martes, 16 de febrero de 2010

The Road

Hagamos un experimento. Se trata de invertir la secuencia del contrato social, haciendo que la voluntad de los hombres acuerde pasar al estado de naturaleza. Coloquemos a un sujeto socializado en el mundo actual en un escenario devastado, prácticamente sin recursos y con muy pocos congéneres con los que dialogar y compartir. Pongamos a su lado a un niño, nacido ya en esa situación apocalíptica, y apreciemos el contraste de actitudes y reacciones frente a una realidad tan hostil.

El primero se mueve por la lógica exclusiva de la autoconservación. Y si algo, al parecer, lo mantiene en pie, es la protección y la educación de ese menor, su hijo. El miedo, la desconfianza, la búsqueda permanente de recursos para el sustento y la persecución absurda de un Sur cálido, apacible e inexistente parecen ser los motores de su acción. A su hijo intenta instruirle en la supervivencia y en una distinción rudimentaria del bien y del mal, de los buenos y los malos. Su Ítaca particular, que tiene la forma de un vago y onírico recuerdo, es su hogar privado, la relación bilateral de los amantes y la familia, la belleza de su amada.

El pequeño, por el contrario, tiene ansia de humanidad, de contacto con sus semejantes. Su propensión natural al bien y al perdón le hace confiado, generoso, comprensivo. Disfruta del presente y solo por el contagio de su padre persigue esa meta inalcanzable que está siempre lejos y fuera de donde uno se sitúa a cada instante. Su lugar, en contraste con el padre, es el calor de los hombres, no un objetivo siempre desplazado que se alcanza en competición con el prójimo, con un prójimo que con tal también de autoconservarse llega a la cosificación más radical del otro, a quien convierte --aniquilándolo-- en carne para su alimento.

Si nuestra existencia actual ha colocado sobre nosotros, como una dura costra que no se puede despegar, la segunda naturaleza de la autoconservación competitiva, del autodestructivo darwinismo social, en un mundo sin constricciones morales, institucionales y legales, como es el representado en esta película, es ella la que imperará. Es más: es ella, por su propia lógica inmanente, la que terminará provocando el advenimiento del mal, donde ya reinará en solitario sin la menor traba.

Pero es el niño nacido fuera por completo de la red de socialización actual el que nos muestra que debajo de esa costra, reprimida y pura, yacía otra naturaleza, la verdaderamente humana, la que anhela el contacto sin mediaciones económicas con el otro, la que se realiza no ya tanto entre las cuatro paredes del hogar privado, sino en comunidad. El mensaje, claro, es nietzscheano: solo el niño puede engendrar un nuevo hombre. Cabe incluso que aquellos que recogerán al hijo lo hagan precisamente porque son conscientes de esa oportunidad de fundar, pese a las adversidades, una nueva sociedad sobre otros supuestos más éticos y acordes con nuestra naturaleza.

viernes, 5 de febrero de 2010

Falacias y trayectoria de una emergencia nacional

Por los datos estadísticos que reflejan la situación nacional, y por la interpretación que de ella hacen los medios informativos, diríase que nos encontramos al borde de un precipicio económico por el que todos podemos despeñarnos. Hay, además, al parecer, un consenso generalizado en relación a la ostensible ineptitud de este gobierno para afrontar la situación. Qué podía esperarse, me pregunto, de un gabinete presentado por su líder como el que incorporaba a más mujeres, a la ministra más joven y a la primera titular de defensa en toda nuestra historia, sin mención alguna a los méritos y capacidades que se presuponen indispensables para la decisión política y la gestión colectiva. La retórica, los gestos y el marketing no parecen ser, en efecto, los principales atributos para una gobernación hábil y solvente.

Aunque solo sea en esta ocasión, coincido en términos generales con diagnóstico tan pesimista y con censura tan severa. Buena persona, de talante amable y moderado, con un carácter sin aristas y honesto, nuestro presidente me ha parecido siempre un político de pocas luces, con escasas cualidades para el liderazgo y la proyección política, de temperamento maleable y, lo que es peor, sin don alguno para la oratoria y la expresión, lo que ya es indicio de la confusión mental en la que vive y de su predisposición estructural a los bandazos y la improvisación.

Si bien todo ello es cierto, no deja también de serlo el hecho de que muchos se aproximan al fenómeno de la crisis de manera interesada y con una notable carga ideológica, es decir, con todo un aparataje de conceptos, prejuicios y máximas que distorsionan el examen de la realidad. No me refiero sino a este reiterativo e impenitente conservadurismo, que culpa casi en exclusiva al presidente, como si fuese un dictador omnipotente, de la causación y empeoramiento de la crisis económica, aunque después no tenga empacho en admitir, cuando se trata de hablar en términos sociológicos y analíticos, que el Estado contemporáneo tiene muy limitada capacidad de acción e influencia en el mundo de las finanzas y la producción. Cosa que, como veremos, no acontece a la inversa.

Quien quizá haya reflejado mejor este sinsentido fue el dibujante Fontdevilla, en una viñeta en la que representaba a un banquero, un empresario y un parado increpando a Zapatero por su estulticia económica cuando el primero concedió irresponsablemente créditos sin garantías para cobrarlos, mientras que los segundos se endeudaron y se embarcaron en dispendios inasumibles también de forma irresponsable. Si esta crisis es tan profunda y drástica, habrá que convenir, si queremos desperezarnos de una mentalidad vasalla y conquistar cierta autonomía personal, que en buena proporción la han provocado todos los especuladores imprevisores y cortoplacistas que han 'impulsado' nuestra economía. Y en no haber establecido un marco que limitase tales prácticas perniciosas, y en haberlas incentivado creyendo que en ellas se alojaba el maná de la abundancia, consiste el error imperdonable de este gobierno. Del que por cierto tiene cuanto poco responsabilidad solidaria el anterior de Aznar.

Hay además otra falacia común en la representación de la crisis y en la propuesta de sus soluciones. Ella se debe a una naturalización de los problemas económicos, como si fuesen sucesos anónimos procedentes de la providencia o la naturaleza en lugar de acontecimientos sociales causados por el concurso de ciertas voluntades humanas. Así las cosas, se considera poco menos que insoslayable una reforma del sistema económico-social en su conjunto con la finalidad, en suma, de reducir y socializar los costos del trabajo con la excusa de la competitividad y de transferir al sector privado el amplio campo del aseguramiento básico, aún en buena medida por explotar.

Aparte del carácter inhumano de algunas de estas consideraciones, pues en rigor no hay nada más productivo y competitivo que un esclavo, un trabajador forzoso o un empleado infrapagado, y dejando a un lado también el dato de que expresan en la teoría la progresiva emancipación del capital y la consecuente y proporcional inutilidad del trabajo productivo que se dan en la práctica, lo que todas ellas desconocen es el carácter esencialmente contingente, y por tanto político y modificable, de los fenómenos socio-económicos. Si en los años setenta, con la presión de la lucha contra la dictadura, que estaba impregnada de marxismo, y con el reflejo occidental del bloque soviético, parecía indiscutible que el valor lo producía casi en exclusiva el factor trabajo, hoy las tornas han cambiado, y se diría unánimemente admitido que los creadores de valor (de riqueza, empleo y prosperidad) son los empresarios y las corporaciones económicas, sin que a ello contribuyan, como de hecho lo hacen, los trabajadores.

Si lo primero era una exageración, lo segundo también lo es. La naturaleza de esta percepción no se debe sino a un renovado predominio de determinados poderes sociales, que se apropian, o intentar adueñarse, del discurso público para reflejar la realidad como si objetivamente estuviese constituida conforme a sus intereses privados --y de clase--. Y a juzgar por los acontecimientos, parece que lo han logrado.

El caso, con todo, es aún más grave. No se trata ya de la creación de un estado de opinión propicio para los propios intereses, sino del hecho, bien visible en estos días, de que la estructura social sobre la cual hay que gobernar determina inexorablemente el rumbo de las decisiones. No son pocos los que, aprovechando la situación de crisis, están deshaciéndose de trabajadores a muy bajo coste, a sabiendas de que ningún juez, dadas las circunstancias, se atrevería a declarar improcedentes tales despidos, y conscientes también, visto el patio, de que así se hace mella en el actual gobierno. Y tampoco deja de existir un interés político concreto, que trasciende el mero cálculo económico, en los dictámenes de las agencias de calificaciones, en las recomendaciones de ciertos organismos financieros que incomprensiblemente siguen gozando de credibilidad y en las supuestas fugas de los inversores y en los repentinos descalabros bursátiles a dos días de ser presentada la propuesta de reforma laboral. Siendo estos fenómenos exhibiciones de fortaleza y medios formidables de presión, queda claro, pues, que el sostenimiento y debacle de un gobierno en plena democracia depende de muchas cosas más aparte del voto ciudadano. En particular, de las decisiones acordadas en consejos de administración y gabinetes financieros de determinadas corporaciones. Y contra eso, que por otro lado empapa la permeable política europea, malamente se puede combatir.

Al menos a estas alturas, a las que hemos llegado con el concurso activo de los partidos socialdemócratas, de esos liderados por quienes se colocan puños impolutos y gemelos de oro para justificar cínicamente la barbarie. Lo que desde tiempo atrás hubiese cumplido hacer desde una perspectiva socialdemócrata real es fijar los objetivos ético-económicos a cumplir y desplegar una política adecuada para conseguirlos. Si tales objetivos hubiesen sido la protección del trabajo, la maternidad, la educación pública, la sanidad, las infraestructuras públicas, el desincentivo de la especulación y una determinante presencia del Estado en el sector productivo, con el fin de colocar la economía en función del bienestar de todos, algo diferente podría haber pasado.

En primer término, ni habrían existido rebajas consecutivas del tipo máximo del IRPF, ni se habría dado tregua al fraude fiscal, ni se habrían suprimido las contribuciones por patrimonio, ni se habría tolerado la precarización del empleo, ni se habría privatizado indiscriminadamente el sector público, ni se habría retirado el Estado de la economía, ni se habría permitido la especulación y el deterioro de los servicios públicos, ni se habría prácticamente eliminado el carácter progresivo de nuestro sistema tributario.

Bien mirado, ello nos habría evitado muchos de los problemas de los que hoy nos lamentamos: por ejemplo, contemplar inermes cómo las empresas deslocalizan sus factorías después de haber recibido subvenciones millonarias, sufrir pasivamente listas de espera o masificaciones escolares, o presenciar también sin armas las continuas subidas en las facturas de la electricidad con la excusa de que no sufragan los gastos de producción de un servicio que, prestado en régimen de oligopolio, por lo visto implica necesariamente sueldos e indemnizaciones multimillonarios a consejeros de dudosa preparación (v. gr. el caso Pizarro).

Una política socialista de verdad habría evitado, en suma, vaciar las arcas públicas, y habría favorecido un incremento de la tasa de natalidad y un empleo de calidad con el que afrontar el gasto futuro de las pensiones. En definitiva, podría haber esquivado los dos principales problemas a los que al parecer nos enfrentamos: por un lado, el carácter aparentemente insostenible de la aseguración, y por otro, un déficit galopante causado tanto por un gasto desproporcionado sin redundancia alguna en la estructura productiva como por una disminución voluntaria de los ingresos estatales.

El camino tomado por la socialdemocracia ha sido, por desgracia, otro. Ella ha contribuido en primera fila a la conversión del Estado en una especie de estructura funcionarial y policial que recauda impuestos directos al consumo para, en forma de cheques, subvenciones y ayudas directas, repartir después unas prebendas que tienen como fin perpetuarse en el poder y alimentar a los partidos y sus clientelas, a los sindicatos y sus intereses y, en definitiva, a la red de poderes y colectivos que, en rigor, timonea el proceso social. Un Estado, en conclusión, que ha dimitido de su función directora, solo admisible en democracia, delegándola a los sectores sociales con capacidad para asumirla, aun reservándose la capacidad de paliar los desastres y miserias de dicha dirección.

El problema es que el dicho de que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece significa, en un enfoque materialista, que cada estructura social se dota del gobierno que necesita para poder reproducirse. Y, desde luego, la estructura de la sociedad actual, a cuya creación ha coadyuvado activamente el socioliberalismo declinante, requiere en términos objetivos una gobernación conservadora, que rompa las ataduras jurídicas e institucionales de un poder social cada vez más intenso.

El casi imposible desafío para la izquierda es cómo oponerse con estrategia a esta corriente imparable sin incurrir en la vacua retórica ideológica, ni en una acción revolucionaria y de ruptura de la que sería su primera víctima, ni tampoco en la condescendencia y en el amoldamiento a una situación inadmisible.

PS. Y ya que me he alargado tanto, alguien podría decirme dónde se mete Enric González!