martes, 30 de agosto de 2011

A vueltas con la reforma constitucional

Cuanto más medito sobre el particular, más matices surgen. La aprobación hoy en el Congreso de la toma en consideración de la reforma del artículo 135 de la Constitución pone de relieve problemas de forma y de contenido.

¿Supone el déficit público un problema de la suficiente envergadura como para llevarlo a la norma fundamental, donde supuestamente se recogen las trazas y principios estructurales del Estado español? Creo que lo acontecido en estos últimos meses, y en especial a principios de agosto, con España al borde de no poder obtener financiación, demuestra que así es. El Estado, tal y como se encuentra instituido en nuestro vigente sistema liberal, no puede sobreendeudarse, so pena de comprometer su misma soberanía.

En efecto, desde el momento en que el Estado (y las instituciones públicas) carecen de suficiencia financiera, y deben allegar sus ingresos mediante la vía fiscal o la del endeudamiento, una situación deficitaria incontrolada los pone en manos de las entidades privadas que lo financian, como bien se ha demostrado últimamente.

Esto sería alarmante sino fuese porque la circunstancia específica española, según advierten una y otra vez los técnicos de hacienda, se caracteriza por un bochornoso fraude fiscal, por una falta creciente de progresividad -en contradicción, por cierto, con nuestra Constitución- del sistema tributario y por la consiguiente desproporción en el reparto de las cargas financieras entre los ciudadanos españoles. Solo con que se trabajase con algo más de énfasis en este punto buena parte del problema se desinflaría, pero esto no ocurrirá hasta que la dirigencia política no deje de estar plenamente inscrita, con unidad de intereses y creencias, en la oligarquía financiera y económica.

Por lo demás, no me parece en absoluto una insensatez que aquellos políticos que, de manera transitoria, ocupen cargos representativos deban limitarse en sus políticas a los fondos disponibles, ampliados a lo sumo con un crédito limitado, impidiendo así dispendios exagerados a costa de los contribuyentes, pues claro es que hasta el dinero financiado mediante el endeudamiento público termina saliendo del bolsillo del contribuyente.

Porque, esos fondos disponibles, si son complementados con los que legítimamente debiera disponer el Estado en una situación de fraude mermado y progresividad restaurada, no son tan escasos como se piensa. Antes al contrario, podría afirmarse que para las necesidades que deben cubrir las instituciones públicas en un Estado social y democrático son hasta abundantes. El problema es cuando de tales fondos deben vivir bancos rescatados, empresas subvencionadas, terratenientes mantenidos, clientelas satisfechas, cargos artificiales de sueldos vergonzosos, asesores múltiples y el personal de instituciones vacías.

Este es el verdadero problema de Estado, y muy pocos de los políticos actuales se encarga de denunciarlo. El déficit, pues, constituye un problema de notable gravedad, solo resoluble en las actuales circunstancias mediante un adelgazamiento contundente de la financiación pública justo en aquello que no es esencial al Estado social, desde la sanidad y la educación hasta las prestaciones y pensiones; en lo que le es más bien accesorio y gravoso, por más que sea consustancial a un Estado oligárquico y privatizado como lo es crecientemente el actual.

Una de las vías para llegar a tal adelgazamiento es desde luego su imposición jurídica. Desde la izquierda, con todo fundamento, una vez visto dónde se están aplicando los recortes hasta ahora, se advierte que dicha imposición solo servirá para consagrar por medio del derecho el vaciamiento del Estado social. No tiene, sin embargo, que ser así, pues margen para el recorte hay, y mucho, tanto en el campo institucional, con esas diputaciones clientelares, esos cargos decorativos o esos ayuntamientos prescindibles o plagados de liberados ociosos, como en el privado, con esas entidades financieras rescatadas o esas derramas multimillonarias que reciben constantemente, a través de múltiples vías, las empresas y corporaciones. Y si no se aplican los recortes en este segundo aspecto, y se cumplen los augurios de la izquierda, siempre cabe el rechazo a una política de tal tenor, porque lo decisivo es que la limitación del déficit por imposición jurídica, tal y como ésta resulta planteada, no obliga, de inmediato y unilateralmente, a la eliminación de los servicios públicos.

El problema radica en la sede y en el procedimiento. En relación a esto segundo, lo del procedimiento, no me refiero tanto a la falta de referéndum, que hubiese arrojado resultado similar al de hoy en el Congreso, cuanto al de concretar el control del déficit en una limitación constitucional del endeudamiento público. Por reproducir la conocida y manida metáfora, es como si fuese más eficaz colgar en la nevera un cartel afirmando rotundamente 'desde mañana empezaré a hacer mis deberes siempre a las cuatro de la tarde, y no me levantaré en tanto no los haya terminado', que hacer los deberes mismos, sin proclamación alguna.

Es decir, lo importante en lo que al déficit concierne es reducirlo, y no afirmar que en lo sucesivo se reducirá, porque esto no es más que voluntarismo jurídico en el peor sentido del término, ya que, o se hace una lectura flexible del precepto, y por tanto éste llega a ser innecesario, o se puede llegar al absurdo de poner al Estado al borde de la parálisis y el abismo por intentar cumplir lo materialmente inasumible. Por ejemplo -como bien me decía Rafael Hortaleza por tuiter- cómo cabría gestionar con ese marco jurídico una inversión, necesaria y rentable a la larga, que produce sin embargo un endeudamiento inicial considerable. Por eso, como digo, mucho más eficaz hubiese sido empezar a adelgazar el gasto público en todo aquello -que es mucho- que tiene de superfluo, que afirmar en sede constitucional que el endeudamiento será, en lo venidero, muy pequeño y manejable.

Y he aquí otro problema: ¿es la Constitución la sede adecuada para incluir un precepto del tenor del que se propone? Aunque puede argumentarse que sí, dado que la disciplina del gasto pasaría a ser un rasgo estructural de nuestro Estado, creo, por las razones atendidas, que existen motivos para decantarse por la negativa. Algo tan dinámico, coyuntural y sometido a variables externas como son las necesidades de financiación del Estado quizá no deba reglamentarse en una norma, la constitucional, que exige fijeza de términos y vocación de permanencia en sus contenidos, siendo preferible, a mi juicio, recurrir a instrumentos legales que impongan techos de gasto o limiten transitoriamente la capacidad de endeudamiento, atendiendo siempre a las circunstancias económicas del momento.

Y es que acaso la mejor manera de disciplinar el gasto de los políticos no sea la de limitar su capacidad de endeudamiento en una norma suprema, sino delegar seriamente dicha fiscalización en la ciudadanía, interesada en términos generales en estar gobernada por representantes que atiendan con sus gastos a las necesidades esenciales en vez de derrochar en enchufes, capítulos superfluos o conceptos protocolarios. Con una transparencia real, hoy plenamente asequible desde el punto de vista técnico, que permita a los ciudadanos conocer en tiempo real el destino de sus impuestos, quizá se consiguiese más que con un nuevo precepto, aprobado por métodos demasiado expeditivos y que nuestra cambiante realidad puede revelar como un desacierto más.

viernes, 5 de agosto de 2011

Estado inerme / Estado fuerte

La economía virtual cuenta con su propia lógica, que muy poco o nada tiene que ver con la economía real. Por eso resultan tan chocantes las explicaciones a posteriori de por qué baja la bolsa o sube la prima de riesgo. Son intentos vanos y culpables de racionalizar lo que en esencia es irracional. Por eso también resultan tan vergonzosos los análisis, electoralistas e interesados, de los militantes y voceros del PP, coincidentes en su apreciación de que el encarecimiento de la financiación se debe a la presencia de Zapatero o a la insuficiencia de las reformas, como si el acometimiento de estas hubiese dado algún resultado más allá del agravamiento de la situación o como si 'los inversores' distinguieran el signo político del gobernante cuando de hacer caja se trata.

Ese es, y no otro, el problema: que el mercado está constituido de tal forma que puede guiarse en exclusiva, sin obstáculos jurídicos, por una monomanía patológica del beneficio. De un señor que a través de un banco compra letras o bonos para invertir con seguridad en deuda pública, de esta imagen trasnochada, se ha pasado a una compleja trama de mercados secundarios, productos financieros, operaciones en corto y apuestas a la contra que ponen algo tan serio como la financiación de los pueblos a los pies de voluntades arbitrarias y despiadadas.


El primer paso, pues, para comenzar a resolver el acuciante problema que nos asfixia es reformar, sí, pero el mismo mercado financiero, no solo a través de tasas a las transacciones, que también, sino mediante una reducción drástica de sus actuales posibilidades especulativas. Que no se acometa tal reforma no es sino la prueba palmaria de que los competentes para hacerla tienen mayor complicidad con los especuladores que con la ciudadanía a la que dicen representar.


Y es justamente ese, a mi juicio, el problema de fondo en todo esto. El Estado, tras años invertidos en su desmantelamiento, vuelve hoy a tener graves problemas para su financiación, como antes los tenían las Monarquías aguerridas en manos de los tributos señoriales o como el Estado liberal los tuvo, y graves, por apoyarse solo en una fiscalidad sobre el consumo. Llevamos padeciendo décadas de clases gobernantes imbuidas de neoliberalismo que desprecian en el fondo al Estado que representan y dirigen. Ahora, según la mitología liberal, todo se deja a la autonomía privada, orientada por sí sola a la armonía. Incluso cuando es el Estado el que financia, la actividad la desarrolla una entidad privada con ánimo de lucro, como pasa con las escuelas infantiles, los colegios concertados, la limpieza de las ciudades o la construcción de viviendas sociales.


Esta reducción del Estado a un simple distribuidor --casi nunca justo-- de fondos recaudados por impuestos no podía tener más consecuencias que las presentes. La financiación de las actividades de interés general está en manos de los tributos obtenidos de los ciudadanos y de la emisión de deuda. En relación a lo primero, ya es una evidencia notoria que el grueso de lo recaudado procede de los asalariados y del consumo, existiendo una sociedad estamental en toda regla que distingue a los que pagan sus impuestos escrupulosamente de los que pagan solo parte o nada, sector que coindide precisamente con el más adinerado. La bochornosa falta de inspectores, tanto de hacienda como, sobre todo, de trabajo, y el entorpecimiento ministerial a la lucha contra el fraude, cuando no directamente la amnistía fiscal gubernamental, ponen de relieve hasta qué punto se descuida este primer soporte financiero en favor de los más poderosos económicamente. Y el segundo, a la vista está que resulta contraproducente, al tener a la población condenada a pagar, sin justificación, intereses leoninos.


Vivimos en una situación de clara emergencia económica. Si la primera medida para paliarla habría de consistir en reformar a los mercados, y no en condenarse a la pobreza, la segunda debiera consistir en un acrecimiento considerable del Estado hasta hacerlo autosuficiente en términos económicos. Urge que vuelva a ser productivo y autónomo para no estar en manos de especuladores sin escrúpulos. Hay instrumentos constitucionales no solo que avalan, sino que hasta sugieren imperativamente, que esa habría de ser la salida. Nunca podrá explicarse sin recurrir a la ideología que el dinero invertido en sanear a cajas y bancos privados no se haya empleado en su nacionalización, y posterior conversión en banca pública. Ese podría, debería, haber sido un primer paso. Y el segundo debería apuntar a las abusivas empresas energéticas, con sus vergonzosos 'déficit tarifarios', que solo sirven para engordar las cuentas de multimillonarios e indolentes consejeros de administración que para nada necesita una empresa pública.


Para revertir esta calamitosa situación, caracterizada por la debilidad del Estado frente a las embestidas del mercado, solo cabe su revigorización. Es sencillamente inadmisible que una oligarquía minoritaria y enferma, como es la muy bien reflejada en Inside Job, doblegue a poblaciones enteras para saciar su incomprensible ansia infinita de ganancia. Es frente a esa panda de mafiosos y terroristas financieros, responsables directos de la adopción de políticas criminales con resultado de muerte por cierres de centros de salud o por especulación alimentaria, que el Estado debe mostrar toda su fortaleza, y no ante la parte más crítica de sus propios ciudadanos, única depositaria actualmente de la poca esperanza de regeneración que queda.

sábado, 21 de mayo de 2011

Decálogo para una regeneración económica

1. Nuestra Constitución establece que el sistema fiscal ha de ser 'progresivo'. Esta característica no se logra con aumentos de los impuestos al consumo y la simplificación y reducción de tipos del impuesto sobre la renta. Se necesita un sistema fiscal constitucional verdaderamente progresivo que grave más a los que más tienen.



2. Se requiere igualmente un combate eficaz contra el fraude fiscal y la economía sumergida que acabe con la situación inquina que prevalece en la actualidad, donde unos (los asalariados) tributan hasta el último céntimo en proporción a lo que ganan y otros, en cambio, evaden buena parte de sus ingresos.



3. Si se quiere una economía asentada sobre pilares consistentes, hay que beneficiar la economía real sobre la especulativa. Y para ello es indispensable que aumente la tributación por rentas de capital y por transacciones financieras, al tiempo que se relaja y bonifica fiscalmente a las rentas de trabajo.



4. Si uno de los máximos problemas actuales es el de las deslocalizaciones de las grandes empresas, muchas de ellas subvencionadas con dinero público e incentivadas fiscalmente para atraer su asentamiento, la única solución viable es la participación pública en el capital de grandes empresas, canjeando subvenciones por acciones, y pudiendo vender éstas en caso de deslocalización, para atender a los gastos generados por la destrucción del empleo.



5. Si una de las más flagrantes injusticias en el mercado actual es el diferencial entre los precios de origen y el de venta al público de los productos básicos, hay entonces que fomentar seriamente las cooperativas de productores y de consumidores y aplicar con rigor leyes que garanticen la competitividad entre distribuidores, acabando así con la actual situación de oligopolio. De hecho, sería indispensable un impulso serio y articulador del tejido productivo real fomentando a la pequeña y mediana empresa y la creación de cooperativas.



6. Si el discurso liberal legitima que se contengan los salarios pero no, en cambio, las rentas empresariales porque estas constituyen el capital con que se reinvierte en el tejido productivo, hagamos entonces al liberalismo ser coherente consigo mismo prescribiendo a las empresas el deber de reinvertir en economía real parte de sus beneficios anuales.



7. Parece estar más que demostrado, con datos, cifras y facturas sufridas cada mes, que las privatizaciones se han saldado con el enriquecimiento de unos pocos, con un empeoramiento de la calidad de los servicios públicos y también con su encarecimiento. Hay que apostar con tesón por estatalizar grandes empresas que solo pueden funcionar en régimen de oligopolio y que son vitales para el interés general, como a no dudarlo lo son las empresas energéticas o las encargadas de la producción y distribución del agua.



8. Vistos los gastos provocados por el rescate de bancos y cajas, parece más que razonable defender una inversión de tan elevados montantes en la creación de una banca pública, en régimen de competencia con la privada y encargada de proveer financiación de un modo no exclusivamente guiado por la ganancia y el beneficio inmediatos.



9. Es igualmente indispensable una mayor transparencia financiera y una vigilancia más estricta de la ética en el mundo de los negocios. A través de registros públicos de cargos e ingresos debiera conocerse el nombre y salario de los consejeros de las principales empresas. Tendría que establecerse un régimen de incompatibilidades que impidiese la presencia de una sola persona en varios consejos y deberían asimismo conocer una limitación legal sus disparatadas remuneraciones, no ya solo en la cantidad, sino en su origen, impidiendo que las operaciones de alto riesgo con perjuicio posible para la sociedad puedan ser bonificadas y premiadas en el mundo empresarial.



10. Y, por último, sería necesario modificar los índices de medición macroeconómica actuales para dar entrada a otros factores que contabilicen aspectos claves como la libertad ciudadana, la calidad de los servicios públicos, el nivel cultural medio y los ingresos medios.

jueves, 19 de mayo de 2011

Decálogo para una regeneración política

Creo que una buena forma de organizar las propuestas e ir clasificándolas acaso podría ser la siguiente:

(1) Medidas para una regeneración política y democrática;

(2) Medidas para una regeneración económica y laboral;

(y 3) Medidas para una regeneración mediática y cultural.

Medidas que quizá puedan plantearse teniendo siempre a la vista la Constitución, que nos asiste de cabo a rabo con los derechos que declara y las posibilidades que abre.

Y aquí va un decálogo de medidas para una regeneración política y democrática.

1. Reforma del régimen electoral en un sentido más proporcional, siguiendo las recomendaciones del propio Consejo de Estado;


2. Sometimiento a referéndum de todas las decisiones de gran trascendencia política y económica.


3. Sistema obligatorio de listas abiertas para todos los partidos y en todas las elecciones, tanto locales como autonómicas y generales;


4. Aplicación obligatoria de primarias para selección de líderes municipales, autonómicos y estatales y abiertas a militantes y a inscritos en listas públicas de simpatizantes;


5. Prohibición absoluta de presentarse a cualquier elección a los imputados en procesos criminales incoados por casos de corrupción;


6. Inhabilitación durante 30 años para ejercer cargos públicos o empresariales a los representantes públicos condenados por sentencia firme en casos de corrupción;


7. Declaración obligatoria del patrimonio y los ingresos de los representantes públicos, antes, durante y después de su mandato político;

8. Supresión de la financiación privada a partidos políticos y limitación considerable de la financiación pública;

9. Mayor limitación del período y los gastos destinados a las campañas electorales;

10. Incompatibilidad absoluta entre cargos representativos (locales, autonómicos y estatales) y cargos empresariales, ya sean como consejeros de administración o como asesores; incompatibilidad vigente mientras se ostenta el cargo representativo y que no caduca hasta pasada una década después de haberlo dejado.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Juventud y derecho constitucional

Queridos amigos, me animo a escribiros un par de reflexiones por si pueden contribuir en algo a vuestras (nuestras) movilizaciones.




Es irónico ver a muchos políticos veteranos alarmados ante las concentraciones juveniles de los últimos días. Debe recordarse por eso que la gran mayoría de ellos procede de una generación, nacida en la década de los cuarenta o los primeros cincuenta, que se echó a la calle con apenas veinte años para combatir una dictadura y una crisis económica fulminante. Con sus huelgas prolongadas, sus movilizaciones y su compromiso contribuyeron a acabar con un sistema injusto y opresor. Y como sus aspiraciones y reclamaciones eran legítimas, muy pronto comenzaron a formar parte de los centros decisorios para tomar ellos mismos parte de las riendas del país. En las primeras Cortes democráticas, por ejemplo, ya se sentaba como diputado Rubalcaba, quien quizá se presente a presidente en unos pocos meses.




No encuentro motivo alguno para impedir que esto vuelva a ser así. Ninguna dictadura, ningún régimen marchito y corrupto, se desplomó hasta que la parte más crítica y activa de la juventud no salió a la calle para quejarse y reivindicar. La juventud es un valor que os legitima y que además pone en evidencia la necesidad urgente de un brusco relevo generacional. A mi humilde juicio, no solo debéis criticar a quien gobierne del modo que se viene haciendo, es que tendríais vosotros mismos que gobernar.




Pero es que además os asiste y legitima también el propio derecho constitucional. Según nuestra Constitución, el Estado español es 'un Estado social y democrático de derecho', no un Estado liberal de mercado, y los principios supremos en los que se fundamenta han de ser 'la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político' (art. 1.1). Es evidente que el actual Estado desatiende las implicaciones más elementales de la 'igualdad' y la 'justicia', y con su oligarquía bipartidista y mediática, atenta claramente contra 'el pluralismo político'.




Pero hay mucho más. La Constitución impone (art. 7) que 'la estructura interna y funcionamiento' de los partidos sean 'democráticos', y eso, con las listas cerradas y las designaciones a dedo, se incumple clamorosamente. Los poderes públicos (art. 9.2) deben obligatoriamente 'promover las condiciones' necesarias para el goce efectivo de la libertad y la igualdad, y deben asismismo 'remover los obstáculos' que impiden 'la participación de todos los ciudadanos en la vida política y económica', algo incumplido con el actual régimen electoral y con las últimas reformas laborales.




La Constitución garantiza además el derecho 'a recibir información veraz' de los medios (20.1.d), derecho constantemente conculcado por buena parte de la prensa y los informativos actuales. Fundamental es, por otra parte, 'el derecho a la educación' universal, algo que choca con el encarecimiento constante de las tasas.




La Constitución ordena el establecimiento de un 'sistema tributario inspirado en la igualdad y la progresividad' (31.1). Las últimas rebajas de impuestos a las rentas altas y la consiguiente subida del IVA (impuesto anti-progresivo) vulnera evidentemente este mandato. La propiedad privada no es sacrosanta en nuestro ordenamiento constitucional, que permite la expropiación con indeminización por motivos 'de interés social' (33.3). ¿No es acaso del mayor 'interés social' el que se facilite el derecho a la vivienda expropiando inmuebles infrautilizados por sus propietarios o por las promotoras y los bancos? La Constitución, por otra parte, obliga a la ley a 'garantizar la fuerza vinculante de los convenios colectivos' (37.1). ¿Por qué, entonces, la última reforma laboral autoriza a que el trabajador individual revise a la baja, en acuerdo con su empleador, los términos del convenio colectivo de su sector?




Y, en fin, la Constitución (92.1) permite las consultas al cuerpo electoral a través de 'referéndum' cuando se trata de adoptar 'decisiones políticas de gran trascendencia', como lo es la de poner a disposición de la banca miles de millones de euros, y autoriza además la 'intervención de empresas' cuando así convenga al 'interés general' y cuando éstas solo puedan desarrollarse en régimen de monopolio (128), como ocurre, por ejemplo, con las eléctricas y energéticas actuales.




Por eso, queridos amigos, vuestras concentraciones y marchas son tan oportundas, saludables y necesarias. El régimen actual, oligárquico, clausurado sobre sí mismo, mendaz y corrupto, necesita de vuestra energía y participación para refundarse. Y para ello os asiste y legitima nuestra propia Constitución.




Tenéis todo mi apoyo y entusiasmo,


Sebas

lunes, 11 de abril de 2011

Estado, banca y espectáculo

Ayer domingo se celebró por segunda vez un referéndum en Islandia para decidir si el país hacía frente a las deudas contraídas, e impagadas, de su banca. El fenómeno rápidamente fue traducido al lenguaje falaz, ideológico y malintencionado de los media. Los titulares que pude leer venían a afirmar que 'Islandia se niega a pagar la deuda a Gran Bretaña y Holanda', e incluso había algún periodista que, en lugar de a los países acreedores, se refería directamente a 'los ahorradores británicos y holandeses'. Atiéndase bien a la estrategia, pues un negocio interbancario resultaba así expresado como un problema abierto entre un país en su conjunto, Islandia, y muchos ciudadanos de otros dos países, esos 'ahorradores'. De un plumazo, se esfuman los agentes responsables, la banca misma. Es lo que tiene el espectáculo, que malforma con la aviesa intención de garantizar las jerarquías. Por eso el placer de leer un periódico equivale al del comentario de texto de una proclama propagandística mucho más refinada que las del Tercer Reich.


Con el sentido común, ese órgano al que tanto apelan los conservadores, y con el derecho por delante, e incluso con una economía sensata (otro término que intentan apropiarse los liberales), la realidad emerge como cosa bien distinta. Estamos, en efecto, ante una deuda considerable contraída por una banca radicada fiscalmente en Islandia. Nada sabemos acerca del capital que compone dicha sociedad bancaria, probablemente participado por empresas, corporaciones e inversores que no son islandeses. Por lo tanto, la nacionalidad se presenta como concepto incongruente respecto de la naturaleza de la banca.


Convengamos, sin embargo, en que al pagar allí (escasos) impuestos y al desarrollar allí parte de sus inversiones, podemos continuar considerando a dichos bancos como islandeses. Continuarían siendo, a pesar de todo, empresas dedicadas al negocio financiero. Deberán tener fondos de garantía que respalden parte de esas transacciones de las que se benefician. Y si han sido realizadas con manifiesta negligencia por sus administradores, habrán de responder estos por sus decisiones con su patrimonio personal. En caso de no tener fondos suficientes para hacer frente a los pagos debidos, tendrán que declararse en quiebra, se abrirá concurso de acreedores y se sufragarán los gastos hasta donde llegue el capital disponible, el fondo de garantía y los bienes y líquido de los consejeros en caso de gestión irresponsable. Habrá, como siempre ocurre, acreedores y proveedores que solo puedan cobrar parte de lo que le adeudan, parte que podrán continuar reclamando en lo sucesivo si el mismo banco vuelve a fundarse. Y aquí se detiene la salida jurídica al problema en el caso islandés.


En el británico y holandés la cosa es similar. El centro de gravedad se halla de nuevo en los bancos que han dispuesto de los fondos depositados por ahorradores. El vínculo enlaza a los clientes particulares con sus bancos, que han invertido en entidades islandesas. Si han colocado determinadas cantidades en negocios que han terminado mal, han de asumir las consecuencias con sus propios fondos. Tendrán, supongo, cierta cantidad para garantizar un porcentaje de los depósitos y cuentas. Y deberán asimismo detraer de negocios en los que obtengan plusvalías el importe necesario para equilibrar las cuentas por sus pérdidas 'islandesas', que en ningún caso suponen, salvo quiebra y concurso, la pérdida de los ahorros por parte de sus clientes.


Así, lo que en realidad es un negocio económico entre empresas bancarias termina, pues, representándose como un nexo político entre la ciudadanía islandesa y parte de la ciudadanía británica y holandesa, con culpable omisión de dichas corporaciones. Un fenómeno económico se torna político por el poder político que la economía tiene.


Hay, aparte, un dato todavía más relevante: y es que solo circunscribiendo lo ocurrido a sus justos patrones jurídicos y económicos puede continuar aspirándose a un libre mercado responsable. Solo si sabes que si la cosa sale mal podrás perder lo invertido tomarás las cautelas necesarias para evitarlo. Solo si se evitan rescates públicos de deudas privadas el capitalismo podrá ser fiel a sí mismo y continuar legitimándose. Porque, de lo contrario, además de promoverse una economía desquiciada, negligente y caótica, saldría a la luz otra evidencia que los capitalistas necesitan ocultar.


¿Cuál? Muy sencillo: que hay sectores económicos cuya envergadura e importancia colectivas los hace destinatarios naturales de una titularidad pública. Quizá la banca solo pueda continuar teniendo sentido, sin constituir un riesgo manifiesto para el conjunto de la comunidad, como entidades de crédito y depósito a pequeña escala. Cuando de ella nace la financiación de toda la estructura económica de un país su rango pasa del derecho privado al público, de ser un medio para la economía interindividual a ser el soporte económico de toda la colectividad. Y llegando a esa escala es natural que al final concluya apareciendo la única institución con legitimidad colectiva plena, el Estado.


Por eso, cuando los liberales justifican como paréntesis la intervención estatal porque hay entidades 'demasiado grandes para caer', hay que responder que, en realidad, son entidades 'demasiado grandes para estar en manos tan pequeñas', en las manos de unos particulares multimillonarios sin sentido alguno de la trascendencia colectiva de sus decisiones.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Guerra, lenguaje y política de partidos

Una ocasión como la presente, de guerra de algunas potencias "contra un dictador", ofrece una oportunidad inmejorable para reflexionar acerca de la naturaleza propagandística de la información y también sobre las mediaciones políticas de nuestra percepción.

La premisa fundamental, que es la falta absoluta de información veraz acerca de lo que sucede en Libia, jamás resulta enunciada. En lugar de acabar con nuestro desconocimiento, los titulares periodísticos y las opiniones de tertulianos transmiten una imagen esquemática y sesgada del conflicto. Se afirma, por ejemplo, que con esta intervención se trata de "bombardear a Gadafi" (Sarkozy dixit). Como se comprenderá, semejante frase no sirve ni como metáfora que oculte la realidad, que no es otra sino esta: lanzamiento de misiles y bombas sobre infraestructuras, el ejército y la población civil que apoya al dictador.

Otra de las expresiones que sirve tanto para desinformar como para legitimar la guerra pretexta que "Gadafi estaba masacrando a su pueblo", que esta guerra es para evitar "las matanzas de un dictador contra su sociedad civil". Tales asertos resultan discutibles. Es, sin duda, una ficción malintencionada pintar aquel conflicto como la oposición entre un asesino y su pobre pueblo. Si así fuese, si los enunciados anteriores describiesen con un mínimo de fidelidad la realidad, no habría que intervenir en absoluto, pues ya se bastaría y se sobraría todo un pueblo para derrocar a un gobernante asesino. Parece, por el contrario, que, pese al lenguaje preformativo, todas las evidencias muestran una guerra civil entre una parte considerable de la población que apoya al dictador contra otra no menos numerosa.

Llegados a este punto, se llega entonces a otro nivel argumental. Se reconoce, en efecto, que en Libia se estaba librando una guerra civil. ¿Qué hemos hecho entonces nosotros? Según los partidarios de la intervención, "impedir una masacre" por parte de Gadafi, no ya contra toda su población, que es una mentira descarada, sino contra los rebeldes. Esto puede encerrar parte de verdad, pero la afirmación requiere ser completada, pues hemos impedido, efectivamente, la victoria del bando oficial, pero a costa de abrirle el paso al bando rebelde, que avanza a golpe de cañón y balas y probablemente masacrando a la parte de la población que apoya a Gadafi.

La intervención extranjera, pues, no ha venido a evitar una guerra civil, sino a recrudecerla alterando su desarrollo e inclinando la balanza a favor del bando que presumiblemente iba a ser derrotado. Pocos son los periodistas y políticos que llegan hasta este punto, porque si lo alcanzan, se impone entonces un interrogante que nadie llega a responder con datos fehacientes: ¿cuáles son las razones materiales que nos llevan a apoyar al bando sublevado en detrimento del bando gubernamental? Como respuesta, solo puede leerse la vaga y tímida contestación siguiente: "la intervención es legítima y justa porque la facción rebelde, a semejanza de lo contemplado en las restantes revueltas árabes, lucha por la libertad y la democracia".
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¿Se está seguro de eso? ¿Hay algún periodista, corresponsal o tertuliano que haya realizado una descripción solvente de la naturaleza y reclamaciones del colectivo rebelde? Hasta donde llevo leído y escuchado, no. Por eso es éste mi principal reparo a la actual intervención. Quienes asimilan a los rebeldes libios a los manifestantes de El Cairo o Túnez van contra la evidencia de que en ningún momento, al menos que yo sepa, han circulado imágenes de marchas y concentraciones multitudinarias clamando por reformas democráticas en las plazas públicas. En Libia, prácticamente desde el comienzo, lo que hemos apreciado ha sido a un colectivo armado intentando tomar el control sobre parte del territorio. De hecho, por lo poco que he podido leer de análisis riguroso, parece que la conflictividad responde a tensiones de carácter regional, de dominio de élites sobre sus propios recursos y territorios con independencia del gobierno más que de masas reivindicando apertura democrática para toda Libia.

Pues bien, si el análisis de la conflagración queda empañado por un lenguaje simplificador, esquemático y legitimador, en última instancia, de la guerra, ya en España se arruina del todo por la pantalla distorsionadora del enfrentamiento entre los dos partidos mayoritarios. Lo que prima por estos lares es, desde la derecha, demostrar que Zapatero ha sido, una vez más, incoherente, ahora respecto de su negación a la guerra de Irak, y, desde el liberalismo social (PSOE), subrayar las diferencias entre esta intervención y la realizada contra Sadam Husein. Un problema de tanta gravedad resulta así absorbido por nuestra cansina dialéctica bipartidista, no dejando espacio ni lugar alguno a la reflexión y el análisis desapasionados.

Axfisiante, pues, tanta deformación lingüística y tanto debate preconstruido, y si no lo creen, asómense a cualquier tertulia vociferante de nuestras noches televisivas. No se aprende ni se obtiene la más mínima reflexión instructiva, entre otras cosas, porque cuando alguien independiente va a pronunciarse ya se encargan de interrumpir los mercenarios disfrazados de tertulianos.

lunes, 21 de marzo de 2011

Dos modelos para la crítica política

Para C. G.

Acabo de pasar una semana en Madrid bien intensa. Leyendo manuales de derecho político franquista por las mañanas para un próximo artículo y disfrutando con colegas de veladas nocturnas en las que si no de derecho, sí conversamos abundantemente de historia y política. Una de ellas, la más prolongada y apasionada, la pasé junto a un querido colega, que me presentó a su vez a un interesante profesor italiano, y ahí que compartimos los tres una estupenda cena centroeuropea, con dilatada sobremesa en el Círculo de Bellas Artes, charlando acerca de vinos, lugares, libros e ideas, sobre todo de ideas.

Precisamente debatiendo acerca del concepto de liberalismo, de su estatuto político real, de sus diferencias históricas respecto del Antiguo Régimen y de sus relaciones con el concepto de Estado, el colega italiano lanzó una pregunta que me dejó meditando durante un par de días: "porque, al fin y al cabo, se necesita adoptar un modelo político que nos sirva para interpretar y criticar tanto la realidad histórica como nuestra actualidad circundante", vino a sugerir, inquiriéndonos seguidamente con un "¿cuál es el vuestro?".

Yo contesté apresuradamente que la "democracia constitucional", a lo que mi amigo me contestó con razón que eso puede suponer el peligro de deslizarse por la pendiente acrítica que termina apoyando guerras para la defensa de los derechos humanos. En efecto, adoptar como modelo de referencia la democracia constitucional puede implicar una inscripción "orgánica" en el sistema actual, sobre todo si se adopta la retórica de su progresiva generalización, pero también cabe que suponga una confrontación crítica respecto del régimen que sobre todo en los últimos tiempos venimos padeciendo.

En efecto, partir de la democracia constitucional, tal como la entiende, por ejemplo, su más ilustre sintetizador, Luigi Ferrajoli, implica, en mi opinión, dos cosas fundamentales: garantizar los instrumentos y derechos necesarios para la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones de resonancia colectiva, por un lado, y por otro, determinar funcionalmente el poder y su derecho, solo legítimos en la medida en que promueven el pluralismo y las libertades individuales. Pues bien, ni una cosa ni la otra, pese al mandato constitucional correspondiente, son satisfactoriamente resueltas en los sistemas políticos actuales de corte occidental.

Lo primero porque en el estímulo de la decisión política y en la generación de opinión pública juegan hoy mucho más las coacciones corporativas que las exigencias ciudadanas, reduciéndose la democracia en muchos casos a un periódico escrutinio electoral de todas formas nada desdeñable, pues al menos permite desalojar a quienes han defraudado las expectativas en ellos depositadas. Si, por un lado, esta adscripción política y procedimental justifica la celebración de la garantía de derechos colectivos como el de reunión y asociación, por el otro, en cambio, fundamenta la crítica a la polarización de la opinión pública operada por la oligarquía mediática o por el esquematismo partitocrático, así como presta base a los reparos planteados a los recortes tremendos sufridos por los poderes sindicales.

Y lo segundo, lo de promover las libertades, tampoco queda ni mucho menos satisfecho en la actualidad europea u occidental. Tanto el discurso de la seguridad como el de la lubricación de los mercados, dos caras de la misma moneda según enseñó Foucault en su Biopolítica, convergen en su común consecuencia de recortar las libertades, y desde la lógica de la democracia constitucional cabe desde luego oponer objeciones a esta deriva. Desde estas premisas, por ejemplo, los derechos sociales comparten el mismo rango fundamental de los individuales. Ellos suministran las condiciones materiales para el disfrute de cualquier libertad y para la misma participación política democrática. Sacrificarlos en nombre de índices macroeconómicos o de la libertad abstracta de los neoliberales, siempre compatible con la discriminación y la subyugación jerárquica de sujetos concretos, no puede sino resultar una práctica rechazable desde el enfoque democrático-constitucional. Al igual que lo son otras prácticas ya habituales entre nosotros, como el encerramiento prolongado de personas por el hecho de ser inmigrantes o la prohibición persistente de partidos políticos por meras sospechas y por cálculo político.

En definitiva, adoptar como modelo la democracia constitucional, que si bien es de carácter legalista, por democrática, también permite actuar al poder judicial conforme a los principios rectores de la política estatal, reconociéndole así cierto margen de positiva discrecionalidad, adoptar este modelo, digo, significa entonces adoptar asimismo una actitud crítica en relación a nuestro presente político. ¿Y resulta tal modelo universalizable o espontáneamente generalizable? Creo que no, porque su preferencia en mí deriva de unas coordenadas culturales y vitales específicas que no pueden extrapolarse sin más, mucho menos si tal generalización implica acciones contrarias al propio modelo, esto es, impuestas desde arriba y, por tanto, antidemocráticas, y vulneradoras de derechos individuales y colectivos y, por consiguiente, anticonstitucionales. Ahora bien, no por ello caigo en un relativismo absoluto ni dejo de creer, en términos ahora sí universales, que una comunidad política donde sus miembros tengan algo que decir en la gestión de los intereses colectivos y donde, además, se respeten y promuevan sus libertades, comenzando por las condiciones materiales para su disfrute, goza de mayores cotas de bienestar que otra que no cuente con tales características.

¿Y por qué entonces titulaba el post como "dos modelos para la crítica política"? Porque tampoco estoy seguro de adherirme por completo al sistema teórico de la democracia constitucional. En el fondo siento este sistema como el políticamente más hábil para combatir el poder concentrado, que hoy es fundamentalmente el económico, en nombre de la libertad extendida a todos. Por eso suelo polémicamente autodenominarme jacobino, porque defiendo la soberanía del poder público democrático frente a cualquier poder privado particularista, algo que necesita recuperarse para luchar contra la actual privatización del poder público.

Pero no es sino detrás de este combate cuando aparece para mí el modelo verdaderamente alternativo a la alienación y automatismo propios de nuestros regímenes reales. No es, sin más, el de la sociedad comunista y sin clases, porque en él la riqueza es perfectamente posible como fruto del mérito y siempre que no implique la instrumentalización en propio beneficio de semejantes. Es más bien el de una "vida natural", semejante a lo que Hegel quería designar al hablar del Sonntag des Lebens (el domingo de la vida), cuando las obligaciones, las responsabilidades y las servidumbres que determinan nuestra existencia entran en suspenso y nos reencontramos a nosotros mismos, a nuestros iguales, al amor, la naturaleza, la amistad, el arte, la vocación y, en definitiva, la libertad.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cambio de look, cambio de nombre y salida del armario

Queridos Meinezeitianos, he decidido actualizar un poco mi blog, sirviéndome de una nueva plantilla que estimo más o menos acorde con los contenidos aquí publicados. He resuelto también firmar ya con mi nombre propio, conocido por la mayoría de quienes frecuentan este portal: Sebastián Martín, para más señas, investigador de historia del derecho en la Universidad de Sevilla. Como he dejado de emplear mi heterónimo, también dejaré de hacer referencia a él en el título del blog, que pasará a llamarse criticademitiempo.blogspot.com. En él, como hasta ahora, colocaré mis reflexiones críticas sobre teoría y actualidad políticas y, en menor proporción, mis incursiones en la crítica cultural. Para intervenciones y polémicas más directas, con nombre y apellidos y descendiendo más a la arena de lo inmediato, tengo el blog secundario, aunque también activo, de polemizandoconignaciocamacho.blogspot.com.

Un abrazo a todos
Sebas

Y en cuanto edite la foto me quito la servilleta, que no tenía ninguna otra a mano en el portátil!

miércoles, 23 de febrero de 2011

Socialismo 'realista'

He estado viendo un trozo del especial que han pasado en La 2 sobre el golpe de Estado de hace 30 años. Lo dirigía Iñaki Gabilondo y los entrevistados eran Carme Chacón y Alberto Oliart, que comparecían en su calidad de ministros de defensa de entonces y ahora. En relación al asunto que trataban, lo más destacable ha sido la entereza y decisión con que el entrevistador, Gabilondo, ha aludido a los temas controvertidos del golpe. Preguntó acerca de las dudas, sospechas y oscuridades que se cernieron desde los peldaños más bajos del ejército hasta su mando supremo, el del monarca. Interrogó a la Chacón sobre la reacción de los actuales mandos militares frente al antecedente golpista. Aludió al ignominioso comportamiento de imputados, abogados y medios periodísticos con ocasión del juicio a los culpables de aquella tropelía (buen asunto de estudio, por cierto, para un historiador del derecho), e incluso refirió la actual revalorización pública y mediática del discurso de la derecha golpista. En ninguno de los casos los ministros, con su vacua retórica, dieron la talla ni supieron más que eludir respuestas directas.

Sí hubo, en cambio, una declaración de la actual titular del ministerio de defensa que me resultó sumamente esclarecedora. Inquirida por el viraje del PSOE respecto de la OTAN en 1982, además de una respuesta convincente, indicó, en términos más generales, que su partido ascendió a la condición de un "partido de gobierno" cuando "abandonó el marxismo y entró en la OTAN", convirtiéndose al "realismo político".

A mí me alegra que sea una propia dirigente socialdemócrata la que defina con tanta exactitud la condición de su partido. Quizá a los más incautos resulte algo oscura la consideración, mientras que a los aficionados a la historia de las ideas políticas acaso resulte tan clarificadora como errada. Equivocada lo es porque opone el marxismo y el realismo como categorías que se repelen mutuamente, reduciendo la doctrina marxista a lo más residual de ella, la prognosis y el anunciamiento de una sociedad sin clases, sustrayéndole, por tanto, su núcleo metodológico y espiritual, esto es, el materialismo, la dialéctica y la consiguiente pretensión de fundar el conocimiento en la misma realidad. De hecho, no por casualidad, Marx (y Engels) polemizó frecuentemente con socialistas utópicos y con anarquistas libertarios.

En definitiva, lo que Carme Chacón con su incultura quería decir es que su partido renunció a la "lucha de clases" como medio para conquistar el poder. Sobre tal renuncia podríamos tratar con cierta amplitud, pues me parece impecable si se entiende, como hicieron los soviéticos y nazis, que el fin de la política es aniquilar al enemigo, pero creo que es del todo desacertada si supone el olvido de que en la base de la política existen intereses contrapuestos, la mayoría de ellos de naturaleza económica. Sin embargo, lo interesante a nuestros propósitos es resaltar el carácter 'realista' que la ministra atribuía a su formación.

La aceptación de la OTAN y, en definitiva, del statu quo, clarifica mejor el apelativo de realista, que Chacón asociaba a la 'madurez', 'la mayoría de edad' y la capacidad de postularse como partido con opciones de gobernar. En efecto, entre las premisas del actual partido socialista destaca la renuncia de antemano a transformar la realidad, la aceptación de ésta como una cosa dada, de por sí legítima e inalterable, que tan solo cabe preservar frente a las posibles alteraciones. La cuestión es que esto es lisa y llanamente doctrina conservadora, adecuación a las jerarquías existentes, en suma, puesta al servicio de la distribución del poder vigente. No es que nuestra socialdemocracia haya perdido todo conato de rebeldía e imaginación, ni que se haya acomodado a su actual posición de relativo predominio; el problema es que acepta como punto de partida de toda su filosofía que la realidad existente es incontestable, obviando así que la política es una actividad creadora de dicha realidad y contribuyendo con ello al ocaso de la política misma y, por tanto, de los propios supuestos para su reproducción y supervivencia en cuanto partido.

PD. Concluyamos el apunte por donde empezamos: el 23-F, planteando una duda intelectual. Probablemente debido a mi ignorancia, pero desde luego también a la dosificación informativa de los medios generalistas, tengo la sensación de que cada efeméride del golpe queda sin tratar su dimensión político-internacional. ¿Qué hicieron las embajadas de Washington y Berlín hace 30 años? ¿No puede localizarse ahí la clave de los titubeos iniciales y la decantación final del monarca?

domingo, 13 de febrero de 2011

Capitalismo comunista

Creo que las categorías comunes de la economía política y la teoría del Estado han dejado manifiestamente de cumplir su función descriptiva. Estamos asistiendo a una aceleración del tiempo histórico y, como en todas ellas, los conceptos se vuelven rápidamente obsoletos y dejan de designar con rigor la realidad. En lo que se refiere a la estructura económica, creo que han dejado de servir casi por entero la fórmula comodín de los economistas, aquella que denomina como "economías mixtas" a los sistemas occidentales, y la rúbrica convencional de los politólogos, que hablan de Welfare State para referirse a un Estado que presta servicios públicos y se legitima en buena parte a través de éstos.

En el primer caso, los supuestos históricos que dotaban de sentido la etiqueta "economía mixta", a saber, la superación del liberalismo decimonónico y el planteamiento de una alternativa al régimen soviético, han sido sepultados. La economía presente, al menos la de los países occidentales, no se caracteriza por ser sin más una mezcla de capitalismo y de socialismo, pues el capitalismo ha devenido financiero y el Estado interviene para sostener la estructura capitalista, no para amortiguar sus contradicciones.

Lo mismo acontece con el lema del Estado del bienestar, que no es que esté en vías de extinguirse, sino que está superficialmente sobreviviendo a costa de convertirse en otra cosa. Así lo demuestra el hecho de que una proporción cada vez mayor de servicios no resulte prestada por instituciones públicas, sino más bien por empresas privadas, eso sí, financiadas con dinero público.

Es esta transformación generalizada la que reclama un nuevo concepto y éste quizá pudiera ser el de 'capitalismo comunista'. Muchos son los indicios que otorgan validez al oxímoron, demasiados son los síntomas que apuntan a un sostenimiento puramente estatal de una estructura económica que superficialmente se presenta como desenvuelta casi en exclusiva por la iniciativa privada. En este punto, desde luego, tienen toda la razón los anarcoliberales, si no fuese porque la intervención del poder público no suele materializarse como obstáculo para la fuerza empresarial, sino como su condición inexcusable de posibilidad.

Si circunscribimos a España nuestro análisis, creo que la etiqueta no puede ser más certera. El sector agrícola y ganadero ha estado en los últimos años subvencionado por entero, en muchas ocasiones a costa de su misma productividad, hoy tan añorada. Abundan por otra parte los llamados 'incentivos' concedidos a empresas del sector industrial y de servicios, algunos de montante multimillonario y regalados sin exigir contraprestación alguna a cambio. Cuando no se trata de subvenciones directas vemos igualmente trasferencias de fondos desde la colectividad a las empresas, como bien muestran las externalizaciones de servicios, las concesiones de concursos públicos y la financiación de prejubilaciones masivas e injustificadas. Y si acudimos al mundo financiero, no vemos otra cosa que socialización de pérdidas y sufragio alícuota de los irresponsables descubiertos que ha provocado la desquiciada concesión de créditos por parte de bancos y cajas.

La misma Iglesia se halla sostenida, y puede prestar los servicios que presta, gracias a la financiación estatal. Otro tanto ocurre en el caso del asociacionismo, el sindicalismo, la representación patronal, las fundaciones y los mismos partidos, cuyos simpatizantes y militantes encuentran en demasiadas ocasiones la oportunidad de vivir a costa del tesoro público sin exhibir ningún mérito ni condición alguna que les avale.

Y a todo ello hay que añadir, claro, la corrupción, ya sea legalizada o practicada en fraude de ley como la directamente ilegal. Si en el primer caso se trata de poner fondos públicos a disposición de manos privadas con el desmantelamiento de servicios, la financiación de amigotes y el enchufe de vasallos, en el segundo vemos el robo descarado de dinero público para el impúdico enriquecimiento personal --como en Marbella o la Gürtel-- o para el mantenimiento de las redes clientelares que sostienen una hegemonía --como en la Andalucía de los falsos ERE's--.

Parece claro, pues, que en este país no puede alzar la voz ni una sola persona que no viva o haya vivido en última instancia del Estado o de algún organismo público (ayuntamiento, diputación o comunidad). Los pocos que de ello puedan presumir se integran mucho más en el sector de los trabajadores asalariados, que tienen su empleo en pequeñas empresas sin subvenciones cuantiosas, que en el de empresarios y propietarios beneficiados constantemente tanto por la política fiscal (que comprende la tolerancia del fraude) como por la política de subvenciones. Y ni siquiera ellos se librarían de que parte del sueldo que perciben proceda, de manera indirecta, de las arcas públicas.

Podríamos igualmente convenir que justo aquellos a quienes el Estado habría de remunerar con sueldos dignos y altos --es decir, los funcionarios, médicos, profesores, jueces y demás empleados indispensables para el desarrollo de las funciones auténticamente públicas-- no son los que se llevan para sí la proporción mayor de los recursos públicos. Puede incluso que suceda justamente lo inverso: que tales empleados no sean los mejor pagados ni los más numerosos.

Vivimos, pues, en un sistema con una brutal intervención del Estado en la economía. El problema es que todo este mastodóntico entrometimiento estatal no se realiza con el fin de redistribuir rentas e igualar posiciones económicas. Antes al contrario, se lleva a cabo con el objetivo de mantener y consolidar las jerarquías, con la finalidad de sostener la reproducción de aparatos de poder y, sobre todo, con el propósito de mantener la insostenible irracionalidad del modelo capitalista. Frente a esto hay desde luego alternativas, y no son sino las de siempre, la liberal y la socialista, la que concede total autonomía a las fuerzas privadas y la que atribuye al Estado todas las funciones económicas con el fin de evitar la acumulación del capital por parte de persona alguna. Para mí, cualquiera de ambas, rectamente aplicada, resulta preferible al presente imperio de corrupción, favoritismo, derroche y subvención.

martes, 1 de febrero de 2011

La revolución en los informativos.

Decididamente, los medios solo están capacitados para transmitir la información simplificándola hasta el punto de tergiversarla, malformarla y tornarla incomprensible. Falla el tiempo y la forma, la brevedad con que ha de comunicarse un asunto complejo, repleto de implicaciones y concomitancias, y el formato de los titulares y de las frases efectistas. Por eso es natural, pero irritante, que algo tan profundo y decisivo como es una revolución social, la que ahora está aconteciendo en buena parte del mundo árabe, resulte examinado y difundido con un lenguaje estrecho e insuficiente, acuñado históricamente por el poder, y con unos patrones simplificadores y unidimensionales.

Para profunda decepción de quien suscribe, era nada menos que Enric González quien encabezaba hace dos días un artículo sobre la revolución de Egipto (¿dónde está ya, perdonen, el vórtice del presente torbellino, Túnez?) con un titular que aludía a "los actos de vandalismo" y los "saqueos" que estaban suponiendo las movilizaciones. Líneas más adelante se revelaba que una de las circunstancias más frecuentes en estos días eran los ataques a las propiedades de la clase alta egipcia. Ni una conexión, ninguna relación, claro, de estos desfogues con el conflicto de clases que evidencian, con la catarsis y depuración de un resentimiento provocado por una distribución manifiestamente inquina de la riqueza, que no se corresponde en absoluto con los esfuerzos invertidos para producirla.

Pero lo decepcionante no era este olvido de la lucha de clases como motor apagado, pero subsistente, de la historia. La desilusión procedía de contemplar la reproducción acrítica de la lengua del poder por parte de una firma independiente. ¿Tan difícil es comparar los saqueos, el vandalismo, el robo y el expolio a gran escala promovidos por los actuales oligarcas en crisis y el supuestamente realizado por el pueblo, o por los elementos más radicales de éste? ¿Por qué entonces no se mencionan esos mismos términos, los del expolio y el sabotaje, para describir la acción de unos gobernantes que han exprimido al pueblo hasta exasperarlo?

La cosa continúa. Otra periodista de rigor como es Pepa Bueno, poco antes de prestar su edición a la más burda e insultante propaganda gubernamental con un publireportaje sobre los males del tabaco, abordaba la crisis egipcia con el vocabulario disponible: 'búsqueda de normalidad', 'caos', 'seguridad', etc. El mismo Lorenzo Milá, otro tipo competente, aludía a las (cínicas) peticiones por parte del gobierno estadounidense de una 'transición tranquila a la democracia' (ah, entonces, hasta ahora, eran aliados de un dictador, ¿no?) para evitar 'un vacío de poder'. ¿Un vacío de poder, justo ahora, cuando la fuente de todos los poderes se está manifestando, cuando el origen del poder, desde Roma y la Edad Media hasta nuestros días se está haciendo presente? ¿O es que seguimos teniendo una mentalidad tan poco democrática que el poder solo nos resulta concebible cuando un señor muy principal manda a toda una colectividad?

Y, para cerrar, termino escuchando los comentarios del adjunto de Vicente Vallés en la Noche en 24 horas al discurso de Mubarak: 'lo que los manifestantes solicitan solo y exclusivamente es que el presidente dimita, que Mubarak se vaya; solo con que esto ocurra, los manifestantes aseguran que se dan por satisfechos y que pondrán fin a sus reivindicaciones'. Me he quedado literalmente boquiabierto al escucharlo. Sus palabras me han vuelto a demostrar que la meritocracia es un ideal cada vez más lejano. Las múltiples mediaciones e interferencias que se interponen entre un individuo meritorio y la recompensa social logran, con demasiada frecuencia, que en puestos claves, por su proyección pública, no estén más que mediocres, tipos bien relacionados, sujetos que tuvieron la agudeza o la suerte de estar en el sitio oportuno en el momento justo y con los contactos necesarios.
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Y es que, ¿cómo puede afirmarse semejante estupidez? ¿Cómo puede sostenerse que la causa de las movilizaciones la encarna una sola persona, como si la situación de un país dependiese de su voluntad, y no el sistema social en su conjunto, del que el presidente es una pieza más? Parece que, por desgracia, ha calado hondo en esta sociedad esa actitud mesiánica que, en negativo, censura a un solo gobernante como causa de todos los males, y en positivo, como dice mi amigo Esteban Conde, anhela un dictador.

Hermann Heller (1891-1933)

Estoy concluyendo un artículo sobre Hermann Heller para una revista de filosofía política y, releyendo su póstuma Teoría del Estado, me encuentro la siguiente referencia, escrita en 1933, a contrapelo de todos los lugares comunes que se empleaban (y todavía hoy se emplean) para criticar el liberalismo económico:

"La idea del libre juego de las fuerzas autorresponsables, la del equilibrio armónico de intereses mediante el mercado libre y la de la constitución no coactiva del todo social por la automática ordenación del mercado, todas estas ideas, en cuanto se proyectan sobre la organización del Estado y de la sociedad, no son más que estupendos disfraces que encubren una situación casi completamente opuesta a lo que aparentan, ideologías justificadoras que, aunque no lo tengan como fin consciente, cumplen, sin embargo, la función de tranquilizar la conciencia de la sociedad burguesa. Pues en la sociedad civil real no existe ningún libre mercado de cambio, ni competencia libre, ni autorresponsabilidad y autodeterminación libres y, sobre todo, no se conoce la formación no autoritaria del todo social mediante el juego libre e igual de fuerzas. La sociedad civil real es una sociedad de clases cuya unión se mantiene mediante el predominio de una de ellas, para cuya subsistencia es, sin duda, necesario el mantenimiento de la ideología de la libertad y de la igualdad.

La sociedad capitalista no se caracteriza, como suele decirse, por el hecho de que en ella el 'débil' Estado se abstenga de intervenir en la vida económica. Tal idea pertenece también al arsenal de las ideologías encubridoras. Pues se trata justamente de un Estado que despliega a la vez, en la época del imperialismo, una potencia hasta entonces desconocida. El verdadero lema de la sociedad civil no es, en modo alguno, la ausencia de intervención, sino la movilización privada del poder estatal para una poderosa intervención en el campo económico"

El liberalismo, como bien estamos pudiendo contemplar, supone, en efecto, intervención brutal del Estado en beneficio de intereses corporativos privados. Así fue desde el comienzo, y así continúa siendo. El único enigma por resolver es cómo continúa gozando de tan buena salud la explicación simplista, contraria a los hechos, de los liberales, que disgregan sociedad mercantil y poder estatal como si fuesen polos opuestos.