sábado, 28 de noviembre de 2009

El libertinaje del capital

No encuentro subrayado por ningún sitio el hondo contraste que existe entre los cuatro millones de parados y la superación de la barrera de los doce mil puntos en la Bolsa. Desde que Público, en uno de sus primeros números, reveló que dos tercios de las acciones del Ibex 35 pertenecen a doce familias y cinco grandes empresarios, además de relativizarse en gran medida el mito del capitalismo popular, se puso en evidencia que cuando nos encontramos en escenarios como el presente no asistimos sino a una intensa agudización de las desigualdades económicas, las cuales, caso de ser tan profundas, arruinan a mi entender toda posibilidad democrática.

Cualquiera que se haya acercado un poco a la sociología contemporánea sabrá que uno de los rasgos que definen nuestra realidad socioeconómica es la libertad de capital. No solo su libertad de movimiento y de colocación, sino también y sobre todo su independencia progresiva respecto del trabajo. Ya no lo necesita como antes para crecer y acumularse, visto que ha encontrado vías muy sólidas para reproducirse a sí mismo. Si alguien quiere abordar esta problemática de forma amena no tiene siquiera que leer a los sociólogos; basta con que vea la segunda, magnífica temporada de The Wire sobre el desmantelamiento de la clase obrera portuaria en la ciudad de Baltimore y las irremediables consecuencias de ella, principalmente su expulsión al mercado negro y la ilegalidad como vía de supervivencia.

Aunque nada sé de economía en su aspecto más técnico y riguroso, sospecho que esta discordancia entre los resultados del trabajo y las rentas del capital puede ofrecer un ángulo interesante para observar la crisis. Hasta donde alcanzo a saber, una situación como la presente ha creado el marco de inestabilidad propicio para que cualquier empleador pueda deshacerse de sus empleados a bajo coste y también para crear una atmósfera en la que resulta coherente reivindicar reformas que reduzcan aún más los costes del empleo. Como en efecto el capitalismo funciona de modo anónimo y consorciado, todo apunta a que las voluntades que en él ejercen de directrices, que son en buena parte la de los empleadores, se dirigen a repartir los gastos del trabajo entre el empresario y el Estado, es decir, entre el empresario y toda la colectividad que abona sus impuestos de una manera cada vez menos progresiva.

Se busca así una manera de hacer poco traumática esa separación paulatina del capital frente al trabajo. Ya se le permite a aquél que duerma fuera de casa los fines de semana a cambio de que éste no se quede totalmente solo. La crisis entonces no sé si respondería entre otras cosas a este colapso matrimonial, pero desde luego sí que va camino de saldarse en una suerte de separación por mutuo acuerdo y a tiempo parcial.

Como soy un anacrónico (o un reaccionario) irreductible, creo que este libertinaje del capital tiene un corto recorrido. La economía solo resulta viable en términos materiales y productivos; mucho menos si su corazón es meramente especulativo. Por eso puede que haya llegado el momento, frente a las fórmulas conciliadoras, que colocan al trabajo en la parte perdedora, de proceder a un divorcio unilateral, impulsado precisamente por fuerzas verdaderamente productivas, desde esos agricultores y ganaderos a los que les pagan por no producir o simplemente una miseria hasta los pequeños y medianos empresarios que hacen de su labor una vocación por satisfacer necesidades sociales.

Antes que estos arreglos, sepárense entonces por completo. Creo que al trabajo y su ética le irá mucho mejor a solas que al capital con sus bonos y sus ventas de futuros. Ahora bien, que el divorcio sea estricto y respetado, y que no tenga que venir la parte pobre a correr con las cuentas de las borracheras del libertino capital.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Cataluña y el orden constitucional

Hagamos un breve balance de la situación que se está abriendo en relación al régimen autonómico catalán. Interesa sobremanera precisar en este asunto, pues de ello acaso dependa la credibilidad y consistencia de nuestro orden civil. Abordar esta problemática desde sesgos ideológicos o querencias nacionalistas creo que arruina no solo toda posibilidad de análisis, sino también la posibilidad misma de dicho orden, asentado sobre unas convicciones compartidas que caso de ser abandonadas nos coloca frente a un proceso constituyente en toda regla. No es que me asuste la situación, pero sí hay al menos que tenerla en cuenta.

El sistema jurídico que sirve de base al Estado español cuenta con un marco regulativo supremo que es la Constitución. En virtud de su cualificada legitimidad, comunicada directamente por el poder constituyente, los mandatos en ella contenidos no son susceptibles de reforma mediante ley ordinaria. Y precisamente para controlar la constitucionalidad de las leyes se estatuyó un Tribunal Constitucional. No es que cuente con mayor legitimidad que el parlamento, o que una asamblea autonómica, o que un referendum verificado en parte de la población estatal. Es que la legitimidad de sus decisiones deriva del mismo poder constituyente, que en nuestro caso, y mientras no se reconozca de una vez el derecho de autodeterminación, corresponde al conjunto de la comunidad hispana.

Si dicho Tribunal es el máximo garante de la integridad constitucional, entonces habrá que convenir que no son más que disparates lo que profieren aquellos que anteponen a la vigencia de la norma fundamental la validez del completo Estatut, invocando su más que endeble aval democrático o su aprobación, previo retoque, por las Cortes. En un sistema constitucional la Carta Magna rige incluso contra las leyes aprobadas por las cámaras que representan al pueblo soberano, leyes que, en caso de contravenir disposiciones constitucionales, quedan anuladas mediante la oportuna sentencia, dictada a instancia de un recurso. De hecho, para eso mismo se instituye un órgano jurisdiccional de esas características, para evitar los abusos del poder legislativo.

Ahora bien, habrá que convenir también que la demora de la sentencia, así como los continuos vaivenes en las sucesivas ponencias, transmiten una imagen del Constitucional como órgano exclusivamente político, sometido por entero a la coyuntura partidaria e incapaz, por tanto, de ir actualizando con su jurisprudencia el sentido constitucional. Esto resulta, en efecto, un reflejo de nuestra partitocracia, pero supone ante todo un defecto deplorable de sus magistrados que hunde al máximo tribunal en el descrédito y, por consiguiente, invita con toda razón a no tomar demasiado en serio su decisión final.

Tanto unos como otros han actuado, pues, con escaso sentido del orden que se supone canaliza nuestra convivencia civil. El Parlament por haber presentado un Estatut incompatible con la Constitución y Zapatero, con sus pocas luces, por haberse comprometido a lo que objetivamente la ley no le permitía: aprobar el nuevo marco autonómico según viniese de Cataluña. Los opositores, ahora moderados por su expectativa electoralista de pactar con CIU, por situar el debate en el asunto irracional de la quiebra de la nación en lugar de en el terreno mensurable de la distribución competencial. Los jueces del Constitucional por no transmitir solvencia alguna y los nacionalistas por tomarse a la tremenda una posibilidad normal en nuestro régimen político, a saber: que las leyes de las Cortes, pues eso termina siendo el Estatut, sean parcial (o totalmente) anuladas por sentencia del TC con el fin de conformarlas a la Constitución. No existe en este sentido ataque a la dignidad de Cataluña, ni anulación de una norma que ha elegido su pueblo soberano, sino retoque de algunos artículos por incompatibilidad manifiesta, y para mí dudosa, con la norma suprema.

El problema, de cualquier forma, me parece mal planteado. La opción es sencilla y doble: el modelo se reforma desde dentro o desde fuera. Si se escoge la primera vía, entonces habrá que procurar no ya meter con calzador y como sea un estatuto independientemente de su constitucionalidad, sino crear la mayoría social que permita realizar una reforma constitucional que a su vez dé cabida a un régimen autonómico asimétrico y federalista. Esa es, a mi juicio, la opción más convincente, pues estoy convencido de que estos episodios están poniendo más de relieve el carácter obsoleto de nuestra Constitución que la inconveniencia del Estatut. Si por el contrario se toma la segunda vía, entonces hay que colocarse fuera del orden constitucional, oponerse directamente a su vigencia tal como está planteada (negando por ejemplo legitimidad a las sentencias del TC) y llevar las cosas a un grado de conflicto tal que obligue por la fuerza a revisarla.

Además de la evidente presión ejercida sobre los magistrados, lo que el catalanismo parece hacer es amenazar con esto último, con colocarse fuera del sistema político, para así aglutinar los apoyos necesarios para una reforma constitucional. La estrategia no está mal, pero depende en última instancia de que un Estatut recibido con apatía sea ahora asumido como propio en términos reactivos. De no darse tal reacción se revelaría la debilidad que va carcomiendo al nacionalismo, incapaz por falta de respaldo tanto de impulsar una renovación constitucional como de sostener un pulso firme a los órganos del Estado. Y de suceder, como al parecer está ocurriendo a juzgar por las últimas manifestaciones de las élites catalanas, el propósito de lograr una mayoría social de ámbito estatal para reformar la Constitución se vería lastrado por el rechazo que suscita, al menos fuera de Cataluña, la inclinación egoísta de suspender las reglas del juego cuando dejan de ser satisfactorias para los propios intereses.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Los comunismos

Hemos tenido durante el fin de semana y hasta hoy efemérides y acontecimientos que conciernen a la historia y al presente del comunismo. El siete de noviembre se celebraba la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques, mientras que hoy se recordaba el derrumbe del Muro de Berlín y la caída del telón de acero. Entre un día y otro, el Partido Comunista de España elegía un nuevo secretario general, un señor llamado José Luis Centella que dice que los comunistas no deben pedir perdón por nada.

A un intelecto atravesado por el consenso generalizado, tales palabras pueden resultar escandalosas, por prepotentes y obstinadas. Sin embargo, puede también que dicho aserto presuponga sin decirlo la existencia de varias familias comunistas dentro de la tradición genérica del comunismo. Si conociésemos la historia de la Europa del Este y hasta del continente asiático más allá de la vulgata periodística, seguramente percibiríamos una heterogeneidad que nos pasa inadvertida por la tacha global de sovietismo. Lo que a estas alturas sí debiera ser evidente para cualquiera con buena fe o con creencias opuestas a la dictadura nacional-católica es que, en nuestra historia patria reciente, los militantes comunistas desempeñaron la impagable labor de luchar casi en solitario y en la clandestinidad contra Franco. Y una vez muerto el dictador no dudaron en desvincularse y enfrentarse al estalinismo y sostener que 'Dictadura, ni la del proletariado'.

Por eso puede ser interesada la condena del comunismo español, que tiene procedencia e itinerario propios, aprovechando el fracaso del comunismo eslavo. Y no deja tampoco de haber buenas dosis de propaganda, simplismo interesado y mitología en las interpretaciones oficiales, al parecer indiscutibles, sobre la caída del régimen soviético. En primer lugar, se presenta aquella realidad y su derrumbe como si los Estados fuesen mónadas, es decir, como si tal desplome obedeciese tan solo a causas endógenas al comunismo y a él no hubiese contribuido, a veces con tácticas criminales, la política exterior occidental. En segundo lugar, a la cantidad de información propagada por nuestros lares acerca de las paupérrimas condiciones de vida en la URSS ha seguido un apagón que no deja ver los restos del socialismo real, no vaya a ser que nos dé por creer que una sociedad minada por las mafias, la explotación sexual y la muerte prematura no es preferible a una socialista. Y en tercer término, aun sin ser exhaustivos, aquella bipolaridad se presenta de un modo simplificador, como si de una historia de buenos y malos, de libertad y opresión, se tratase. Aparte de su carga religiosa, este relato que no resiste contraste analítico alguno desconoce lo que de positivo pudo hacerse en aquella experiencia, lo que la presión comunista supuso de avance en la Europa del Oeste y, sobre todo, lo que de aberrante tiene también el capitalismo.

Por eso avisaba Julio Cortázar hace casi tres décadas de que el socialismo latinoamericano, justo después de la revolución, había dejado de ser utópico y de tener como referencia un modelo antropológico ideal e imposible. En consecuencia, como cualquier otro sistema, tenía desviaciones particulares y coyunturales, sin que por eso hubiese de quedar descartado por irracional todo el conjunto, justo como curiosamente ocurría con el capitalismo según sus defensores, que admitían los daños colaterales que éste provocaba sin desacreditar el modelo globalmente. Por eso, en efecto, resulta tan inverosímil una crítica que se escandaliza con el número de muertos que el comunismo ha producido en nombre de una idea sin que le tiemble un músculo cuando se enfrenta a la montaña de cadáveres que han dejado atrás ideales liberales, burgueses o premodernos como la civilización, el progreso, el mercado o la religión.

Ahora bien, dicho esto, no puede dejar de señalarse la falta absoluta y rotunda de estrategia que exhiben esos líderes comunistas al negarse con rodeos y precisiones a condenar abiertamente y sin ambages la barbarie comunista. Puede resultar muy razonable, honesto y veraz hacer todos los recordatorios indicados, pero en la lucha por el poder político no se dirime la veracidad sino la capacidad de convicción. Y hoy carece por completo de ella quien no reconoce sin piruetas que los regímenes comunistas supusieron en demasiados puntos una aberración intolerable. Si comenzaran a admitir sin fisuras el tremendo error que supuso dicha experiencia se percatarían de algunas de sus causas y dejarían de incurrir en él.

En especial, de una: el dogmatismo ideológico, el integrismo político, el fundamentalismo de los ideales y las convicciones. A este respecto no está mal señalar, como lo hacía Adorno, la insalvable aporía que supuso la conversión del marxismo en "un dogma estático, insensible a su propio contenido, en una ideología", cuando "Marx habría sido el último en separar al pensamiento del curso real de la historia". Recuerdo en este sentido todavía el impacto que me provocaron las memorias de Henri Lefebvre y su introducción a Lógica dialéctica y lógica formal: aquello, el Partido Comunista Francés, aparte de un mecanismo óptimo de socialización de la clase trabajadora, era una institución que fiscalizaba hasta la neurosis la libertad ideológica y, por ende, la capacidad de crítica. A cualquiera que no se atenía a la ortodoxia más purista le montaban un juicio inquisitivo que podía terminar con su anulación civil o, en el peor de los casos, con su ajusticiamiento. Hasta el mismo Louis Althusser terminó denunciando aquella perversidad en sus retractaciones casi póstumas.

Y ese es, a mi juicio, el problema: ¿qué llevó al comunismo a creer que la socialización de la economía suponía por fuerza una negación de libertades individuales como la de pensamiento, culto, crítica, residencia y movilidad? He ahí uno de los gravísimos errores de aquel sistema, hoy todavía visible en sus legatarios más directos. Como decía Hans Kelsen, no hay necesidad de ligar la intervención comunitaria en la producción y la supresión de derechos básicos, como tampoco hoy puede seguir vinculándose el florecimiento capitalista a las libertades civiles.

Mi hipótesis al respecto es que la URSS no supo remontar el curso de la historia y permaneció estancada, como una foto fija de sí misma, en el tiempo en que nació como oposición al régimen liberal decimonónico y en que creció oponiéndose al fascismo y al nacionalsocialismo propagandistas. Pero esa crítica primigenia a los derechos elitistas del sistema burgués, o bien a la nacionalización opresiva de las masas impulsada por el fascismo, tendría que haberse convertido, tras la II Guerra, en una mayor permeabilidad a una Europa en que los derechos ya sí tenían mayor vocación de universalidad, hasta el punto de que su goce llegó a ser mejor garantía de cohesión social que la dispensada por el aguerrido patriotismo.

Como esta apertura al constitucionalismo social no se dio, así les fue a los comunistas en todos los órdenes, ensimismados como estuvieron hasta el final con sus espionajes, sus disciplinas y sus purgas. Y si el comunismo español no se inscribe en esa tradición que el comunismo en general rechazó estará abocado, seguramente, a un fracaso igual de estrepitoso.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Público sin Reig

Hoy me he levantado con una de esas noticias que le joden a uno el día porque lo que cuentan le fastidiará en lo venidero. Alegando falsas razones económicas, y dando muestra real de sectarismo ideológico, la nueva dirección de Público, esa procedente de PRISA, ha decidido prescindir de Rafael Reig. Hasta donde alcanzo a saber, Reig es uno de los cofundadores de este diario, y por lo que a mí respecta, uno de sus principales activos, sin el cual el periódico de Mediapro pierde enteros vertiginosamente.

Público, como todos, es un periódico de claroscuros, pero con una virtud que muy pocos comparten: dar voz a los que no suelen tenerla en los medios. Desde el comienzo, y quitando la labor de algún buen corresponsal, tal que Daniel Besteiro o Sáenz de Ugarte, su capital ha residido principalmente en las firmas de columnistas y opinantes. En sus inicios, aparecieron en tromba, aireando el panorama, los Pascual Serrano, Santiago Alba, Belén Gopegui, Rafa Escudero y una buena lista más de intelectuales 'antiimperialistas', críticos e independientes. Entre los columnistas, sobresalía el duo de Reig y Ortiz y, últimamente, destacan las opiniones afiladas y documentadas de Escudier. Fue precisamente a través de un apunte al natural de Ortiz que descubrí a su compañero de página, y desde entonces me pareció de lo mejor que se publicaba en la prensa española, por ácido, rotundo, popular, preciso, humorístico y profundo.

Aunque no ha dejado de aumentar su tirada, Público busca todavía su espacio de lectores entre la izquierda. A juzgar por contribuciones recientes como la de Daniel Múgica, parece que la apuesta comienza a ser la colocación en el hipotético sector izquierdista del PSOE, algo comprensible en Cataluña pero menos factible en el resto del Estado. Si a esta ubicación le añadimos la constante y a veces simplista oposición del periódico al PP, el lugar de Reig se hacía cada vez más angosto, con su permanente y fundamentada crítica a la socialdemocracia, que en muchas ocasiones se transmutaba en una contraproducente benevolencia ante la derecha. Puede incluso, y lo digo con todo el respeto y la admiración por el autor, que la fórmula de la contestación a veces contundente, malhumorada y desviada del asunto tratado por la carta estuviese en vías de agotarse, pero se trataría entonces, como en un inicio se pensó, de responder en lugar de refutar, mas en ningún caso de dar boleto al principal columnista del periódico.

Si bien han aducido motivos económicos, la decisión no puede ser más nefasta en términos estrictamente comerciales, dado que ese pretendido espacio dentro del pesebre socialista está ya copado por El País y diversos rotativos locales, mientras que el otro, el estrictamente de izquierdas, en el que Reig atraía lectores e interlocutores, ha estado y va camino de seguir huérfano. Como el desatino es evidente, puede incluso que tal sea el objetivo perseguido: acabar con Público tal y como Nacho Escolar empezó a diseñarlo y quitar de la escena a gente como Reig, que con eficacia incomparable daba buenos, sintéticos y afilados argumentos para oponerse activamente al orden establecido.

El problema sería entonces precisamente ése: que Reig atraía demasiados lectores como para seguir prestándole un altavoz, aunque al retirárselo es posible que el aparato enmudezca o se limite a repetir la cantinela que otros ya difunden con más decibelios.

Una cuenta bien sencilla

Son muchos los que me han criticado, por falta de pragmatismo, mi opción por vivir de alquiler en lugar de encadenarme a una hipoteca. "Si al fin y al cabo pagas lo mismo cada mes", "si es dinero desperdiciado", "de ese modo no le dejas nada a tus hijos", vienen a decirme. Y siempre contesto lo mismo: si comprase una vivienda pagaría más cada mes o viviría donde decididamente no me gustaría vivir, en una barriada de la periferia.

Mi apreciación se basa además en datos empíricos y mensurables. Actualmente resido en un ático del centro de mi pequeña ciudad. Tiene unos ochenta metros cuadrados y tres habitaciones, las suficientes para los tres que sumamos en esta familia, necesitando uno de ellos, yo, un cuarto de trabajo. Hace tres años comencé pagando 650€ al mes, que se han convertido hoy en 675€. Pues bien, el dueño del inmueble, cuando lo íbamos a alquilar, nos lo ofreció en venta. El precio por entonces ascendía a 360.000€. Convengamos en que la crisis y la atmósfera actual pudieran hacerlo descender hasta 300.000€, pero no mucho más, visto los 250 que ya pagó por él el actual propietario. ¿Qué hubiera supuesto optar por la compra? Calculémoslo.

Con el actual tipo de interés, que es el más bajo de la corta historia del Euribor, y sin ahorros previos de consideración, que uno no los tiene ni falta que hacen para alquilar, habría implicado una letra de 1.180€ durante 30 años, si hubiésemos contratado la hipoteca con la entidad más económica, ING direct. Multipliquemos ahora ese importe por las 360 mensualidades finales: con sesenta y seis años podría ya ser el titular de mi pisito tras haber pagado por él 424.800€, casi setenta y cinco millones de las antiguas pesetas.

Con esta cuenta se pone ya de relieve un vicio lingüístico que tergiversa el precio de los inmuebles. Cuando a alguien que acaba de adquirir su vivienda le preguntan por lo que ha pagado por ella contesta casi sin excepción el importe de la venta deducidos los intereses de la hipoteca. En cambio, vemos cómo una casa de cincuenta millones te cuesta al final setenta y cinco, o bastantes más, si al Banco Central le da por subir los tipos. Pero es otra cosa la que me interesa resaltar: ¿cuántas mensualidades de alquiler, ese dinero tirado, caben en dichos intereses, ese dinero también tirado? En nuestro caso el equivalente a más de quince años de renta. Sólo a partir de los cincuenta comenzaría yo a pagar por mi alquiler lo que el comprador abona estrictamente por su propiedad. Y todo ello proyectando hacia el futuro la situación presente, es decir, sin calcular ni las subidas de la mensualidad del alquiler pero tampoco eventuales vaivenes en los tipos de interés.

El asunto, entonces, no es sólo una cuestión de necesidad e impedimento, pues en mi caso es imposible deshacerme de más de la mitad de mis ingresos actuales para tener una vivienda; tampoco es sólo un tema de preferencias, ya que tiene uno inclinación por vivir en el centro de las ciudades y eso, para las adquisiciones, es prohibitivo en comparación con los 200.000€ que cuestan los pisos y adosados de la periferia. El punto es de pura matemática: mientras unos prefieren dar buena parte de su dinero a un banco, yo se lo paso a un particular a cambio, claro, no de tirarlo por la ventana, como me replican, sino de vivir en un hogar cómodo, amplio y céntrico.

Y toda esta monserga no viene sino a otra de esas sesiones reveladoras de clases de alemán: entre mis compañeros hay dos chicas, una que se aproxima a los treinta años y otra que los ha superado, que aún viven con sus padres incluso teniendo vivienda propia, y todo porque están pagando una hipoteca pero no tienen un duro para montar y amueblar sus casas. Y es aquí donde probablemente radique la principal ventaja del alquiler, que deja relativamente expedito el camino a la independencia, un bien valioso e imponderable que acaso merezca, al menos de forma transitoria, renunciar al ruralista instinto adquisitivo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Palabra de economista

Tienen estos señores una interesada inclinación por presentar su disciplina como si de una ciencia exacta se tratase. La noche del jueves pasado, el reconvertido Ramón Tamames se quejaba en un programa del canal 24h de que todo el mundo quisiese opinar autorizadamente sobre economía, dislate que no se aprecia, por ejemplo, en el área de la neurocirugía. Recuerdo en este sentido mi curso de economía política, en la que por cierto obtuve matrícula de honor: se trataba de pronosticar con fórmulas matemáticas el curso de la macroeconomía introduciendo alteraciones en algunos de sus factores (el PIB, la inflación, el consumo, los salarios, etc.). Unos derroteros formalistas y matematizados en los que la ciencia económica, a juzgar por lo que Danae estudia en su carrera de empresariales, no ha cesado de adentrarse.

Sin embargo, mal que les pese a los economistas, que quisieran verse nimbados con la aureola de la infalibilidad, su disciplina es una ciencia social y humana, es decir, falible, contingente y atravesada por factores que no pueden pronosticarse ni abstraerse hasta convertirse en una pura fórmula. Lo demuestra su ceguera supina ante la crisis que se nos avecinaba, un buen caso para recordar a Tamames que la ciudadanía de a pie puede estar más próxima a las verdades de la economía que sus propios y presuntuosos expertos. Mas la cuestión es que, como acontece en todas las ciencias, incluidas las naturales y exactas, también la economía se constituye por debates y polémicas, por desacuerdos y paradigmas antagonistas con concepciones divergentes en torno a la verdad (económica). Cierto es que la corriente dominante es entre nosotros, desde hace tiempo, la liberal, pero esto no borra la existencia de relatos alternativos y, además, nos aclara ya que detrás de esa pretensión formalista, exacta y matemática no subyacen sino los deseos de hegemonía de una visión economista particular, la estratagema que ésta despliega para convertir sus postulados en universales y verdaderos, por encima de cualquier discusión o debate científicos.

En el coro de voces disonantes se encuentran, entre otros, Juan Torres López, cuyo blog está aquí enlazado, o el venerable José Luis Sampedro, quien inspira estas letras de hoy. Acabo de ver una entrevista suya en CNN+ mientras desayunaba. En ella señalaba con sensatez tres hechos a mi juicio bien contrastados y me atrevería a decir que hasta incontrovertibles. En primer lugar, el crecimiento económico indefinido que persigue el capitalismo resulta inviable, de ahí la reaparición crónica de las crisis y los reajustes o la finalmente inevitable carestía de recursos debida a su actual saqueo. En segundo lugar, los individuos se hallan forjados por la economía, lo cual significa, fuera de Occidente, esclavitud y condiciones de vida infrahumanas, y dentro de éste, una vida alienada en la que la mente y los sentimientos de la mayoría se encuentran atrapados por la incertidumbre y la planificación laborales en lugar de abiertos a las relaciones con nuestros semejantes. Y en tercer término, el ritmo impuesto de modo heterónomo a los individuos para satisfacer sus necesidades vitales termina contradiciendo a éstas, según demuestra el alto grado de patologías psicológicas y somáticas derivadas directamente de la difícil adaptación a nuestra economía selvática.

Si para muchos se trata de atribuir veracidad a todo lo que sea enunciado por boca de un economista, me pregunto si el título de catedrático que en tal materia ostenta Sampedro servirá para al menos meditar sobre estos extremos, tan veraces como preocupantes.