori. 

El liberalismo económico da múltiples muestras de ser, no tanto una teoría racional, cuanto una ideología al servicio de unos pocos. Un caso muy evidente lo tenemos en sus premisas antropológicas. Pueden ser tanto optimistas como pesimistas, según el marco de relaciones que examine. Si se trata de las relaciones de intercambio comercial, entonces el hombre es un dechado de virtudes, actuará siempre de modo racional, comprará lo mejor y más barato, no se dejará llevar por insanas influencias publicitarias ni obedecerá a las necesidades creadas por el poder. Ahí, el hombre es un sujeto racional perfecto, el elemento indispensable para deducir que el mercado se rige, ante todo, por la ley racional e inmejorable de la oferta y la demanda.

En las relaciones de trabajo es otro cantar. Aquí entran en juego postulados pesimistas, que pintan al hombre con trazos muy poco generosos. Todo trabajador es un holgazán potencial; si no se cuenta con los elementos coactivos precisos, si no se le rodea de interinidad e inseguridad, el hombre siempre optará por acogerse a la ley del mínimo esfuerzo y entregarse a la molicie, por mucho que ello perjudique los intereses de su empresa y, a la larga, los suyos propios. En este caso, el hombre no parece poseer sentido racional alguno, ni es capaz de discernir a medio plazo y de anticiparse a las consecuencias negativas que podrían derivarse de un cultivo generalizado de la pereza. Por eso, reducido a sus tendencias más primarias, es conveniente introducir factores que lo disciplinen, como la amenaza del despido, la posibilidad de recortar su salario o la misma vigilancia de su jornada de trabajo. Así, ese trabajador que cuando va al supermercado es el mismo logos andante, cuando se encuentra en el curro se convierte en un homo sapiens poco evolucionado.

Las premisas vuelven a dar un giro considerable si, en vez de al trabajador, la teoría liberal se pone a contemplar y a explicarnos las cualidades del emprendedor. En este caso, el hombre va a tomar las decisiones más responsables, su objetivo último, la generación de riqueza y empleo, está marcado por la generosidad y por una visión precisa del interés general, virtudes, ambas, indispensables para garantizar un orden social próspero y cohesionado. Por eso conviene quitar todas las trabas impuestas por la legislación a esta inclinación a la bondad, desembarazarla de miedos, como el muy comprensible temor a comprometerse de por vida con un trabajador por culpa de los despidos impagables. Una vez librada de estas injerencias externas, la actividad del empresario podrá desplegar toda su capacidad benefactora, haciéndonos alcanzar el pleno empleo y la satisfacción general. 

Puede apreciarse, en este simplificado ejemplo, cómo la ideología liberal parte de una concepción del hombre diferente según convenga a los intereses que defiende. Si hubiese tratado de ser algo más coherente (y teórico), podría haber generalizado su antropología pesimista al caso de los empresarios, considerándolos, no como holgazanes potenciales, sino como tiburones despiadados del beneficio, para cuya inmediata maximización son capaces de tomar decisiones cortoplacistas e irracionales en detrimento de sus empleados, del interés general y, pasado el tiempo, de su propio interés egoísta, si no se les rodea, como al trabajador, de los mecanismos coactivos necesarios que les disuadan a adoptarlas. En el caso de que los liberales hubiesen tratado de ser algo más exigentes, desde el punto de vista racional, con sus premisas, no habrían entonces aprobado una reforma laboral como la que padecemos, que ya ha comenzado a devastar nuestro mercado de trabajo. Pero, claro, eso es mucho pedir a los que se encuentran obnubilados por la ideología -que no teoría- liberal.

lunes, 23 de abril de 2012

Sobre las elecciones francesas

Mucho más que la irrisoria y precaria victoria de Hollande, o que el desgaste no tan decisivo de Sarkozy, el dato más revelador de los resultados de las elecciones francesas ha sido, a mi juicio, el considerable crecimiento de la extrema derecha. Llama la atención cómo, a estas alturas, puede todavía convencer de forma masiva el discurso populista y falsamente anticapitalista y regeneracionista de Marine Le Pen. Parece obvio que sus consignas interpelan a la dimensión más primaria de los hombres, capitalizando sus miedos ante esta época de crisis e incertidumbre. La cuestión es que esa experiencia ya debiera estar vivida: también Hitler y el NSPD se presentaron en su momento como defensores de la auténtica democracia, como representantes de la verdadera nación alemana, como protectores de los alemanes frente a la maldad de capitalistas, banqueros, judíos y revolucionarios. La realidad a partir de 1933 demostró, sin embargo, que aquel programa presuntamente popular iba a desarrollarse en buena parte en contra de las capas populares alemanas que lo habían aupado y a favor de una parte de su clase industrial. La lección no parece haberse aprendido y ayer Le Pen veía aumentar su respaldo electoral sobre todo gracias al apoyo de la clase obrera. 

El peligro es real porque el resultado refleja una tendencia que, de continuar la coyuntura presente, habrá de profundizarse. Parece evidente que la frustración y el temor provocados por esta crisis están siendo capitalizados, sobre todo, por la extrema-derecha. Sus invocaciones nacionalistas, su ataque a la corrupción de los políticos, su explotación del chivo expiatorio de la inmigración y su retórica anticapitalista se asemejan como un calco al imaginario nacionalsocialista, y, como él, parece todavía capacitado para generar adhesiones masivas. Si la crisis sigue recrudeciéndose, si la indecorosa inmoralidad del capitalismo financiero continúa haciendo estragos, todo apunta a que la extrema derecha crecerá todavía más. Téngase presente que los tiempos actuales, como los de entreguerras, han acelerado su ritmo, y el 18% de ayer puede convertirse, en el giro de un par de años, en un 25 o en un 30%, si los partidos gobernantes y la propia Unión Europea no saben rectificar el rumbo actual, obedeciendo criterios menos cortoplacistas. 

El segundo punto destacable de la noche electoral francesa ha sido el aumento considerable de sufragios en la izquierda crítica. El Front de Gauche, liderado por un enérgico Jean-Luc Mélenchon, antiguo ministro de Jospin, vio crecer su respaldo electoral desde el misérrimo 1.93% (equivalente a 707.200 de votos) obtenido por los comunistas franceses en 2007 al 11.11% actual (equivalente a 3.985.200 de votos).  

Llama la atención que este sensible auge electoral haya sido interpretado por algunos como un fracaso. Se ha puesto con ello de relieve una estrategia mediática de neutralización de la oposición política de izquierdas que no ha sido la primera vez en aplicarse. Muy básicamente, consiste ésta en inflar deliberadamente las expectativas, para garantizar así que sean con casi total seguridad defraudadas, consiguiéndose con ello una futura retirada de adhesiones y apoyos ciudadanos. Ya pasó con el cartero trotskista Oliver Besancenot. En esta ocasión, hubo incluso algunos blogs que, basándose en supuesta información secreta, apuntaban a una posible segunda vuelta entre Hollande y Mélenchon. Como es natural, en muchos pudo más el deseo que el juicio realista y esperaban un resultado en torno al 20%. Solo tomando como base estas expectativas infundadas, que ni siquiera hallaban correlato en las encuestas, que concedían al FG entre el 12 y  el 14%, puede interpretarse el 11.11% como una derrota. 

Por el contrario, estamos ante un explícito reconocimiento de una forma de hacer política, de ejercer el liderazgo y de encarar los desafíos de la izquierda, aglutinando sus valores fundamentales de democracia, justicia social, humanismo universalista y ecologismo. De estos resultados acaso pueda predicarse el acierto de una táctica del Front de Gauche: la de reclamar la apertura de un nuevo proceso constituyente. Esta reivindicación es del todo justa en un sentido estrictamente jurídico: las medidas actuales, muchas de ellas adoptadas de modo autoritario a golpe de decreto, vienen a vaciar por una vía de facto el modelo constitucional presuntamente en vigor, el del Estado social y democrático. Para realizar este desmontaje de un modo legítimo desde el punto de vista constitucional habría que convocar de nuevo al poder constituyente, para que las naciones o pueblos europeos pudiesen decidir democrática y libremente si abandonar su sistema político para instituirse en forma de Estado liberal-capitalista. No lo están haciendo y, en ese sentido, todas sus medidas pecan de ilegitimidad originaria en el procedimiento, pues no se limitan a gestionar una coyuntura política desfavorable sino que, como sus adalides mismos proclaman, están refundando el Estado.

Es en ese sentido en el que considero acertadas las consignas constituyentes de Mélenchon. No en aquello en que lo exceden. Es decir, basar el programa político presentado a las elecciones en un plan de reconstitución plena del Estado debe corresponderse, para ser creíble, con un apoyo considerablemente mayor al obtenido. De lo contrario, supone la colocación de una parte considerable de la ciudadanía (un 11.11% de los electores, concretamente) en una suerte de situación de rebeldía o desafección total respecto del sistema vigente, lo cual acrecienta su crisis y descomposición y, a la larga, contraria los postulados mismos de la izquierda crítica.

En efecto, la crisis actual está sirviendo claramente para desmantelar el Estado del bienestar, justamente el sancionado por las Constituciones de posguerra. Si la izquierda, con sus consignas constituyentes, desprecia también a estas normas fundamentales, en lugar de defenderlas, entonces termina propiciando, en vez de amortiguando, la progresiva destrucción del modelo que habría de salvaguardar. Por eso creo tan errada la opinión que ayer vertía en su tuiter Alberto Garzón, considerando que los resultados franceses, y el auge del Front Nationale, obligan a intensificar el "proceso revolucionario" para robar adhesiones a la extrema derecha y ganarlas para una supuesta revolución izquierdista. 

Ciñéndonos al laboratorio de la historia, no puede estar más desatinado el consejo. En caso de que la izquierda -de una izquierda cuyo apoyo social ronda, como máximo y a día de hoy, el 15-20%- recrudezca su inclinación rupturista y constituyente, en caso de que caiga en la tentación de una (inviable) escalada revolucionaria, eso no produciría un descenso de la extrema derecha, sino su aumento, porque las masas -clases medias acomodadas- que hoy votan a Sarkozy encontrarían mejor protección de sus intereses en la virulencia derechista de Le Pen. Eso sucedió con el fascismo en Italia y con el nazismo en Alemania y podría volver a suceder en Francia si la izquierda crítica se mira el ombligo en lugar de mirar alrededor suya. 

A mi juicio, esta izquierda ecosocialista y comunista debe jugar el papel que Mélenchon le daba en su intervención de anoche: servir de dique al crecimiento de la extrema derecha y servir también de palanca para desalojar al conservadurismo liberal y ortodoxo que rige los designios de Europa para mal de la mayoría. En este sentido, socialdemócratas y socialistas y comunistas deberían aprender profundamente de sus errores, porque de su proverbial enemistad histórica, de las traiciones y tibiezas de unos y de los maximalismos de otros, se deducen muchos de los males que Europa padeció en el siglo XX. 

Por el lado de la socialdemocracia habrían de aprender a no tratar con desdén a la izquierda crítica, a cuidarla y favorecerla en los sistemas electorales viendo que es una pieza fundamental en la gobernación progresista. Deberían asimismo tomar nota de que el haber sucumbido al relato neoliberal, el haber asumido sus categorías para explicar la realidad e inspirar sus decisiones, les ha conducido a la oligarquización, a su falta de credibilidad, a la consiguiente retirada de apoyos populares -con beneficio de la derecha centrista y extremista- y, en definitiva, a su fracaso. Y su alianza sustantiva con la izquierda real bien puede servirle para volver a teñir de rojo sus planteamientos y objetivos políticos.

Y por el lado de la izquierda crítica habrían de aprender a cultivar la transigencia, a abandonar su inclinación dogmática a repudiar con visceralidad la diferencia doctrinal y a realizar un juicio realista de las coordenadas presentes, unas coordenadas que no favorecen una ruptura radical del sistema político sin movilización masiva en la que sustentarse (una movilización que sí se dio, por ejemplo, en las recientes experiencias constituyentes latinoamericanas) y que solo permiten la reforma sustantiva y rectificadora del modelo, para lo cual hace falta sellar alianzas progresistas que, en un futuro, acaso puedan crear las condiciones materiales necesarias para una ruptura. 

De la altura de miras de ambas sensibilidades depende, en definitiva, que no volvamos a adentrarnos en otra Noche de Walpurgis.