martes, 18 de noviembre de 2008

Las prejubilaciones de Telefónica

Con algo más de tiempo para navegar por estar griposo en casa, me siento muchas veces tentado de incluir apuntes con reflexiones suscitadas por la lectura de algún artículo o noticia. Han sido varias las ocasiones en que me he puesto a escribir sobre la Universidad o nuevamente sobre economía, aunque me he abstenido finalmente de hacerlo para aprovechar el tiempo en deberes más apremiantes.

No me resisto, sin embargo, a transmitiros mi perplejidad, mi absoluta incomprensión, ante el expediente de regulación de empleo de Telefónica. En principio, nuestro benemérito Corbacho amagó diciendo que no consentiría que compañías con millones de euros de beneficio destruyesen empleo impunemente, aun con el miserable acuerdo de estos sindicatos burocratizados. Como suele ocurrir con los paños calientes socialdemócratas, aquellas declaraciones se han quedado en agua de borrajas, y tras unas modificaciones cosméticas, Trabajo ha terminado admitiendo la propuesta del operador.

No es esta lamentable flexibilidad gubernamental, ni la vergonzosa complicidad sindical, la que me lleva a escribir el apunte, aunque dan tela que cortar para varios. Lo sorprendente a mi juicio del asunto es el contenido de la regularización laboral prevista. Hasta el mismo lenguaje demuestra estar viciado cuando con sus sustantivos nos lleva a inferir normalidad y regularidad de lo que es biológicamente anormal y sociológicamente irregular. Por lo visto, las prejubilaciones que Telefónica tenía previstas se iban a aplicar a empleados mayores de... ¡48 años! Una vida laboral truncada antes de los 50, edad en la que más bien habría de comenzar el cenit profesional, una vez alcanzada la serenidad, la madurez intelectual y la amplitud de miras necesarias para ejecutar un buen trabajo y que sólo dan la experiencia y el esfuerzo continuado. El caso es que la objeción ministerial a esta barbaridad no ha sido, como esperaba escuchar, una prolongación de la edad a partir de la cual puede solicitarse la prejubilación, sino la supresión de cualquier límite de edad, para que pueda acogerse a ella todo trabajador interesado.

Claro, este tipo de políticas son posibles, además de por la aquiescencia del poder político y de los representantes sindicales, por la existencia de toda una legión de licenciados jóvenes bien cualificados y dispuestos, la mayor parte de las veces por necesidad o dignidad, a trabajar por poco más de mil euros. Por eso no es de extrañar que estemos casi en el último puesto mundial en lo que respecta a la posición económico-social de nuestros graduados universitarios. Pero ni siquiera colocados en la óptica empresarial funciona la medida, pues o bien los puestos que van a ser destruidos o sustituidos carecen de importancia estratégica, y entonces ha sido todo un éxito endilgar a la Seguridad Social el salario de cientos de empleados, o bien volvemos a contemplar una nefasta política empresarial, regida en exclusiva por la política cortoplacista de los costes y los beneficios en lugar de por criterios, con mayor proyección temporal, de calidad, experiencia y seguridad.

La pena es que, de ser auténticos liberales, esta última y censurable tendencia sería castigada por la demanda ante una oferta inconsistente, pero ¿alguien cree aún que en telefonía como en otros sectores -léase electricidad- existe aquí un régimen de libre competencia? ¿No presenciamos más bien los antiguos monopolios produciendo ahora beneficios privados?

miércoles, 12 de noviembre de 2008

La espontaneidad del liberalismo conservador

Leyendo hace unas semanas en la Biblioteca Nacional una monografía del experto de las tradiciones de derecha en España, Pedro González Cuevas, volvía a percatarme de uno de los rasgos prominentes del liberalismo conservador, desde Alcalá Galiano al mismo Hayek.


Como es notorio y sabido, su axioma fundamental, en el que reverberan religión y tradición, consiste en considerar legítimas sólo y exclusivamente aquéllas relaciones y posiciones producidas por el desenvolvimiento espontáneo y autónomo de la sociedad, sin la menor injerencia por parte del poder político. Sabido es también -quizá hoy más que nunca- que tal axioma es una falacia, pues tanto en la historia como en el presente el liberalismo se ha apoyado, y se sustenta, en la actividad reguladora e impositiva del Estado. Lo que queda menos claro es que, tras su mendacidad, esta falsa proposición rinde provechos políticos continuamente.


En el estudio que sobre Acción Española hizo González Cuevas se documenta la irrupción de los sectores terratenientes, aristocráticos e industriales en la política en el año 1931. Ocultos tras las bambalinas del poder político, conformes y satisfechos con las decisiones de sus mandatarios, acudieron tras la implantación de la República a la primera línea del enfrentamiento político chequera en mano, financiando generosamente partidos, iniciativas y asociaciones de carácter netamente conspirativo, golpista y antirrepublicano. Lo mejor y más encomiable de todo es que quien se ha tomado el trabajo de reflejar sistemáticamente todas esas cifras delatoras ha sido un significado intelectual de derechas, lo cual acrecienta la credibilidad de la información facilitada.


¿Qué quiere decir esto? Pues sencillamente que quienes dicen tener fe en la espontaneidad social, imponiendo al Estado adherirse a la fisonomía real de la comunidad, son los primeros que saben que el rumbo de la sociedad política depende de las acciones concretas y terrenales de los hombres, de la correlación de fuerzas vigente en un momento dado, lo cual exige vigilancia, actividad y, sobre todo, movilización.


El mito de la espontaneidad social, por tanto, no es sino un producto para consumo de los sectores dominados. En primer lugar, constituye un velo destinado a mantener en el anonimato, garantizando su irresponsabilidad, a los hombres que, sin consentimiento popular explícito, toman decisiones gravosas para la vida de muchos individuos. Y en segundo lugar, conforma un subterfugio desmovilizador encaminado a garantizar la preponderancia del sector dominante recomendando a los dominados que, en lugar de vincular sus esperanzas a su energía colectiva, se encomienden a la providencia para la resolución de la injusticia.

domingo, 9 de noviembre de 2008

¿Qué han hecho con Radio 3?

Creo que fue en el año 1996 cuando descubrí -o, más bien, me descubrieron- Radio 3. Fue un compañero de piso ejemplar, con quien conviví más de la mitad de mi carrera, quien me aficionó a frecuentar una estación radiofónica donde encontré variedad, cosmopolitismo, ética e independencia. Hasta aquel momento, poco dado a escuchar música, mi relación con la radio se basaba en la irritante audición de tertulias, de las que aún recuerdo algunas perlas como aquella de Onda Cero en que Rafael Vera anunció que en "pocos días sabremos a qué dedica el director de El Mundo su tiempo libre". Podréis imaginar que en menos de una semana ya estaba en circulación el famoso video que, en lugar de a la pretendida víctima, hundió en el desprestigio a sus cutres autores.

Pero regresemos a lo que interesa. Recuerdo que los dos o tres programas que comenzaron a entusiasmarme fueron, por encima de los restantes, Siglo XXI de Tomás Fernando Flores, y después, Diario Pop de Jesús Ordovás y Los elefantes sueñan con la música. De 10 a 12 de la mañana -horario de Siglo XXI-, mientras ejercía de becario de información al estudiante, escuchaba junto a mis colegas todo "lo último de lo próximo" de la música más vanguardista y atrevida. Conocí así, por ejemplo, a Pizzicato Five, que los escuché después en un concierto muy divertido en Benicassim, y presencié la ascensión, impulsada por el programa, de Kultura Pro-base, grupo andaluz cuyo bajista era la pareja de mi compañera en la Oficina de Información.

Mi vínculo con Radio 3 fue estrechándose, sobre todo en los dos años y pico en que renuncié a vivir con el soniquete de la televisión. En Área Reservada (de 14 a 15) conocí el new jazz y a compositores de la talla de Bill Evans. Cuando madrugaba, en lugar de exasperarme con los tertulianos de la Ser o de Onda Cero, disfrutaba de Música es Tres (de 8 a 10), programa dinámico, variado y de música pop internacional selecta, que me dio a conocer, por ejemplo, a los Coldplay. La tarde era ya más aburrida y -pienso ahora- presagiaba lo que estaba por venir: la sintonía de La ciudad invisible, incomparable a la que abría el Diario Pop una hora antes (solía ser Un buen día de Los Planetas), ya me avisaba de la tromba de entrevistas insustanciales que me aguardaba y, cómo no, me invitaba a apagar el transmisor. La llegada de la noche, después de cenar, era del todo diferente: los días en que Cifu venía de Radio Clásica con su Jazz porque sí o los que aguantaba hasta la una para escuchar Los elefantes se creaba en mi apartamento, con el piano de Thelonius Monk o con la voz de Chico Buarque, una dulce y envolvente atmósfera que me permitía deleitarme con una lectura, una charla o una buena copa. Y los fines de semana, la sobremesa con Músicas posibles -hoy desplazado a los domingos de 23 a 24h- era todo un bálsamo para el ánimo, con voces como la de Till Brönner.

Nada de esto, al parecer, sigue siendo así. Decididamente, voy a comenzar a considerarme un conservador, porque no comprendo las razones que llevan a modificar de arriba a abajo algo que funciona de maravilla. Desde el reciente cambio de programas y horarios llevado a cabo por la nueva directora de Radio 3, no hay vez que encienda el aparato y no escuche una entrevista o un gag preparado por los locutores. Hay que esperar y esperar para que te pongan un tema musical entero. La función que antes realizaba para mí esta radio pública, a saber: hacerme disfrutar e ilustrarme en uno de los terrenos que más desconozco, y que acaso sea el más brutalmente colonizado por la industria cultural, esa función, digo, ha dejado casi por completo de cumplirla (Siglo XXI sigue funcionando de 13 a 14h). La cuestión es si estos cambios a peor forman parte de un plan premeditado que llene de descrédito a Radio 3 para preparar así su futura privatización o su simple y llana supresión.

Sería solo un ejemplo más de cómo un espacio social políticamente muy determinado no cesa de ser trabado y neutralizado desde el poder.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Mis deseos para Izquierda Unida

El capitalismo está atravesando en la actualidad un momento de gran flaqueza y potencial descrédito. En teoría, por tanto, habría de ser una coyuntura extremadamente favorable para aquellos sectores, partidos y organizaciones que se colocan en oposición neta a éste, o que al menos manifiestan una crítica severa enmarcada en los parámetros estrictos del Welfare State de base democrática. En vista de lo ocurrido con Walter Veltroni, que ha cedido la alcaldía romana a un fascista, con el reciente giro ‘centrista’ del SPD, recibido con una disparada ventaja de la CDU en los sondeos, o con la derrota irremediable de Royal frente a Sarkozy y la próxima y creo que aún probable caída de Brown, parece ser que a favor de estas posiciones jugaría además el declive de la cínica, burguesa y desmovilizada Tercera Vía, la cual, o bien continúa fomentando la abstención y la teoría del mal menor, o bien se apercibe de que imprimir un rumbo de izquierdas en la sociedad exige aliarse con fuerzas críticas con el capitalismo. Sólo la memoria colectiva reciente, que asocia la transformación social con el desorden, el sacrificio, la incomodidad y, en última instancia, el autoritarismo y la represión, juega en contra de estos colectivos. Pero esta circunstancia sólo frenaría a las corrientes comunistas y anarquistas, mas no aquellas otras defensoras de un Estado pluralista y socialmente protector.


Pues bien, mientras las fuerzas a la izquierda de la socialdemocracia en Europa, como Die Linke, cuentan en la actualidad con expectativas electorales razonablemente buenas, Izquierda Unida se hunde sin algún pronóstico de recuperación, entretenida como está, en esta coyuntura tan estratégica, en ‘depurarse’ internamente. A mi entender, el único remedio estriba en la separación final entre los comunistas ortodoxos y los izquierdistas que no son (somos) alérgicos al pluralismo y las libertades individuales clásicas. Si observamos bien, ambas tendencias son incompatibles entre sí, pues la primera se basa en una ‘organización burocrática’ (Castoriadis), estructurada en torno a un dogma y dividida entre un sector dirigente y otro militante, y la segunda se organiza según patrones algo más liberales, de consensos mínimos, debates horizontales y apertura, descargada de dogmas prefijados, a la complejidad contemporánea.


Creo que la irrupción de una nueva fuerza política desligada de cierto comunismo trasnochado e intelectualmente insolvente y, por otro lado, crítica con el capitalismo y con la dirigencia acomodaticia, y también privilegiada, de la socialdemocracia, sería capaz de aglutinar en torno suyo a buena cantidad de descontentos errabundos, entre los cuales, he de confesarlo, me encuentro. La pena es, por tanto, que muchos militantes valiosos de la coalición insistan en hallar una fórmula de convivencia para salvarla en lugar de, con valentía, arrojarse a la tarea de fundar una nueva formación.