martes, 23 de junio de 2009

Trichet, los impuestos y Enric González

En mi matinal paseo por la prensa entre ayer y hoy me topo con algunas noticias de interés. Anteayer estuvo pontificando por Madrid el presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet. Sus consejos para estimular la economía española, verdaderamente originales y novedosos, fueron que debía reformarse el mercado de trabajo (léase abaratar el despido) y moderar los salarios para contener la inflación (sic). Ya se ve, las recetas ortodoxas del neoliberalismo son prescritas con automatismo e inconsciencia, independientemente de la situación vigente en la realidad.

Acaricio la idea de escribir algún día un díptico crítico sobre el liberalismo, analizándolo desde la perspectiva teórica e histórica, resaltando, pues, sus aporías y denunciando las injusticias y exclusiones que desde siempre ha promovido. Comenzaría diciendo así: 'el liberalismo, que nació para vencer el mito y la superstición, ha terminado convirtiéndose en mito y superstición'. Pues eso, lo de esta gente neoliberal que copa las instituciones políticas y financieras parece más una religión, una doxa inamovible, que una doctrina supuestamente científica. ¿Qué rigidez existe en un mercado laboral con cuatro millones de parados? ¿qué necesidad hay de moderar los salarios cuando existe un claro enfriamiento de la demanda y, además, estamos al borde de una sana deflación? Desde luego, esta dirigiencia continuaría conteniendo los salarios ajenos --claro que no los propios-- aunque no hubiese ni para subsistir. Y es que ya se sabe, en rigurosa tradición liberal, el salario es la cantidad de dinero que el trabajador necesita para sobrevivir y poder continuar alquilando su fuerza de trabajo.

Leo también que, al parecer, el PSOE va a aceptar con todo el dolor de su corazón suprimir los 400€ de desgravación a instancias de IU-ICV. Ahora bien, eso de gravar las rentas más altas, de equiparar las de trabajo y capital y de recuperar el impuesto de patrimonio resulta inaceptable para nuestro partido obrerista, cuyos dirigentes seguramente cuentan con jugosos fondos de inversión, altos ingresos y abultados patrimonios inmobiliarios. A eso se le llama una negociación audaz: nos quitamos el muerto de los 400€, demostrada ya su esterilidad económica, pero atribuyendo la iniciativa a los izquierdosos, mientras que lo verdaderamente sustantivo, la progresividad, la seguimos abandonando. Por si surtiera efecto, colgaré este post en el blog de Joan Herrera, a ver si así caen en la cuenta de que con tan cicatero trato no se cambia nada: mejor que el PSOE continúe desgastándose con su política graciosa de la chequera.

Y es que debemos tener presente lo que hoy nos recuerda Enric González, columnista extraordinario al que descubrí por Carlos Boyero y del que me he vuelto también adicto: "el fracaso español, si puede hablarse de fracaso, es empresarial", de una clase empresarial, en efecto, sólo preocupada por el corto plazo y completamente refractaria a invertir en esa sociedad que les ha hecho, y sigue haciéndoles, ricos.

jueves, 18 de junio de 2009

Sólo el fascismo nos libra del fascismo

No es un juego de palabras. La concentración del mal acontecida en las décadas de los treinta y cuarenta en Europa impactó tanto al hombre que volvió a rodearlo de autocontenciones. Horrorizado por lo que era capaz de hacer --negarse a sí mismo--, puso de nuevo fronteras a sus pulsiones destructivas. No creo que el arrepentimiento sea un factor de importancia menor en la conducta humana. Antes bien, pienso que está en la base incluso de la religión cristiana. Recuerdo en este sentido El Evangelio según San Mateo de Passolini: el asesinato, popularmente aclamado, de un inocente hubo de producir un horror tan profundo que se tornó en culpa, sentimiento de pecado e imposición moral.

Pues eso: de no haber sucedido lo que sucedió hace décadas estaríamos condenados indudablemente a experimentarlo. De acuerdo, el derrumbe del totalitarismo no hizo desaparecer el mal ante nosotros, que se ha continuado practicando con total cinismo, impunidad y desprecio por la vida ajena hasta hoy mismo, con asesinatos por ejemplo en el Perú en nombre de la eficiencia económica. Lo único que ha cambiado han sido los escenarios, lejanos y televisados, pero igual de crueles y sangrientos. Pero también esto se está modificando, pudiendo percibirse aquí y allá continuas infiltraciones de hábitos fascistas entre los aparentemente civilizados ciudadanos europeos.

Si por algo puede definirse el fascismo es por la desaparición, como dice Francisco Ayala en sus memorias, de los 'lazos invisibles de la solidaridad', de la 'buena fe', o de la 'confianza mutua', por expresarlo ahora con Claus Offe. La convivencia no se mantiene por sí sola, y mucho menos por alambicadas instituciones en que se delibera y legisla. La coexistencia es posible por pliegues más ocultos, por resortes menos evidentes pero más profundos y decisivos: por la expectativa de que el otro va a comportarse de acuerdo a un código de formas que en primer lugar repele la violencia sin finalidad. La sociedad se monta, en suma, sobre la certeza de que el transeunte que pasa a nuestro lado no se va a revolver sin venir a cuento para partirnos la crisma. Y en el momento en que esas contenciones invisibles comienzan a desvanecerse y empieza a instalarse entre nosotros la violencia arbitraria, y, más aún, su contemplación resignada, complaciente y atemorizada, entonces han de encenderse las alarmas.

Y las mías llevan un tiempo encendidas. No se trata sólo de que el nacionalismo extremo tenga cada vez mayor respaldo electoral, ni siquiera de que ministras italianas saluden al modo fascusta en actos oficiales. La cuestión es que la violencia ejecutada sin culpa contra otras personas manifiesta la desconsideración hacia su humanidad, síntoma principal de la deriva fascista. Y eso es lo que puede apreciarse en el caso del boliviano amputado, cuyos fornidos patronos parecen dos agresivos porteros de discoteca que aspiran a tener esclavos mejor que empleados. Y eso es también lo que puede verse en la brutal detención del inmigrante en Barajas que acaban de dar a la luz El País y Público, tratado como un fardo inerte por policías con cuerpo de niñatos culturistas. Y eso, en fin, es lo que desemboca en situaciones como la de Nápoles el mes pasado, cuando una víctima inocente de la violencia ciega de la mafia no encontró el más mínimo auxilio de nadie porque todos huían despavoridos para salvar su propio pellejo.

Ese es justamente el proceso del fascismo: en primer término, la violencia ejercida por aquellos en los que se tiene depositada un mayor grado de expectativas por ocupar posiciones de responsabilidad y tener a su cargo la libertad de las personas; y, una vez desatada la rebelión del poder, la espantada general y desarticulada para salvar la propia vida condenándose así en bloque a la muerte física o civil. Si nos libramos de que este proceso se desencadene por estos lares, bien ante nuestra vista, es porque aún mantenemos el recuerdo presente de lo que sus síntomas significan. Pero, por desgracia, el olvido es paciente, constante e inexorable...

miércoles, 17 de junio de 2009

Días de radio

Así se llamaba una peli de Woody Allen. Bastante buena, por cierto; pero no es de ella de lo que voy a escribir. Me he llevado prácticamente dos años sin radio en el coche. Al cambiarle la batería se descodificó y, cómo no, había olvidado por completo el código para reactivarla. Hasta que no he tenido que volver a llevar el coche al taller (¡por perder la segunda llave de repuesto!), no he vuelto a solicitar el código y a tener, después de introducirlo, el placer de reencontrarme con mis antaño habituales viajes sonoros.

He vuelto a comprobar que la radio, los tertulianos, los opinantes y la marea de publicidad, más que abrumarme, me exasperan, me ponen verdaderamente de los nervios. Escuchándola, solo me ha sucedido una cosa positiva: estaba deseando conectarme al blog para desahogarme contando tres o cuatro cosas. He recordado aquí al bueno de Ortiz, quien desde bien temprano escuchaba la radio en cualquiera de sus varios aparatos con el fin de 'inspirarse' para sus columnas. ¡Y es que hay tanto motivo para escandalizarse con solo encenderla!

Lo primero que me ha llamado la atención ha sido el tono del debate parlamentario. Esta mañana se celebraba una sesión de control al gobierno en la que, como viene siendo habitual, se ha tratado el tema de la crisis. La cosa era tan esperpéntica como expresiva de lo que tenemos (y sufrimos): por un lado, los populares recriminaban al gobierno haber aumentado la presión fiscal, porque aunque antes ascendía al 35% y ahora al 32%, 'el PIB es hoy bastante inferior debido a la crisis'; por otro lado, los socioliberales --por sumarme al más preciso término de Vicenç Navarro-- se defendían de las acusaciones conservadoras esgrimendo que habían bajado el impuesto de sociedades (2.200 millones de €), habían aumentado las desgravaciones en el IRPF (10.000 millones de €) y habían suprimido el impuesto de patrimonio (1.800 millones de €). En suma: el PSOE alardeaba y defendía abiertamente políticas fiscales regresivas y derechistas y el PP, como es habitual en esta derechona mezquina, mentía igual de abiertamente y con el agravante de la torpeza y la falsedad (¡cómo va a ser más el 32% de 100 que el 35% de 150, por dios!)

Pero no es esa la cuestión. El problema es otro, concretamente de formas y maneras: tras cada intervención, toda la bancada correspondiente aplaudía, gritaba y zapateaba jaleando a su cabecilla. ¿Es ésta la democracia deliberativa?, ¿a eso queda reducido el debate ilustrado de ideas, a consignas huecas, falsas o bien reveladoras envueltas en vulgar griterío? Que venga Jürgen Habermas y Adela Cortina y lo vean para después introducir correcciones en sus respectivas teorías...

Después vino la triste constatación que ya había olvidado: la producción de opinión pública y actualidad a nivel estatal está, como procede en un sistema pútrido y oligárquico, en manos de muy pocas manos. Adorno diría que el hecho de que entre quince o veinte tertulianos se repartan todo el pastel no es sino la expresión de la concentración del capital y, más abstractamente, una manifestación más del fenómeno que define nuestras sociedades: 'la concentración del poder y la generalización de la impotencia'. Pero descendiendo más a pie de obra, lo que puede contemplarse no es sólo que sean unos pocos los que marquen en España el sentido de nuestro presente político, sino que esos pocos son unos perfectos indocumentados, que no saben siquiera hablar en condiciones y que, al estar ocupados, más que en estudiar para opinar, en ir de escenario en escenario pasando el cazo, no formulan ni un sólo argumento brillante o esclarecedor. Sólo saben hablar para conservar su posición.

A la tarde, regresando ya de la facultad, he escuchado un interesante debate en Hora 25 sobre la situación de la izquierda europea mantenido entre Daniel Innerarity, Gregorio Peces Barba y José Mª Ridao. ¡Qué prepotencia la de esta gente que piensa que no hay más izquierda que la socialdemocracia devenida socioliberalismo! Como hoy Cotarelo en Público, para quien las europeas corroboraban el hundimiento de la izquierda 'marginal y cibernética', a despecho de los resultados franceses y portugueses.

Sólo cuatro puntos querría resaltar del jugoso debate entre estos venerables socioliberales (por cierto, ¿y la pluralidad?: ahora mismo la veremos). El primero se debe al diplomático y ensayista Ridao. Para él no hay diferencias entre los valores conservadores y progresistas, pues todos aspiran al bienestar, a la justicia, al reparto de la riqueza. Lo único que diferencia a ambas fuerzas son los medios desplegados para alcanzar dichos fines. No existe, empero, forma alguna, como bien dictaba Weber, de elegir racionalmente entre uno u otro fin, el conservador o el de izquierdas, mucho menos cuando estos son, como sostiene Ridao, idénticos. El problema es que razonando de tal modo se disculpa la barbarie y se cubre con un manto ideológico el antagonismo de los intereses realmente constitutivo de la sociedad. Claro que hay diferencias, y sustantivas, entre permitir saquear un país por razones económicas o poner la vida digna de todos y cada uno de los seres humanos, y la integridad de la naturaleza, por encima del beneficio privado. No son medios diferentes, sino fines opuestos y éticamente bien dispares lo que aquí apreciamos, y la política, como procedimiento para resolver conflictos pacíficamente --y este es el único valor que hay que compartir--, debe partir precisamente de dicha contraposición real, y no de una armonía inexistente.

Estado social y democracia parlamentaria. Ese es el modelo que, en segundo lugar, servía de trasfondo a las reflexiones de tan ilustres pensadores. Ha llegado el momento de zafarse del Estado del bienestar. Este pesado lastre, según nuestros avezados analistas, está en la base del declive de la izquierda. Se impone la necesidad de un Estado que dinamice la sociedad, o sea, que la encadene más al proceso de producción a cambio de una existencia automatizada, precaria y condenada a la autoconservación. Se trata, según el desatinado, torpón y casi senil Peces Barba, de sustituir el welfare State por el Sozialstaat de los años treinta, pues es injusta una protección universal que ampare también a los pudientes, dando así por sentado que deben existir eternamente poderosos y millonarios a costa de la fuerza de trabajo ajena y confundiendo además un Estado social, cuya finalidad última es graduar las riquezas para evitar posiciones ilegítimas de poder --o sea, la existencia de personas que reciban mucho más de la sociedad de lo que ellas aportan a ésta--, con un Estado asistencial, modelo conservador que intenta paliar la pobreza para evitar el conflicto y la marginación sin preocuparse por una emancipación real. Un Estado, además, que habría de funcionar según las reglas de la mayoría y la representación proporcional; ahora bien, desplegadas tales reglas por dos fuerzas de centro mayoritarias y consensuadas porque si no...

Una disyuntiva generacional observé en tercer lugar. Ya la había venido apreciando en intervenciones de Gabilondo, Rodríguez Ibarra, Leguina y el mismo González. Ahora confirmaban la situación la cohorte gonzalista de PRISA. Para Ridao, lo del gobierno actual no es 'juvenilismo' sino directamente sectarismo excluyente que ha expulsado a grandes talentos entre los seniors. Y para Peces, lo de Zapatero es improvisación, falta de preparación, una concatenación de dislates. No sabe uno si es que echan de menos su ascendencia directa sobre el poder o es que esta gente, haciendo el juego al conservadurismo, que no cesa ahora, el muy cínico y fiel a su tradición, de invocar a Felipe González y Alfonso Guerra, es sencillamente más de derechas que el mismo Zapatero del impuesto de los hidrocarburos.

Y por último, fueron los oyentes los que introdujeron al pueblo y el pluralismo en el debate. No pocos mencionaron a los movimientos sociales, a la izquierda transformadora, a la sociedad civil, a los colectivos no identificados con el socioliberalismo como alternativa real a éste. Como buen posmoderno alérgico a las contraposiciones ideológicas fuertes, Ridao eludió la réplica, saliéndose por la tangente. De formación clásica, aunque esclerótica, Peces sí salió al trapo, clamando contra los 'iluminados', conjurando las minorías 'peligrosísimas', atacando todo conato de izquierda 'autoritaria', como si no fuera autoritaria la izquierda que apalea a los anti-Bolinia y lincha a los que combaten el fascismo.

Lo que pasa es que con palabras tan rimbombantes queda al final oculto el asunto de que es perfectamente viable una política que no suprima, sino aumente, el impuesto del patrimonio, que no disminuya, sino agrave, el impuesto a las grandes fortunas, que no promueva, sino castigue, la estéril especulación financiera, que no libere, sino estatalice los sectores estratégicos, que no incentive el mercado inmobiliario, sino que lo intervenga expropiando viviendas vacías para garantizar el derecho a la vivienda. Y así podría continuarse enumerando toda una serie de medidas factibles descartadas por el gobierno y silenciadas por sus ancianos admonitores en beneficio, primero, de la hegemonía neoliberal y con el triste resultado, después, de arrojar en brazos de los nacionalismos ultraderechistas a la intelectualmente desmantelada clase trabajadora.

martes, 16 de junio de 2009

Apuntes salvadoreños (V)

Memoria y olvido de las dictaduras (ene. 09)

Entre otras muchas cosas, no todas igual de memorables, España y Latinoamérica se encuentran unidas por el peso de un pasado de dictaduras ominosas que oprime el presente democrático. En nuestro caso, ese pasado, que aún vaga en los hábitos, las instituciones y los cargos, ha regresado a la primera plana de la mano del juez Baltasar Garzón, quien ha intentado -sin éxito- depurar las responsabilidades criminales en que incurrieron los promotores del golpe de Estado de 1936. El efecto indeseado ha sido que “la octava potencia económica”, según repite sin cesar nuestra dirigencia, se ha contemplado a sí misma en un revelador espejo de juicios sumarísimos, genocidio programado y fosas comunes.


Y es que el bienestar invita a la desmemoria. De hecho, se patentiza aquí uno de los factores compartidos por el capitalismo y las experiencias totalitarias: el primero produce una existencia despolitizada y volcada en la satisfacción de los intereses privados, mientras que las segundas suprimieron la disidencia confinando a los sujetos en la autoconservación desnuda, el exilio interior o la clandestinidad. Haciendo de la armonía económica el único valor digno de protección se llega así, irremediablemente, al repudio de la memoria, en la cual se atisban confrontaciones sociales.


Pero, ¿se sostiene la vida en sociedad con la sola satisfacción de las necesidades individuales, o requiere también ésta de otros principios? Si se piensa esto segundo, se aceptará entonces la conveniencia de activar unas políticas de la memoria que, de un lado, reconozcan derechos frente a los desafueros del poder, sea cual sea el tiempo en el que sucedieron, y que, de otro, tipifiquen conductas y ventilen responsabilidades. Parece que lo primero no ha suscitado desacuerdo, pues nadie niega a los descendientes de los republicanos asesinados el derecho a exhumar los restos de sus familiares. En cambio, mayor discrepancia provoca el argumento legal que facultaba al magistrado para el encausamiento retrospectivo de los golpistas, a saber: que éstos, en su asalto terrorista al poder, cometieron crímenes contra la humanidad, que, por tal condición, resultan imprescriptibles. La réplica a la actuación judicial es muy simplista, y jurídicamente errada: se sostiene que la ley de aministía general de 1977 colocó un punto y final a los crímenes de la dictadura, impiendo en lo sucesivo su esclarecimiento. Pero se trata de una ley preconstitucional, sometida en todo caso a la concordancia con una norma fundamental que declara prescriptivo para España el derecho internacional, precisamente ése que eleva el genocidio a crimen imprescriptible contra la humanidad.


La negación del genocidio franquista, o del franquismo como genocidio, aboca a un contraproducente olvido que socava las bases de la convivencia. La memoria de nuestra guerra civil y de la dictadura posterior supone, tanto para las izquierdas como para las derechas, una ilustración valiosa: la inviabilidad de cualquier proyecto político que suponga la supresión del adversario. La diferencia estriba en que mientras las izquierdas, ya sea la liberal o bien la socialista y comunista, no se reconcen en el discurso totalitario, nuestra derecha, por el contrario, continúa rehén del conservadurismo terrorista al no condenar explícitamente nuestra dictadura. Hasta que no exista renuncia unánime a esta estrategia de exterminio (físico o civil) del oponente, y pueda construirse aquí, como si de una pesadilla del pasado se tratase, un museo del partido falangista, semejante al del partido nacionalsocialista de Nuremberg, no habremos conquistado la madurez democrática. Y precisamente para este fin sirve el cultivo de la memoria, no para crear divisiones sociales.

lunes, 8 de junio de 2009

El legado de la izquierda liberal

Sobre los resultados de las elecciones de ayer pueden decirse muchas cosas. Y como no encuentro en la prensa una sola mención a los puntos que me interesan o inquietan, me animo a glosarlos aquí. Podemos partir de dos premisas, una de ámbito europeo y otra de radio doméstico. La primera, a mi entender bastante evidente, es que, de nuevo, la gran triunfadora de la noche fue la abstención. Más de la mitad de todos los ciudadanos con derecho a sufragio renunciaron a él. Esto tiene un significado muy preciso: una victoria de aproximadamente el 40%, como la que gozan los conservadores, equivale, en términos reales, a conceder el gobierno parlamentario europeo a un 16% de la población con derechos políticos. Una minoría bastante exigua, como puede comprobarse.

La segunda premisa se refiere a la lectura falseada que los principales partidos españoles han realizado de los resultados. Rajoy salió ayer entusiasmado diciendo que habían ganado las elecciones, así sin más, sin el calificativo de europeas. Ignacio Camacho, ese ideólogo refinado del centro-derecha, titula hoy su columna "Moción de censura" (del pueblo contra Zapatero). ¿Alguna mención a los 20 puntos de participación que median entre las elecciones de ayer y unas generales? Ninguna, por supuesto, para qué estropear la estrategia de propaganda, que consiste sobre todo en crear la atmósfera de cambio como si fuese real. Por lo que atañe al PSOE, su versión no era menos tergiversada. Afirmar que la formación social-liberal española ha sido la que ha obtenido las mejores cifras en Europa supone una verdad a medias, visto que tal proporción sólo es posible por el descalabro generalizado de las socialdemocracias. Y, en fin, lo de IU no tiene menos mérito, contentos por mantener las dos poltronas y por "consolidarse como tercera fuerza estatal", pero a costa de esconder debajo de la alfombra los 60.000 votos perdidos, o sea, más del 10% de los apoyos. (Y hasta IA publica hoy un comunicado en el que sus ínfimos apoyos le parecen suficiente para construir 'un referente anticapitalista en España', ¡ahí queda eso!)

El resultado global es bien claro: victoria -pírrica en términos totales, abultada en términos parciales- del liberalismo conservador en Europa y derrota estrepitosa de la izquierda liberal. Ahora bien, estos dos fenómenos se hallan, cómo no, íntimamente conectados y el punto de engarce podríamos identificarlo con el olvido socialdemócrata del materialismo. Si desde el principio hubiesen tenido presente que los gobiernos son expresión de la estructura económica, social y cultural de sus países, y no al revés, habrían adivinado que impulsar, como lo han hecho sin descanso, un modelo social de libre mercado, valores neoliberales y relaciones individualizadas no podía engendrar sino una gobernación de derechas. ¿Qué esperaban, que gobernar en contra de los intereses de los sectores que potencialmente les apoyarían y en favor de los amos iba a traducirse en la resignación de aquellos y el beneplácito de éstos?

La derecha, gobernadora natural de esta sociedad derechizada (en buena parte, repito, por culpa del social-liberalismo), lo tiene mucho más claro. Es -según trataré de argumentar un día aquí más extensamente- el último vestigio de los partidos de clase. Defiende sin ambages los intereses de una capa social muy definida que cuenta con los resortes mediáticos necesarios para hacer creer que tales intereses particulares equivalen al interés general de la sociedad. Persigen descaradamente, sin sutileza alguna, aquello que Pierre Bourdieu llamaba "el beneficio de la universalización": pasar por bien común un bien particular. Y es además una fuerza inmunizada frente a determinados requerimientos ético-democráticos, precisamente porque está inspirada por creencias privatistas y religiosas en lugar de públicas y civiles. Así, no debe llamar a escándalo -y sobre esto también incidiré aquí algún día- que los apoyos al PP o a Berlusconi no mengüen por la corrupción, pues el beneficio privado aún en contra de la ley estatal es una seña de identidad del liberalismo conservador, que sólo cree en el Estado cuando garantiza tal beneficio.

Sólo una buena noticia se atisba en el horizonte: el renacimiento de la izquierda real. El Bloco de Esquerda portugués ha conseguido casi el 11% de los votos (382.000 aprox.). Entre el neotroskista Nouveau Parti Anticapitaliste (4,9%) y el Front de Gauche (6%) suman en Francia una proporción similar, a la que cabe añadir la enérgica irrupción de los verdes, con más votos incluso que los socialdemócratas. Y en Alemania Die Linke llega al 7,2%, siendo la fuerza vencedora en varias provincias de la antigua República Democrática.

Si esto no ha ocurrido en España, se debe a varios factores: en primer lugar, el bipartidismo está entre nosotros mucho más arraigado que en los demás países, tanto por el apego tradicional al turnismo británico -recuerden la Restauración- como por el triste recuerdo del paralítico pluripartidismo de la II República, empeorado aún más por ese utilitarismo de perfil bajo que caracteriza al españolito, que identifica unas elecciones con un partido de fútbol; en segundo lugar, por el carácter radical -nacionalcatólico- de nuestra derecha, que anima el voto resignado y reactivo al PSOE, algo que éste trata de explotar sin recato alguno; y en tercer lugar, por la trayectoria nefasta de IU, carente de credibilidad por sus divisiones internas e incapaz de aglutinar a todas las corrientes transformadoras, que, como IA, han tenido que irse fuera para hacer -a mi pesar- un ridículo considerable sacando la mitad de votos (25.000) de los que sacó el Partido del Cannabis en 2004. (Eso les ocurre por no haberse tomado siquiera el trabajo de consultar las líneas de actuación, el tono y el programa del Bloco de Esquerda, que seguramente a nuestra joven antisistema Esther Vivas le parezca un ejemplo más de izquierda complaciente y 'gestionaria')

Y si tampoco ocurre en Italia, se debe igualmente a esa disposición anímica que oscila entre apoyar a social-liberales esperanzados con un cambio en pro de la justicia social o abstenerse resignados pensando que, si la izquierda liberal no hace nada, menos aún puede hacer una panda minoritaria de marginales sin sentido alguno de la realidad. Y es precisamente esta oscilación fatal y sin salida, que sólo rentabiliza la derecha, la que debe romperse cuanto antes.

El problema de la izquierda real es que sobre ella pende el estigma del totalitarismo, ya sea por causarlo y construirlo ella misma como por provocarlo en los sectores reaccionarios. Contra lo primero sólo caben dos remedios: construir programas estratégicos y verosímiles, cuya aplicación no requiera un exceso intolerable de autoritarismo, y distanciarse constante y expresamente del estalinismo criminal, de toda forma de anulación del pluralismo y de las libertades conquistadas. Y contra lo segundo debe argumentarse sin parar que la reacción totalitaria conservadora no desacredita a quienes querían reformar un modelo socio-económico inquino sino a quienes ponían sus privilegios por encima de la vida de millares de seres humanos.

Pero dicho esto, el estigma del totalitarismo y del irrealismo sólo puede borrarse con un pacto con la izquierda liberal. Y para que este pacto sea posible, la socialdemocracia debe desplazarse sustantivamente hacia la izquierda, no apropiándose de puntos programáticos del socialismo y el comunismo, sino mostrando su disposición a llevarlos a la práctica en hipotéticos gobiernos de coalición. Sólo la fuerza que en un momento dado cuenta con la credibilidad y la experiencia de gobernar puede sacar de la marginalidad al depósito ético de nuestras sociedades. Piensen, por ejemplo, en Obama: basta que él apueste por medidas radicales para que ya no lo parezcan tanto. Y como la izquierda de González, Blair, Schröder y, ahora, Brown, Royal y Veltroni, está fulminada, sólo una lectura social-liberal de esta clase, que le lleve a preferir gobernar con la izquierda socialista y comunista en lugar de con los conservadores, puede hacer reemerger a la izquierda entre nosotros y borrar ese sinsentido de que se alcen victoriosos en medio de una crisis precisamente los que defienden los principios que la causaron. Se trata, en efecto, de recuperar el discurso de clase que enarbolan sin complejos los derechistas; se trata, en suma, de no caer más en la trampa conservadora de que una sociedad justa, pacífica y gobernable es aquella en la que existen dos partidos mayoritarios de centro, con exclusión pactada de las restantes formaciones a la izquierda, pues este axioma, preconizado no por casualidad por los conservadores y por algún incauto social-liberal, termina otorgando los gobiernos a las derechas. Y todo esto en España -en contra de lo que yo creía, defensor de la segregación del PCE y del ejemplo portugués- pasa por un reforzamiento de IU.

Tenía razón un conocido filósofo del derecho con quien hace poco trabé amistad cuando me decía que poco o nada hay a la izquierda de IU. Ya se ha visto, 25.000 miserables votos que bien harían volviendo a la única fuerza con posibilidades en España, como bien haría ésta abriéndose a las nuevas energías que representan los treintañeros soñadores de IA.

sábado, 6 de junio de 2009

Política de la proximidad

En un artículo de Rafael Sánchez Ferlosio encontré hace tiempo un hallazgo brillante, de esos en que la verdad resplandece en una sola frase. El enunciado era bien simple y afirmaba algo así como que 'la proximidad atenúa las diferencias'. ¿Quién no ha vivido en alguna ocasión tal experiencia? ¿Quién no ha tenido o tiene amigos cercanos con los que, aun situados en sus antípodas ideológicas, mantiene una relación entrañable? ¿Y quién no ha estado en un grupo políticamente variado y ha observado una especie de implícita voluntad de convergencia, acuerdo y diálogo? Yo, al menos, he vivido estas cosas, y quizá las generalice equivocadamente cuando son fruto de la transigencia o de que no conozco a neonazis, pero mi vivencia me dice que casi siempre hay un mutuo propósito, movido por la amistad o la cordialidad, de encontrar puntos de conexión y soslayar y minimizar las discrepancias sustantivas. Puede ser entonces que el impulso de la convivencia predomine, en la cercanía, sobre la tendencia, también inevitable, al conflicto.

Este motivo ha sido recreado por otros autores. Recuerdo con especial viveza el tratamiento que obtenía en la película Babel. En ella, lo que era un conflicto fortuito en el que no existían diferencias raciales, religiosas y políticas, sino, antes al contrario, solidaridad espontánea y cooperación desinteresada, se convertía, con la mediación televisiva, en un presunto atentado islamista contra una pareja rubia y blanca, casi aria. Quedaba perfectamente reflejado cómo el espectáculo, de pantalla que refleja (distorsiona, simplifica, mutila) la realidad, pasa inexorablemente a convertirse en la realidad misma, pese a falsearla como ideología. Los significados transmitidos por el espectáculo mediatizan las relaciones hasta hacer poco menos que imposible la inmediatez, la espontaneidad, la relación no sometida a reglas.

El caso es que la igualdad, la humanidad, el lazo que a todos nos abraza, es decir, la verdad, queda desdibujada con la distancia, con el extrañamiento mutuo. Si la proximidad borra o difumina las oposiciones, la lejanía las acentúa y agrava. Y si el modelo capitalista es un modelo individualizador, privatizador de la existencia, monadológico, resulta ser también, irremediablemente, un sistema que ahonda en las fisuras hasta condenarnos a la más dramática fractura. Encastillados en nuestros problemas laborales y financieros, siempre vividos como una fatalidad inalterable procedente del destino, los hombres de Occidente no nos reconocemos mutuamente, encontramos en nuestros respectivos rostros al enemigo en potencia y, de ese modo, olvidamos la verdad.

Por eso, una buena política podría ser aquella que construya las condiciones, los espacios y las oportunidades para que la proximidad se materialice. Por eso también, la democracia, entendida como procedimiento que exige participación conjunta para adoptar decisiones legítimas y vinculantes, se base de modo fundamental en la recíproca cercanía y, en consecuencia, no puede reducirse a la agregación de votos individualizados extraños, y difidentes, entre sí. Aunque esto quizá no sea sino una excusa para no ir a votar mañana...