lunes, 12 de noviembre de 2012

La Gran Regresión

La crisis que azota Europa está sirviendo de coartada para desplegar un programa político de naturaleza constituyente. Con la excusa del estado de necesidad, se adoptan medidas y prácticas institucionales muy poco útiles para enmendar la crisis, pero tremendamente efectivas para fundar un nuevo modelo de sociedad política.

En lo referido al caso español, dicho modelo se asemeja de manera inquietante al que predominó desde la década de los 1830 hasta final del siglo XIX. A excepción del militarismo, hoy por fortuna desplazado, abundan las analogías entre nuestro Estado decimonónico y el que, por vía imperativa, pretende instaurar el partido en el Gobierno.

Para definir este tipo de organización social, política y económica debemos referirnos a dos claves fundamentales de su arquitectura: el centralismo y la desigualdad.

Neocentralismo  
En el orden de los poderes, el centralismo entraña, ante todo, el reforzamiento del poder ejecutivo frente a los restantes poderes del estado. Su síntoma más evidente es el abuso de la legislación autoritaria por decreto, que relega a la cámara baja a la condición de mera correa transmisora de las directrices gubernamentales, perdiendo con ello su carácter de asamblea deliberante que controla la acción del presidente y los ministros.

Desde la perspectiva centralista resulta coherente que los parlamentos reduzcan su número de diputados. Para justificar esta medida se alegan motivos presupuestarios, pero la realidad es que pocos escaños necesitan unas asambleas pensadas para ratificar las decisiones del Gobierno más que para representar el pluralismo político.

La concentración de potestades en el ejecutivo requiere también el debilitamiento o la ausencia de otros contrapoderes. A conseguir este objetivo se dirige la actual campaña de descrédito contra las Comunidades Autónomas. Con la excusa de la crisis, pero con los datos objetivos del déficit en contra, ha ido calando en España un discurso interesado de destrucción del régimen autonómico y consecuente regreso al vetusto Estado de provincias. La razón última de este pretendido reemplazamiento no es tanto el ahorro como la revigorización del gobierno central, que se vería liberado de los incómodos contrapesos que hoy son las regiones autónomas, incluso cuando están gobernadas por el mismo partido alojado en la Moncloa.

Aún tiene una consecuencia más el encumbramiento del ejecutivo: la colocación de toda la administración pública bajo su criterio discrecional. Las reivindicaciones economicistas de revisar el estatuto profesional de los funcionarios, suprimiendo su inamovilidad para lograr mayor eficiencia, suponen un aspecto crucial de este retorno al siglo XIX. De triunfar, derrumbarían uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho, como es la independencia del empleado público frente a los representantes políticos. Recuperaríamos entonces la figura decimonónica del “cesante”, y la burocracia, de ser un aparato técnico cualificado e independiente, pasaría a convertirse, ya por entero, en extensión clientelar del partido de turno.

Ni siquiera el poder judicial se libra de esta involución generalizada. La implantación de una justicia onerosa implica un grave quebranto al derecho de defensa y al principio de igualdad, pero también la vuelta a los tiempos en que la jurisdicción civil o mercantil era coto reservado de los que podían permitirse el lujo de litigar para proteger sus derechos legítimos.

Desigualdad
Este punto nos coloca ante la segunda clave del programa político conservador: la “Gran Desigualdad”, por expresarlo en palabras de Rafael Poch. Lo más obvio en este sentido viene dado por los severos recortes sufridos –y por las tasas de “repago” introducidas– en los servicios públicos de sanidad y educación.

La multiplicación exponencial de la desigualdad cuenta con otros cauces, acaso más decisivos. En primer término, el Gobierno pretende transformar la estructura de las relaciones fundadas en el trabajo, regresando a su fisonomía decimonónica. Bajo la excusa del respeto a la libertad contractual de las partes, y con el argumento falaz de que la flexibilidad laboral disminuirá el desempleo, se ha activado un proceso cuyo objetivo no es otro que convertir las relaciones laborales en una relación de carácter privado.

Una vez devaluada –contra el tenor constitucional (art. 37.1)– la negociación colectiva, y dejada la fijación de las condiciones laborales a la voluntad superior del empleador, que siempre contará con el chantaje de la “legión de parados” para revisarlas a la baja, la relación de trabajo volverá a ser de naturaleza patriarcal y el asalariado estará de nuevo bajo la voluntad discrecional de su patrón.    

A estas alturas, debiera saberse ya que considerar al empleador y al trabajador como partes formalmente iguales tiene como consecuencia, en la práctica, la consolidación y profundización de la desigualdad material entre ambos. El origen de todo el derecho laboral, desde la limitación del trabajo infantil y femenino hasta la imposición legal de unas condiciones mínimas en el contrato de trabajo (jornada, vacaciones, salario),  radica justamente en la limitación pública de la voluntad del empleador, cuya libertad sin restricciones provocaba la falta absoluta de libertad en los trabajadores.

De nada parecen servir, sin embargo, las enseñanzas de la historia contemporánea. A día de hoy, todos los logros conquistados con el fin de mitigar la depauperación de las capas trabajadoras se hallan cuestionados. La deslegitimación de unos sindicatos ya de por sí debilitados y desacreditados, el deseo conservador de limitar hasta desnaturalizar el derecho de huelga o la supresión del carácter vinculante de los convenios colectivos son algunos de los medios preparados para su abolición.

El sistema fiscal progresivo, propio del Estado social e impuesto por nuestra Constitución (art. 31.1), también se halla en el punto de mira del Gobierno. Si ya se encuentra en vías de descomposición a causa del fraude consentido y de las exenciones disfrutadas por los sectores acaudalados, su eliminación completa tendrá lugar cuando se culmine el tránsito, anunciado por Cristóbal Montoro, desde un régimen tributario basado en los impuestos directos a otro edificado sobre los indirectos. Nos habrán devuelto entonces a pleno siglo XIX, cuando la financiación del Estado procedía en su mayor parte de los tributos al consumo.

La desprotección del trabajo y la distribución inequitativa de la carga fiscal producirán pobreza y marginación. En un sistema democrático, una situación de este género puede tener corto recorrido, pues las reivindicaciones de una mayoría social postergada encuentran pronta representación parlamentaria. Aparte de la manipulación mediática, a evitar este proceso se dirigen las propuestas, en algún caso materializadas, de convertir la función representativa –también como hace un par de siglos– en un título honorario y en un desempeño gratuito, lo cual garantizaría la identificación entre los diputados y los sectores no desposeídos.

Y mientras la crisis va generando el ambiente propicio para generalizar esta medida, el Gobierno recurre a una estrategia igualmente regresiva: la criminalización de la disidencia y su sistemática conversión en un problema de orden público. Los intolerables –y por desgracia cada vez más frecuentes– abusos policiales contra manifestantes y el recurso a tipos delictivos tan imprecisos que ponen en cuestión el derecho elemental a la seguridad jurídica son algunas de sus más palpables evidencias.

Conclusión
Estamos inmersos, pues, en un proceso materialmente constituyente, desplegado con la coartada de la crisis, desarrollado en abierto incumplimiento de los requisitos formales exigidos para un procedimiento de tal naturaleza y cuya intención última, a grandes rasgos, no es otra que regresar a la situación política vigente en el siglo XIX, que se caracterizaba por el centralismo autoritario y la desigualdad económica y social.

Por este motivo resulta irónico que los conservadores basen sus ataques a los sindicatos, a la protección de los trabajadores, al derecho de huelga o al impuesto sobre la renta en su presunto carácter obsoleto, cuando el modelo que tácitamente preconizan se ubica en un periodo histórico anterior al que denostan. El problema es que el sistema político añorado por el liberalismo conservador se desplomó a causa de unas dramáticas contradicciones que nos condenan a revivir. Olvidan, sin embargo, que cuando un pasado trágico regresa suele hacerlo como farsa.