viernes, 10 de diciembre de 2010

Las cuentas de la abuela

Al final no hay nada como un lumbago para poner momentáneamente en suspenso las obligaciones y, aun con el incómodo pinchazo en la espalda, dedicarse unos minutos a las devociones. Muchas son las cosas que habría debido tratar en este portal tan abandonado que, sin embargo, no abandonaré jamás. Como me acerco a enriquecerlo justo ahora, pues trataré del tema que me tiene más mosqueado: las privatizaciones recién decretadas.

Comprenderán propagandistas y dirigentes que antes de nacer la economía política, y mucho antes de que esta ciencia social aspirase a convertirse en formal con modelos econométricos, derivadas, integrales y demás formulismos matemáticos, ya existía la administración doméstica, el cálculo mercantil y las cuentas de la abuela. A ellas, de hecho, cabe recurrir para demostrar con suma sencillez que las medidas privatizadoras son del todo antieconómicas e irracionales, es decir, contrarias a los fines que dicen perseguir.

¿Qué fines son estos? El aligeramiento de la deuda, la transmisión a los mercados de una imagen de solvencia, el acopio de recursos financieros. No, desde luego, como en tiempos de la desamortización, sacar un bien exento de la circulación mercantil para que ésta lo engulla consolidando las jerarquías sobre las que se asienta. Pues bien, ¿logra, por ejemplo, dichos fines la privatización del 30% de las Loterías del Estado?

Según he leído, el Estado espera ingresar por la privatización de AENA y Loterías 14.000 millones de euros, de los cuales cerca de 10.000 proceden de la venta parcial de la gestora aeroportuaria. De las Loterías se obtendrán, por tanto, unos 4.000 millones. El interrogante pertinente, según la lógica de las cuentas de la abuela, sería el siguiente: ¿cuánto tiempo tarda ese 30% de Loterías en suministrar al Estado una ganancia de 4.000 millones de euros?

Vayamos a los datos de recaudación semanal, tomando como ejemplo ésta que termina y la justamente anterior (para consultar los datos, acúdase a www.onae.es): la lotería primitiva de jueves y sábado, con una recaudación media de 17 millones de euros, detrae para premios unos 9, dejando de beneficios (parciales, pues de algo viven los loteros) unos 8, con lo cual entre jueves y sábado la cantidad recaudada no destinada a premios es de 16 millones. La Bonoloto tiene aproximadamente un millón diario de beneficios con sorteos lunes, martes, miércoles y viernes. Ya vamos entonces por 20 millones, a los que deben añadirse 3 por el gordo de los domingos y unos 7 por el sorteo de la lotería tradicional los jueves y los sábados. 30 millones de beneficios, multiplicados por 52 semanas dan un total de 1560 millones anuales. Para tirar por lo más alto, supongamos que 560 millones (y las ganancias no incluidas en nuestro cálculo de los restantes sorteos, de la quiniela a la hípica) van para sufragar los gastos de gestión, con lo que obtenemos 1.000 millones de beneficios netos para el Estado por año. En cuatro años, por lo tanto, se financia lo que se va a obtener con la privatización, y en doce, ese 30% que va a venderse produce por sí solo dicha cantidad. La medida adoptada, por seguir con el lenguaje de la abuela, no es otra cosa que 'pan para hoy y hambre para mañana'.

Las privatizaciones de sectores rentables no afectados por la corrupción y el favoritismo no son la solución sino más bien una de las fuentes del actual problema. Los mercados, dicen, no confían en la solvencia española en general, en que el Estado y los bancos vayan a pagar puntualmente los vencimientos de sus deudas. La lógica de la guerra preventiva se instala así también en el mundo de la economía: qué más da que el Estado tenga una deuda pública proporcionalmente menor a la de otros Estados sin problemas de solvencia (el 64% frente al 120 de Italia, por ejemplo), y qué importa que hasta ahora haya pagado puntualmente sus deudas. Al igual que con las guerras preventivas no se combate ningún mal, sino que se crean expectativas de ganancia para una minoría, con todas estas prevenciones no se ha conseguido sino encarecer el mercado de la deuda pública y generar una vía más de ganancia para la especulación.

Pero si esto sucede es porque el Estado ha sido arrinconado por la ola neoliberal hasta convertirse, como en tiempos de la monarquía tradicional, en una instancia tributaria a merced de la voluntad de los contribuyentes y sin capacidad para generar sustento propio. A nadie debe extrañar entonces que, bajo la forma de chantaje, pueda ahora doblegarse a todo un Estado para imponerle las condiciones decididas por agentes y programas que funcionan con la sola regla de la maximización de los beneficios. El problema que se está haciendo patente no es otro que la incapacidad estatal para generar recursos propios que permitan afrontar con solidez y solvencia estas situaciones críticas. En nuestro caso, las empresas públicas que persisten, salvando honrosas excepciones, suelen convertirse en campo de enchufismo y reproducción partidaria. Y las demás parece que recomienzan a privatizarse, dejando al Estado con menos medios, haciéndolo así más dependiente de la voluntad del capital y agravando, por consiguiente, el problema que tenemos en la actualidad.

Debería ser en toda lógica un tiempo de estatalizaciones y no de privatizaciones, de recuperación para la órbita estatal de toda una serie de sectores estratégicos --comenzando por la energía-- y de servicios públicos --empezando por la educación infantil-- que (1) funcionan de cualquier manera con cuantiosa financiación pública, (2) a altos precios para la ciudadanía, (3) salarios precarios para sus productores y prestadores y (4) sin la calidad, eficiencia y competencia técnicas que podría garantizar un personal cualificado de carácter funcionarial. Pero todo llegará...

PS: Y tan por lo bajo que tiré al calcular los beneficios anuales de la Lotería. No son 1.000, sino casi 3.000 millones lo que reporta en beneficios al Estado, con lo que en apenas dos años se obtendrían lo que se va a ingresar por su privatización parcial, y no más de seis años tardaría su 30% en generar esos 4.000 millones que al parecer tanto necesitamos. Lo dicho: desamortización al uso posmoderno...

sábado, 9 de octubre de 2010

Una nota constitucional

Leo que la Audiencia Nacional ve fundamentada la acusación de inconstitucionalidad formulada contra el recorte de salarios a los funcionarios públicos perpetrado por nuestro gobierno. Imagino que, al tratarse de una norma con efectos económicos masivos, la jurisdicción competente puede ser la de la Audiencia, y al tratarse además de un decreto, y no de una ley, no procederá acudir obligatoriamente al Tribunal Constitucional. Pero, de cualquier modo, constitucionales son los argumentos que se presentan por los acusadores y los que considera fundados la propia Audiencia.

¿Cuáles son tales argumentos? Principalmente uno: que la bajada de sueldos fijada por decreto vulnera el art. 37.1 de la Constitución, que ordena a la ley garantizar "la fuerza vinculante de la negociación colectiva". En efecto, el recorte salarial del funcionariado español se acordó contraviniendo un acuerdo previo suscrito por la administración y los sindicatos de empleados públicos en el que se fijaba una módica subida del 0.1%, esto es, una congelación a efectos prácticos. Y el gobierno, por decreto, es decir, del modo más autoritario imaginable, incumplía de modo flagrante el citado pacto.

El problema, de solventarse de manera favorable para los empleados públicos, entrañaría otro de rango aún mayor. Si este decreto puede vulnerar en el terreno de lo concreto un acuerdo fruto de la negociación colectiva, la ley 32/2010 lo quebranta de un modo general, por una parte, al permitir al empleador modificar sustancialmente las condiciones de trabajo cuando las circunstancias económicas lo requieran, y por otra, al capacitar al trabajador para que acuerde individualmente con el empresario unas condiciones diferentes a las recogidas en el convenio colectivo. Si el decreto contradice de manera específica el mandato constitucional, la ley de reforma laboral lo incumple clara y descaradamente, al vaciar de contenido y no garantizar el carácter vinculante de la negociación colectiva.

¿Tendrá esta inconstitucionalidad tan evidente alguna consecuencia jurídica? Probablemente no. En primer lugar, por falta de pretensión de recurrir la ley de reforma del mercado de trabajo ante el Tribunal Constitucional, aunque habrá que reconocer que todo habría quedado más elegante y democrático si previamente hubiesen tenido el valor de reformar dicho precepto. Y en segundo lugar, por el hecho materialista, indicado por Ferdinand Lasalle, de que la Constitución auténtica es la definida por la correlación de fuerzas existente en un país determinado en un momento dado de su historia. Y la clara hegemonía conservadora que padecemos, de la que participa ampliamente el gobierno y, por tanto, la inmensa mayoría de nuestros representantes, impedirá que se imponga el dictado de la Constitución, tan relevante, en cambio, para otros aspectos, como el de la indisolubilidad de la nación.

Esto nos coloca ante un problema de calado mayor, que no es otro que el de la expansión del Estado y el vaciamiento de la Constitución. No solo en España se está volviendo a conceder un papel desmesurado al poder ejecutivo; no solo aquí se está abusando de las normas de urgencia y la lógica de la excepcionalidad. En el fondo, la construcción del mercado libre --desde las rebajas de aranceles conseguidas militarmente por Gran Bretaña hasta la privatización por decreto de la propiedad-- ha sido una cuestión de imposición por parte del Estado, mediante normas autoritarias y con el uso frecuente de la violencia. Recuerden, a título de ejemplo, la primera de nuestras desamortizaciones, realizada bajo la primera ley de plenos poderes (al ejecutivo) dictada en nuestra experiencia constitucional.

De eso mismo va tratando de nuevo nuestra fábula, del allanamiento del terreno a una privatización todavía más masiva de la economía, y los tempos del mercado son impacientes, las medidas que requiere muy expeditivas y sus escrúpulos demasiado pocos como para tener que perderse en filigranas constitucionales. Por eso, el predominio de la lógica del mercado sobre la de la política constitucional hará que un simple decreto, o una mala ley, prevalezcan sobre la propia Constitución. Por eso también volverá a verse cómo, sin Constitución mediante que limite el poder declarando universalmente derechos individuales y sociales, el Estado y el mercado son tan mutuamente necesarios, tan recíprocamente imprescindibles, que ambos nacieron y ambos perecerán a la vez.

martes, 28 de septiembre de 2010

Huelga e historia

Mañana voy a la huelga. Muchos son los pretextos que he oído para justificar no secundarla. Como no tengo vocación sacerdotal ni partidaria, no soy quien para concienciar a nadie. Es, desde luego, coherente no ir cuando se está conforme con las medidas adoptadas. Mayor perplejidad me produce el escándalo que éstas suscitan combinado con la pasividad. Las excusas son variadas, aunque se resumen en tres: "Los sindicatos no se lo merecen, pues son unos vendidos", "las cosas no están para perder un día de sueldo", "total, si no va a servir para nada".

Todas convergen en un mismo defecto de partida: la ceguera ante la historia, la incapacidad para apreciar cuál es la dinámica íntima de la historia de los hombres, que no es otra que la dinámica de las luchas de poder.

Se desconoce así que los sindicalistas han podido ser todo lo indolentes que se quiera, pero que los sindicatos componen un instrumento formidable, y hoy por hoy único, para la defensa de los derechos sociales. El defecto de la apreciación sindical es, en efecto, no haberse opuesto netamente a un gobierno que lleva adoptando medidas regresivas desde hace ya varios años. Pero más vale tarde que nunca y, sobre todo, más vale un atisbo de articulación organizativa de la masa trabajadora que la yuxtaposición de miles de empleados precarios y endeudados individuales y desconectados.

Con los citados pretextos, se pasa igualmente por alto que lo que está en cuestión no es el presente perpetuo en que vivimos, donde sí que se siente la pérdida de unas cuantas decenas de euros, sino un futuro próximo donde es más que probable que la sangría salarial no se haya restañado si no se han tomado las precauciones necesarias. La huelga, en este sentido, es un acto preventivo, una advertencia proclamada ante los centros decisorios para que detengan su desmantelamiento del Estado social.

Y, por último, con tales giros argumentales se deja de saber que ninguna acción sindical, ningún acto de resistencia obrera a lo largo de la historia se saldó de forma inmediata con una rectificación absoluta por parte de gobernadores y patronos. Todos se tropezaron en primer lugar con el fracaso, con fracasos mucho más dolorosos, intensos y profundos que los que mañana pudieran vivirse caso de que no existan rectificaciones gubernamentales, pues eran fracasos a cambio de los cuales se pagaba con la vida y la libertad. Pero antes, claro, se sabía, entre otras cosas por influjo marxista, que se estaba en guerra, y que la pérdida de una batalla no implicaba ni la renuncia a una estrategia global ni la derrota final en la contienda.

Gracias a esta visión de la historia, gracias al poder material conquistado y exhibido a su través, podemos (o hemos podido) gozar de las libertades y privilegios que el Estado democrático y social ha garantizado. La historia, en efecto, es un proceso cumulativo que se construye con cada acto, y no oponer ni el más mínimo conato de resistencia frente a los desmanes cometidos supone sentar un terrible precedente que autoriza tácitamente a que estos continúen y hasta se agraven.

Si las luchas en su aspecto más evidente y tangible han cesado, si a los enfrentamientos directos ha sustituido la democracia y la deliberación, no ha sido porque la polémica entre intereses y posiciones enfrentadas haya dejado de existir, sino porque resulta viable y preferible continuar la guerra por medios pacíficos. Pero la guerra, en sí, no ha terminado, la polémica como el factor estructurante principal de una sociedad no igualitaria sigue perfectamente en pie. Y, efectivamente, resulta una necesidad apremiante el demostrar que toda la organización social continúa deteniéndose y, en su caso, se desplomaría, sin el concurso activo del elemento trabajador, mucho más indispensable para una vida buena que las operaciones especulativas de los señores engominados que, impunemente, nos han hundido en esta situación.

Reforma laboral y legislación racional

Para, por una vez, sustituir la lectura de la prensa por información directa y veraz, me imprimí ayer la ley 35/2010, "de medidas urgentes para la reforma laboral". Fueron variadas las impresiones, pero cabe resumirlas en tres: la ley resulta la plasmación legal del cinismo en que se ha instalado el actual gobierno y todos los que lo defienden; introduce además novedades de tal calado que creo que probablemente suponga la reforma más agresiva y destructora de la protección del trabajo y la relevancia pública sindical; y, en último lugar y sobre todo, expresa una vez más la profunda ineptitud de toda la pléyade de políticos y asesores que conforma nuestra dirigencia. Expliquémoslo.

El preámbulo afirma que la norma tiene como finalidad combatir el empleo temporal precario y la "dualidad" del mercado de trabajo, es decir, la disociación de éste en una élite de trabajadores fijos bien remunerados y con despidos muy bien indemnizados y un batallón de empleados en precario, que concatenan contratos basura y no gozan nunca de las condiciones suficientes para estabilizarse y promoverse en el puesto. Asimismo, el "objetivo esencial" de la reforma es reducir "el desempleo e incrementar la productividad de la economía española". Todo ello, por supuesto, sin merma alguna del "compromiso del Gobierno de mantener los derechos de los trabajadores".

La cuadratura del círculo, evidentemente, no llega a lograrse, poniéndose de este modo al descubierto la falsedad de la retórica con que el Gobierno pretende legitimar esta conculcación de los derechos laborales. En realidad, la única "penalidad" impuesta a los empleadores con el fin de reducir el número de contratos temporales es la de incrementar su indemnización a doce días por año; sin embargo, "razones de prudencia aconsejan implantar este incremento de una manera gradual", no habiendo entonces, en la práctica, medida coactiva alguna que impida la eternización de la temporalidad que se dice combatir. Todo queda en una limitación temporal de hasta cuatro años (¡uh, qué arrojo socialista!) para los contratos por obra y servicio y en la consueta presunción de que quien encadena un mismo contrato, para un mismo puesto y en una misma empresa es, de facto, y por lo tanto también de jure, indefinido. Una presunción ya vigente que en nada ha eliminado dicha dualidad.

Dejando de lado las típicas bonificaciones para quienes contraten a jóvenes, mujeres o desempleados, hasta ahí llegan las novedades favorables al trabajador. Todo lo demás son reformas adoptadas en sistemático detrimento suyo. Veamos las más escandalosas.

- Para poder extinguirse los contratos de trabajo mediante un "despido colectivo" bastará que el empleador alegue, como causa objetiva que lo justifica, "una situación económica negativa en casos tales como la existencia de pérdidas actuales o previstas". La "razonabilidad de la decisión extintiva" se vincula en todo caso a que permita "preservar o favorecer" la "posición competitiva" de la empresa "en el mercado". Con ello, la labor empresarial, que en buena tradición weberiana comprendía como virtud la ascesis y previsión indispensables para mantener en el tiempo una actividad productiva, se convierte ahora, con medidas como ésta, en una tarea cortoplacista que no requiere siquiera la provisión de fondos para momentos bajos, en el entendido subyacente de que la vida de una empresa, como la producción de un país, ha de describirse con una línea continua y eternamente ascendente.

- Justifican asimismo el despido colectivo los cambios tecnológicos, organizativos y mercantiles que obliguen a la empresa a extinguir relaciones laborales para "prevenir una evolución negativa de la empresa", consolidándose así el principio según el cual, para mantener su posición y su nivel de ganancias, la empresa a lo primero que puede meter la tijera es a las rentas del trabajo. De esta forma se legitiman unos recortes que, como en buena lógica de guerra preventiva, tendrían como objetivo colocar parches ante coyunturas desfavorables eventuales y futuras sobre las que no existe certidumbre alguna. El trabajo se convierte así en subalterno de la prognosis económica.

- Más escandalosa aún es una de las causas que permite que un despido individual sea procedente y, por tanto, cuente con una indemnización mucho menor. Me refiero a la causa de absentismo: a tenor de la ley, podrá despedirse individualmente "por faltas de asistencia al trabajo, aún justificadas pero intermitentes, que alcancen el 20% de las jornadas hábiles en dos meses consecutivos, o el 25% en cuatro meses discontinuos dentro de un periodo de doce meses", no computándose como "faltas de asistencia", entre otras, las bajas "acordadas por los servicios sanitarios oficiales" que "tengan una duración de más de veinte días consecutivos". Lo cual, hablando en plata, no significa sino que si el trabajador se da de baja dos o tres veces durante más de nueve días en el plazo de dos meses estará ya a merced del empleador, que no es que lo despida inmediatamente, pero sí que contará con el instrumento coativo de amenazarlo con dicha posibilidad.

- Y, por último, en tan subordinado lugar han dejado a la fuerza sindical y su capacidad negociadora, que el trabajador podrá por su cuenta acordar a la baja con el patrón sus condiciones de trabajo, mientras que el empleador podrá modificar "sustancialmente las condiciones de trabajo", incluidos horario, jornada, sistema de remuneración y turnos, cuando "existan probadas razones económicas, organizativas o de producción".

De este modo, el Gobierno no solo sienta las bases para la construcción de un mercado de trabajo donde los empleados pasan a ocupar un estatus mucho más debilitado, sino que, sobre todo, coloca la patata caliente de la conflictividad laboral en la casta judicial, encargada en última instancia de dilucidar si concurren efectivamente las causas que justifican los despidos colectivos o las modificaciones restrictivas de las condiciones laborales. El problema es, en primer término, de índole técnica: ¿cuentan nuestros tribunales con los instrumentos necesarios para interpretar y verificar contabilidades de empresas, para calcular o adverar el índice total de absentismo en un centro de trabajo o sencillamente para interpretar los designios del mercado y las posiciones que en él ocupen las empresas? La cuestión es igualmente de índole política, pues con una reforma como ésta no se vuelve a demostrar sino la irresponsabilidad profunda y congénita de nuestros gobernantes, incapaces de adoptar medidas de carácter ejecutivo sustituyéndolas por cláusulas imprecisas que aplazan la decisión política hasta el litigio judicial.

Mas, ante todo, la ley de la reforma laboral que hemos comentado nos coloca frente a un problema jurídico de envergadura. Si entre nosotros los europeos nació la ley como expresión fundamental del poder público fue, principalmente, como medio de garantía frente a la discrecionalidad de los aparatos judiciales dependientes de la corona. La ley, para cumplir su función garantista, había de ser, en primer lugar, representativa de la voluntad general, pero también, en segundo lugar, taxativa, precisa, transparente y determinada, para facilitar al máximo su aplicación e interpretación, pues de transmitir seguridad jurídica se trababa. Y es esto lo que ha olvidado el legislador al reformar el mercado de trabajo, dejando abiertas todas las puertas a aplicaciones abusivas, que, en su caso, habrán de limitar unos tribunales ya de por sí exhaustos y derechizados.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Guardería neoliberal vs. Guardería del bienestar

He estado estos días buscando un "centro de educación infantil no obligatoria" para mi hijo en la ciudad donde empezamos ahora a residir, (y donde yo nací, viví mis primeros años y donde regresé por otros cinco tras licenciarme). He tenido la misma experiencia que al ingresarlo en su guardería anterior, y no me resisto ahora a contárosla.

Para esquematizar la exposición, recurramos a dos tipos ideales de guardería: una neoliberal y otra del bienestar. Anticipo que mientras la segunda es una figura imaginaria, la primera es una realidad bien visible. ¿En qué consiste tal realidad? Pues en sociedades de responsabilidad limitada que gestionan varias guarderías instaladas en locales. Su mecánica económica y organizativa es la siguiente: en la cúspide encontramos al director de la red de guarderías, nunca presente del todo en ninguna de ellas, y con unas funciones de logística y gestión empresarial --compra y alquiler de locales, búsqueda y negociación de subvenciones, captación y control del personal, adquisición de muebles y material docente, negociación con editoriales-- hasta cierto punto ajenas al mundo de la puericultura. En un escalón inferior hallamos a los gerentes o encargados de cada guardería, o excepcionalmente de varias de ellas. Éste ya es el que atiende a los padres interesados, quien dirige y fiscaliza al personal contratado, el que recauda y gestiona la rutina del centro que dirige. Y por último, en el más bajo escalón, las que desarrollan la función primordial: el cuidado, atención y formación de los pequeños; unas chicas (no es sexismo, sino constatación de lo que hay) a quienes se les supone una formación en educación infantil cuyas credenciales se escamotean a los padres. Se desconoce su proceso de selección, que no debe ser muy exigente cuando algunas empleadas no son sino parientes de la gerencia, y se sospecha un sueldo precario.

Así son las guarderías privadas, por las que se paga entre 150 y 350€ mensuales. Si entendemos esta educación infantil como un servicio indispensable para la mayoría de las familias, comprobamos que en este caso, en el neoliberal, se presta de un modo en el que lo más irrelevante, y lo peor pagado, es lo fundamental, mientras que el mayor beneficiado es justamente quien hace negocios --entre otras cosas abaratando costes y precarizando el mismo servicio que presta-- con la guarda y custodia de niños. Así, la retórica e ideológica apelación a la iniciativa de la "sociedad" para cubrir esta necesidad solo recubre un negocio bien montado donde lo menos importante es lo crucial.

El punto máximo al que llega el Estado del liberalismo social es a la subvención directa de las pocas plazas disponibles en centros así diseñados. Es decir, la supuesta política social de los socialdemócratas deja intacto el principio según el cual es la sociedad (o sea, los empresarios) la que autónomamente debe satisfacer dicha necesidad, comprometiéndose solo a su financiación, íntegra o parcial, cuando las circunstancias así lo exijan y dependiendo de los ingresos obtenidos. Curiosamente, la administración autonómica calcula el coste de una plaza concertada con un importe sensiblemente superior (290€) al que efectivamente cuesta la plaza en régimen exclusivamente privado (230€). Ya tenemos aquí el primer fraude al erario público. Pero el fraude general viene cuando comprobamos que tal financiación pública no sirve sino para engordar aún más la nómina del director o propietario de la red de guarderías y perpetuar la precariedad de las puericultoras, sin entrañar, que yo sepa, ningún control sobre la formación y selección de éstas.

Frente a esta realidad cabe oponer otra perfectamente factible y para nada utópica: la que al principio he llamado guardería del bienestar. ¿En que consistiría? Muy sencillo: en convertir la educación infantil de los primeros tres años en un servicio público a cargo del Estado. ¿Qué supondría? Unas guarderías donde algún técnico administrativo se encargaría de su gestión y donde unas profesionales de la puericultura, con formación universitaria, selección por oposición y puesto y sueldo de funcionarias, se encargarían del cuidado e instrucción de los niños. El que en la guardería neoliberal estaba arriba, pasaría de inmediato a reubicarse en la condición de director técnico de uno o varios centros; y las que estaban abajo ascenderían hasta convertirse en lo que son, el núcleo y función fundamentales del servicio.

Los liberales podrían objetar lo siguiente: esa guardería supondría gastos mucho más elevados y, caso de implantarse, aletargarían la iniciativa privada e impedirían la producción del excedente de riqueza del empresario, que al fin y al cabo tributa y que, por tanto, termina revirtiendo beneficios en la colectividad. Fácil es la contrarréplica: (1) vistos los gastos en subvención de plazas concertadas, dudo que fuese imposible costear los gastos que originase su fundación, pero es más, visto el personal funcionario inactivo y sobrante sería un modo de buscarles ocupación y rentabilizar sus nóminas; (2) si se monta esta guardería del bienestar, no como régimen monopólico, sino como sistema público al que se accede solo con unas determinadas condiciones de renta y de trabajo, seguiría quedando espacio para la iniciativa privada, que se encargaría de garantizar el servicio a capas más pudientes que deseasen prestaciones más sofisticadas (natación, música, idiomas...); (3) de convivir ambos regímenes, la iniciativa privada seguiría "generando riqueza" y "revirtiendo beneficios" a la comunidad, por mucho que las estadísticas de la Agencia Tributaria no paren de desmentir estas falacias evidenciando el fraude estructural y la contribución irrisoria de sociedades y empresas.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¿Una política de la naturaleza?

Parece que, de cara a las próximas elecciones, el ambiente político va enriqueciéndose. El ejemplo europeo y el fracaso gubernamental prestan terreno abonado para ello. En Alemania y, sobre todo, Francia y Portugal, predican con el ejemplo: el desplazamiento neoliberal de la socialdemocracia va liberando espacios que pronto son ocupados por organizaciones izquierdistas. Si de representar corrientes de opinión en su justa proporción trata la democracia, habrá que convenir que la gauche divine de los multimillonarios Schroeder, Blair o, entre nosotros, Garmendia y Sebastián representa a un sector reducido de la sociedad, al compuesto por aquellos liberales progresistas de riñón forrado y alta cultura que en conjunto no suman más del 10% de la sociedad. Alrededor de sus partidos se ha abierto una zona de luchas por un electorado mayoritario y desencantado que, en su mayoría, ha sucumbido a los cantos facilones de la derecha más burda y, en el resto, contempla desconcertado y escéptico las confesiones de izquierdismo de los socioliberales y la proliferación de nuevas formaciones que superan el anquilosamiento comunista.

Es en estas coordenadas, sin duda favorables, donde hemos de situar el nacimiento de Equo, la formación de López de Uralde y Joan Herrera. Se miran ante todo en el espejo alemán, desconociendo la diversidad de trayectorias, y francés, queriendo emular el éxito de Cohn-Bendit, que superó en las últimas europeas a los socialdemócratas oficiales. En España encuentran a mi entender un espacio muy propicio a sus intereses, visto que IU no ha logrado asumir su principal desafío desde hace más de una década: desembarazarse del partido comunista y huir sistemáticamente de la tradición cainita, asamblearia, iluminada y dogmática de nuestra izquierda más sorda y rancia.

Los Verdes españoles se topan, sin embargo, con un riesgo fundamental: el reduccionismo que supone restringir un programa político de gobierno al problema de la protección medioambiental. Dicho riesgo se agrava todavía más si tenemos en cuenta la escasísima sensibilidad ecológica que todavía prima en la mayor parte de las poblaciones españolas. Con la complejidad que entraña la política, que requiere adoptar decisiones sobre temas tan variados como la administración de justicia, la regulación mercantil o la hacienda municipal, ¿cómo convencer de la propia capacidad limitándonos a proclamar el cierre de las nucleares, defender una fiscalidad verde y conseguir el reciclaje de todos los desechos?

Este riesgo, sin embargo, supone, más que una deficiencia congénita del movimiento verde y de su próxima cristalización partidaria, un desafío intelectual. Un reto que se concentra en la concepción que tengamos de la naturaleza y que comienza a superarse en cuanto obviemos la dicotomía entre la naturaleza exterior y la interior, pues uno de los problemas más acuciantes del sistema político-económico actual es precisamente su falta de correspondencia, no sólo con el medio ambiente (la naturaleza exterior), sino también con la fisonomía natural del hombre (naturaleza interior).

Solo si se verifica este salto se estará en condiciones de postular un programa tan complejo y autosuficiente como lo es la propia política. Solo si defender una política de la naturaleza significa algo más que la legítima y necesaria protección del medio ambiente podrá contarse con las condiciones de credibilidad que posibilitan el éxito. Ese es, en mi opinión, el punto débil y el que más han de trabajar los partidarios del movimiento verde, pues parece claro que oponerse de forma crítica al modelo vigente no es sino denunciar que éste se basa en la represión, mutilación y cosificación de la naturaleza del hombre.

domingo, 22 de agosto de 2010

Sin título

Llevo tanto tiempo sin regresar a Meine Zeit, que, lleno de culpabilidad, casi evito abrir la página. Mi silencio se explica, cómo no, por cuestiones de trabajo. Preparo con mucho esfuerzo, y no sé si con éxito, algunos textos para la enseñanza de la historia del derecho internacional en la edad contemporánea y de la historia del derecho ―ahora en general, incluyendo civil, laboral y penal― durante el siglo XX, hasta la caída del Muro. También ando editando algunas fuentes inéditas de teoría política y del Estado redactadas durante la II República, alguna suscrita por un escritor famoso. Y, hasta donde me han alcanzado las fuerzas, he vuelto a repasar los mismos contenidos de siempre del alemán, aquéllos que se imparten en el nivel B1, del que no logro subir, por dar la espalda al idioma en cuanto regreso a España.
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No han sido pocos los intentos de ponerme a escribir algún apunte, pues, aunque encerrado trabajando en el Max Planck, ha habido estímulos y curiosidades que me animaban a hacerlo. En cuanto apreciaba el tiempo que la tarea me iba tomando, me invadía la culpa por no dedicarme a mis auténticas responsabilidades, y la abandonaba. Si hoy la retomo es porque, como excepción, y después de una noche ―corta, de cualquier modo: ya no son como antes― de despedida, me he regalado a mí mismo una jornada de lecturas, escaneos y caminata.
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He querido comentaros algunas anécdotas alemanas, ya fuesen ilustradoras de una inclinación reguladora y jerárquica hasta el exceso o de un modo de organizarse la vida social, laboral y económica que, según pienso desde que vine por primera vez, solo podemos envidiar e intentar emular. He querido también indicaros que he abierto un nuevo blog, Polemizando con Ignacio Camacho, de tono más polémico y directo, aunque sin incurrir por ello en el tono soez habitual en las abundantes tertulias ultraderechistas. Pero, ante la imposibilidad de ir actualizándolo como debiera, tanto por falta de tiempo como por no poder consultar desde aquí la página de ABC ―desconozco la misteriosa razón que me ha impedido hacerlo―, preferí anunciarlo a mi regreso.
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He querido hablar, y seguramente lo haré a la vuelta, sobre los resortes ―emotivos, racionales― que explican el ser conservador. De apariencia realista y moderada, los postulados conservadores han solido perfilarse en polémica con una concepción sublimada de lo que significa ser de izquierdas, la cual, en realidad, tergiversa, simplifica y distorsiona el núcleo materialista de las convicciones de izquierdas.
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He querido escribir sobre las disociaciones ideológicas en que vivimos instalados. Disociaciones que afectan tanto a nuestra estructura económica como política. Como sucedió en otros tiempos, se da en éste un marcado contraste entre lo que efectivamente está instaurado en la realidad y las categorías con que nosotros ―los agentes de dicha instauración― lo interpretamos. Por un lado, una vida económica explicada como sociedad artesanal y competitiva formada de emprendedores arriesgados; por otro, una vida política comprendida con categorías parlamentarias, democráticas e individualistas. La realidad, en cambio, muy poco se parece a tales representaciones, que sin embargo cuentan con una vocación normativa, con una vis reguladora y ética, que tampoco cabe desconocer.
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He querido escribir, por supuesto, sobre mis lecturas. Después del fantástico y dilatado recorrido por el retablo realista de Fortunata y Jacinta he concatenado con dispar fortuna una serie de lecturas contemporáneas. Schlink, y la corrección gramatical e historiográfica del jurista; Ishiguro, y la agilidad de una prosa puesta al servicio de la nada; Proust, al que siempre vuelvo para fascinarme y aprender, pero del que cada vez me voy alejando más, no por su legendario abuso de las subordinadas, que no me molesta, sino por la superficialidad de los detalles en los que se detiene y demora.
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Pero, sobre todo, Chirbes, Rafael Chirbes: los títulos precisos, cargados de significación ―Los disparos del cazador, La larga marcha, La caída de Madrid―; la historia política española contada por fin con una sensibilidad materialista, sin resentimientos, pero sin justificaciones ni equiparaciones, distribuyendo a cada cual ―ingenuidad, dogmatismo, crueldad, oportunismo…― lo que le corresponde. Chirbes y el oportuno recuerdo de que bajo nuestros pies, allá en el pasado, primó la barbarie, la subyugación, el sufrimiento, la violencia. Y Chirbes lo cuenta de un modo fluvial, por el que te deslizas, resbalándose los ojos por las páginas, devorando cada capítulo sin que ninguno llegue a saciarte, porque cada uno te ha dado tanto, te ha mostrado tanto y tan bien, que no puedes evitar el deseo de seguir recibiendo, como si en algún momento te fuesen a revelar el auténtico y doloroso secreto jamás contado del devenir español.

sábado, 3 de julio de 2010

El problema "jurídico" del aborto

Para Martín Serrano
El asunto del aborto, que lleva en primera plana desde hace más de un año, puede afrontarse desde muy variadas perspectivas. Las cuestiones y dilemas que suscita han de inscribirse en su faceta biológica, religiosa, ética y jurídica. El problema es que, con frecuencia, estos planos, a veces inconmensurables entre sí, aparecen entremezclados interesadamente. En este sentido, no otra cosa hace sino confundir el consueto enfoque conservador, reverdecido en estos meses de reforma legislativa, cuando da a entender que una ley de plazos equivale a promover matanzas de niños, o dicho con más rigor, a vulnerar sistemáticamente el derecho a la vida.
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En efecto, el asunto de la interrupción voluntaria del embarazo cuenta con una dimensión biológica indiscutible. ¿A partir de qué momento puede hablarse de vida humana?, ¿puede sin más atribuirse humanidad a una multiplicidad de células en proceso de reproducción exponencial?; aunque durante las primeras semanas del embrión no quepa hablar estrictamente de vida humana, ¿no estamos de cualquier modo ante un proyecto de ésta, ante una expectativa probable que se frustra de manera irreversible con el aborto? Todo esto, desde luego, encierra gran interés, pero solo toca de soslayo la cuestión de su enmarque jurídico.
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Tampoco cae de lleno en él su aspecto religioso y moral, aunque muy bien puede esta faceta inspirar regulaciones jurídicas. Aquí el principio motor resulta meridianamente claro, pues si a dios pertenece en exclusiva la prerrogativa de dar la vida no puede considerarse sino pecaminosa la aprobación de una norma que permite interrumpir su proceso de creación. Entre este planteamiento y aquel otro que propugna la abstención o el rechazo de los preservativos no hay, como suele pretenderse, solución de continuidad, pues también en este segundo caso, donde la actitud regresiva y reaccionaria aparece indisimulada, se está previniendo el sabotaje de la propagación divina de la vida humana. Y no deja de haber reveladoras tensiones entre esta impostada defensa del derecho a la vida con el simultáneo consentimiento de guerras, invasiones y muertes que exhiben con cinismo muchos católicos conservadores. Ya sé que dentro del marco de reflexión católico caben, en virtud de un libre albedrío del que carece el feto, este tipo de pareceres simultáneos, pero para quien no se mueve en dicho marco continúan resultando chocantes.
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Mucho más concierne a la dimensión jurídica del aborto su aspecto ético, lo referido a la concurrencia del derecho a decidir de la madre con la expectativa de vida (digna) del concebido no nacido. En el fondo, la regulación jurídica no prohibicionista viene principalmente a cohonestar en lo posible ambas posiciones igual de legítimas. Querer involucrar también en ello al padre, como sugería hace poco un tertuliano conservador de una televisión local andaluza, podría resultar creíble si no fuese evidente, por desgracia, que en la abrumadora mayoría de los casos quien termina cuidando y, caso de ser así, cargando con el bebé y los niños es la mujer.
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Con estos elementos, podemos aproximarnos ya a los motivos inspiradores de la regulación jurídica del aborto. Si se parte de una posición religiosa intransigente, su correlato normativo habría de ser la prohibición absoluta, su criminalización y consiguiente castigo. Por eso llama la atención que quienes, en vía de hipótesis, se colocan en este ángulo no se hayan rebelado contra la legislación anterior, que no era en absoluto prohibicionista. Si, por el contrario, partimos de premisas éticas, habremos de compaginar el derecho de libertad de la mujer y el derecho a la vida del nasciturus. Hasta ahora, la fórmula era dar prioridad al segundo como regla y otorgar, como excepción condicionada, supremacía al primero. La legislación actual parece haber invertido la ponderación, haciendo prevalecer de modo absoluto e incondicionado durante un tiempo prefijado el derecho a decidir de la mujer. ¿Por qué ha sido así?
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La respuesta a esta pregunta es la que nos coloca ya ante la dimensión estrictamente jurídica del aborto. A lo último que ésta se asemeja es a la producción limpia e inmediada de realidad. Me explico: lo que las leyes regulan no es lo que habrá de producirse sin más en los hechos. El silogismo «si la nueva regulación permite el aborto libre durante un plazo determinado gran parte de mujeres lo practicaran» resulta en esencia incierto. Propio del pesimismo conservador, que concibe al hombre como tendente por naturaleza al pecado y la protervia sino existen constricciones y penitencias que lo contengan, este razonamiento oculta dos realidades: primero, el carácter trágico y doloroso de la decisión de interrumpir el embarazo, que ya hace de dique de contención frente a una supuesta extensión arbitraria, y después, y sobre todo, que dicha nueva regulación no ha hecho sino responder al estímulo de la realidad, en lugar de pretender fabricarla.
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Sigo explicándome. La regulación estatal de una práctica social no es sino un intento de racionalizarla objetivamente con la finalidad de transmitir seguridad. Al protocolizar, simplificar y prevenir las acciones de los sujetos y de los organismos públicos, la vida social se organiza según parámetros calculables y previsibles. Desde luego tal regulación puede y ha de responder a premisas éticas y antropológicas determinadas, pero también es claro que desde los tiempos de las normas generales y abstractas es esa, la racionalización en pro de la seguridad, una de las funciones principales que el derecho desempeña.
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¿Qué quiero decir con ello? Pues, por ejemplo, que la prohibición absoluta del aborto no conlleva su desaparición, sino su desplazamiento a la clandestinidad, como acontece con la droga. Los conservadores, que cuando reflexionan económicamente tienen estos postulados muy en cuenta, los olvidan curiosamente cuando se trata de imponer conductas morales o identidades nacionales por decreto. En definitiva, la práctica del aborto desde la anterior ley hasta ahora no había revelado sino un fraude generalizado: el de justificar el aborto, dictamen psicológico mediante, invocando el riesgo de padecimiento mental o anímico de la madre. En la realidad, el aborto ya era libre durante las doce primeras semanas, pero tenía que contar con una autorización pericial expedida casi siempre de manera fraudulenta. Esto dejaba un flanco sin cubrir, pues era posible, como de hecho ocurrió, que a algún juez cruzado del catolicismo le diese por exhumar historiales de abortistas para rectificar los dictámenes psicológicos y condenar a las investigadas, cuyo derecho fundamental a la intimidad era vulnerado del mismo modo que se atropellaba la seguridad jurídica en su noción más elemental.
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De eso, entonces, se trataba y se trata: de garantizar tales derechos alterando la legislación para descriminalizar una práctica ya arraigada en la realidad. Habría, pues, de ser ésta el objetivo de los ataques católicos y no una legislación que ni ampara el asesinato de niños ―como aviesa y torcidamente denuncian carteles y eslóganes de la derecha― ni promueve códigos morales excluyentes. Aunque pueda sorprender a algún lector, creo que su aprobación es un gran tanto a favor de una joven y concienzuda ministra que dista de ser lo peor que hay en el gabinete que sufrimos.

domingo, 13 de junio de 2010

Beneficio, armonía y capital

En la definición del capitalismo encontramos dos elementos bien diferenciados entre sí: por una parte, es aquel sistema económico basado en el beneficio privado; por otra, se supone que la concurrencia entre intereses de lucro produce como resultado una distribución eficiente de los recursos y, por consiguiente, una razonable armonía social. Como puede apreciarse, el primer extremo es de carácter descriptivo, mientras que el segundo aspecto es de naturaleza valorativa e incluso desiderativa.

Quizá las conclusiones del análisis de nuestra desbocada actualidad económica dependan de cuál de ambos aspectos se enfatice, bien el del beneficio como única y excluyente regla, bien el de la armonía como resultante de la concurrencia. Mi humilde opinión es que resulta mucho más revelador emplear en los análisis la primera parte de la acepción del capitalismo, considerando la segunda una reminiscencia teológica ya insostenible, cuya función política es legitimar ideológicamente y enmascarar los efectos disolventes de la primera. Veamos algunos ejemplos de ello.

Hace ya casi dos años, en el verano de 2008, estalló una crisis a la que se hizo frente, primero, con inyecciones de liquidez multimillonarias por parte de los Bancos Centrales, y después, con fondos de reestructuración dispensados por los Estados con cargo a los contribuyentes. Se hizo con el pretexto de que eran entidades too big to fall, es decir, con la excusa de que su quiebra supondría el caos social, no con el argumento más sincero de la socialización de las pérdidas y la concurrencia económica sin riesgos, esto es, con el del aseguramiento del beneficio.

Hoy, los problemas de endeudamiento privado y de falta de liquidez persisten pese a las ayudas. Y toda esa política de salvamento en pro de mantener la armonía social ha enmascarado un negocio monumental: las entidades financieras han podido obtener fondos para reparar sus pérdidas a un 1% de interés que rápidamente han invertido en los mismos bonos de deuda emitidos para sufragarlos, bonos cuya rentabilidad, como se sabe, no ha parado de crecer.

En este último mes, casi todos los gobiernos europeos han aprobado unos planes drásticos de recorte del gasto público con el paradójico fin de 'tranquilizar a los mercados' para continuar colocando deuda. El destino fatal de tales medidas habremos de apreciarlo en unos ocho o nueve meses: las deudas solo se pagan si se tienen ingresos, y el nivel de éstos, tanto en el sector privado como en el público, se hundirá debido a la inflación, la subida de impuestos directos y el descenso de renta. Con lo cual, las deudas persistirán. Pero lo interesante es apreciar que dichos recortes se justifican alegando 'la prosperidad del mañana', cuando la función que están desempeñando, consciente o inconsciente, es ceder espacios públicos al negocio (beneficio) privado. Buena prueba de ello es que, hasta el momento y tras el decreto de recortes, el coste de colocación de la deuda española no ha cesado de incrementarse.

En otro orden de cosas, cuando se debate el asunto de la tributación de las rentas de capital, el frente liberal suele esgrimir el riesgo de la 'descapitalización de la economía': si se aumentan los gravámenes sobre las Sicav --vienen a decir-- los capitales se marcharán a otros países para invertir. El pretexto de fondo es siempre el mismo: el capitalista está interesado, en última instancia, en producir y vender su producto lo más óptimamente posible, lo cual, a la larga, produce un efecto de distribución y armonía que son la seña de identidad del capitalismo. Y si se aduce el beneficio, se da por entendido que éste proviene en exclusiva de este tipo de producción, pues el capital está abocado a invertirse para generar riqueza y, por ende, empleo y abundancia.

Las dudas no tardan en acudir: ¿está interesado realmente el capital en invertir en el tejido productivo cuando cuenta con medios para autorreproducirse especulando? ¿por qué teniendo un régimen tan privilegiado como el español --el que menos grava al capital de la OCDE-- tenemos una crisis tan monumental, superior a la de países con imposiciones al capital más elevadas? ¿cómo puede hablarse de descapitalización cuando nos referimos a un incremento del tipo de tributación en dos o tres puntos? Al tratar por igual una mínima subida y una confiscación en toda regla, ¿no supone eso una falta interesada a la lógica de la argumentación? En fin, ¿no podrían arbitrarse mecanismos que gravasen al capital improductivo y meramente especulativo y, en cambio, bonificasen al que invirtiese en la actividad económica real?

Pero claro, si se trata de garantizar y aumentar los beneficios privados, se están adoptando desde luego las medidas oportunas. No, empero, si se intenta garantizar una armonía de pequeños productores en sana competencia. La inminente reforma laboral, cuyo aspecto más sensible es la sustracción de la tutela judicial sobre los despidos, dos tercios de los cuales son hoy declarados improcedentes, habrá igualmente de demostrarlo: se creará una estructura productiva que garantizará aún más el beneficio, comprometiendo en cambio el aspecto armónico que también pretende predicarse del sistema capitalista.

sábado, 29 de mayo de 2010

República y violencia

En una charla digital mantenida ayer por Andrés Trapiello con ocasión de la nueva edición de Las armas y las letras, sostenía el escritor: "No sé si el alma, pero el motor de la segunda república fue la violencia".

Con semejante aseveración vuelve a ponerse en evidencia la confusión mental con que se aprecia nuestro pasado político. Téngase en cuenta que tratamos la opinión de un escritor competente, aunque a mi juicio bastante insulso, estudioso de la época al menos en su aspecto literario y lo suficientemente objetivo como para afirmar, frente a los equidistantes que nunca lo son en realidad, lo siguiente: "nadie debería dudar que las ideas por las que se combatió en uno y otro lado no podían ser más diferentes, en el de la República por los principios de la Ilustración (libertad, igualdad y fraternidad), fundamento de las democracias modernas, y en el de los sublevados por la conculcación de esos mismos principios, con la participación decisiva de curas, militares y capitalistas".

Si un intelectual experto en el asunto y de juicio además ponderado incurre en dicha confusión conceptual, si la mezcla de planos que ahora paso a indicar suele incluso ser frecuente entre historiadores tan consolidados como Santos Juliá, podemos imaginarnos la medida de su difusión en el conocimiento ordinario. Aunque consciente de su práctica esterilidad, y trayendo por una vez a estas líneas parte de mi labor profesional, intentemos revelar el equívoco que subyace a las consideraciones que ligan la Segunda República y la violencia política.

Para lograrlo hemos de responder primero a esta aparentemente sencilla, pero realmente espinosa, cuestión: ¿qué significa el enunciado "Segunda República"? Simplificando mucho el análisis, orillando la percepción que de ella pudieron tener los agentes históricos, creo que pueden aislarse dos sentidos bien diferenciados entre sí: en primer lugar, uno eminentemente historiográfico, a tenor del cual dicho enunciado viene a significar "el período de la historia política española que va del 14 de abril de 1931 al 18 de julio de 1936 (o al 1 de abril de 1939, en el caso de los territorios del bando republicano)"; y en segundo lugar, otro de contenido específicamente jurídico-político, que define la Segunda República como aquel "sistema político compuesto de las instituciones y regido por los principios consagrados en la Constitución de diciembre de 1931, desarrollados por la legislación parlamentaria y aplicados por la actividad burocrática y judicial".

La diferencia no es menor, porque mientras en la primera acepción es posible sostener que la República duró cinco años y constituyó un intervalo convulso, en la segunda resulta bastante más problemático. Expliquémonos.

Asociar el régimen republicano y la violencia política es legítimo cuando acotamos aquel tracto histórico y comprobamos el número y la proporción de atentados y delitos cometidos con finalidad política o con un contenido claro de revancha social. Lo que comienza a ser ideológico es pensar que esa efervescencia era un rasgo propio y genuino justamente de aquel período que arrancó en 1931. Quienes así proceden, desconectan la República de sus antecedentes y olvidan --descarada, deliberada o inconscientemente-- los atentados políticos y la represión institucional extralegal que se produjeron durante la Restauración, especialmente en 1909 y en los dos años posteriores a la revolución rusa.

¿Por qué, entonces, no se declara que "el motor de la Restauración fue la violencia" con la misma insistencia con que se vinculan República y caos? Pues porque, pese a ser incluso una aseveración más veraz --de hecho, se aplicó con mucha mayor intensidad la ley de fugas en tiempos de Alfonso XIII que de la República--, la ideología suele dominar al conocimiento, incluso al presuntamente científico. Y porque cuando se trata de la Restauración se traza una divisoria entre el Estado y la sociedad que no se emplea para los tiempos republicanos. Empleémosla nosotros, colocándonos así en la segunda de las acepciones del enunciado "Segunda República".

Si ésta equivale al Estado republicano --al "conjunto de instituciones y principios consagrados en la Constitución de 1931 y desarrollados por las leyes..."-- la primera y decisiva conclusión que debemos alcanzar es que República en España no llegó a haber, siendo su existencia la de un proyecto político que, aun necesitando para su despliegue de dos generaciones, fue desarrollado a tropezones durante no más de dos años.

Tras la victoria de las derechas en noviembre de 1933 prosiguió, desde esta perspectiva jurídica o estatal, un período antirrepublicano, caracterizado por concatenar estados de excepción con la consiguiente suspensión de derechos constitucionales y por derogar y rectificar toda la obra legislativa republicana (que no era sino la materialización normativa de los mandatos constitucionales). Tanto es así, que la famosa revolución de octubre de 1934 no fue sino la respuesta extrainstitucional a la iniciativa gubernamental de deshacer todo lo decisivo y transformador de la legislación del primer bienio. Por eso es tan falsa la afirmación conservadora y centrista (Juliá) de que las derechas en el 34 defendieron el orden político republicano frente a la revolución anarquista y socialista, cuando tales derechas llevaban desde enero de ese mismo año vaciando de contenido el orden constitucional, como vino también a demostrar el proyecto de 'reforma de la Constitución' de Lerroux de 1935, en el cual los capítulos de las autonomías, los derechos sociales, la propiedad y las relaciones Iglesia-Estado experimentaban, sino su directa supresión, sí una profunda revisión de efectos anulatorios en la práctica.

Lo que prosiguió a las elecciones de febrero de 1936, con buena parte de la izquierda social resentida por la rectificación de la república y por la brutal represión del 34, fue, en efecto, un período extrarrepublicano, donde unos y otros ya apostaban por soluciones ajenas a las instituciones y principios republicanos, si bien esta evidencia no borra el esfuerzo de otros muchos por reconducir la vida pública a dicho marco institucional, esfuerzo que solo terminó de arruinar el golpe de Estado.

Con lo antedicho la conexión entre República y violencia parece hacerse más compleja. No puede equipararse la violencia alojada en la sociedad con la ejercida por las instituciones, y dentro de esta última tampoco cabe confundir la violencia aplicada en el primer bienio republicano con la del segundo bienio antirrepublicano. Pero lo decisivo es, en efecto, deslindar violencia política ejercida por grupos sociales y violencia estatal. Solo esta segunda cabe atribuirla a la República, entendida en su segunda acepción. Cuando se habla del primer tipo de violencia, la social, malamente nos podemos referir a ella considerándola el motor del Estado republicano. Todas las evidencias apuntan, por el contrario, a que dicho Estado, manifiestamente débil y precario, hacía lo (im)posible por reprimirla y neutralizarla.

Más claro: para que la quema de iglesias y la República (como Estado) estuviesen estrechamente vinculadas haría falta encontrar alguna disposición legal, o al menos administrativa, que ordenase, por las razones que fuese, la quema de dichos edificios. ¿La había? De ningún modo: lo que hallamos son disposiciones que castigan especialmente ese tipo de actos vandálicos (v. Ley de Defensa de la República). Cuando el Estado nazi acometía actos de limpieza étnica, o infligía penas bárbaras por razones ideológicas, lo hacía en aplicación de la legislación vigente (una legislación, claro, tan laxa y evanescente como para amparar toda la arbitrariedad imaginable). El Estado republicano, por el contrario, no sancionaba en sus leyes ni la quema de conventos, ni la eliminación del adversario, ni el uso impune de la violencia para lograr fines políticos. Lo que hacía era justo lo inverso: condenar todas estas conductas, e intentar instituir un régimen pluralista y democrático, para acabar precisamente con el abuso crónico y estructural de la violencia política que había signado la historia española anterior.

Por eso, en suma, cuando se afirma que "la violencia fue el motor de la Segunda República", tal sentencia solo es (parcialmente) correcta si es idéntica a esta otra: "la violencia fue el motor de la historia política española de 1931 a 1936", pero es una clamorosa, malintencionada y politizada incorrección lingüística sin con ella quiere sostenerse que "la violencia fue el motor de la Constitución de 1931, de las instituciones y principios que en ella se consagraron, y de las leyes y reglamentos que los desarrollaron".

A mi juicio, con la inclusión de este inapreciable pero decisivo matiz se aclaran muchas cosas que el lenguaje ordinario, y también el historiográfico, por torpeza y falta de disposición analítica, mantienen ocultas en beneficio conservador.

viernes, 28 de mayo de 2010

Veracidad

Como corren tiempos técnicos y estadísticos, buena parte de la verdad es objetiva, mal que pese a los relativistas. Las ideologías, los principios y las convicciones muy bien pueden obedecer a querencias personales, razones biográficas, consideraciones racionales o inclinaciones apasionadas. Pero los datos son los datos y su objetividad resulta indiscutible. Otra cosa es cómo se interpreten.


Todo el obvio preámbulo viene a cuento porque hoy leí un esclarecedor artículo sobre el funcionariado europeo que viene a desmentir, en general, todo el relato conservador acerca de la hipertrofia burocrática española, mucho más radicada, caso de existir, en la engolfada y expansiva masa de cargos de libre designación inflada por los partidos que en la nómina de funcionarios de carrera.


Si los datos que, negro sobre blanco, registra el citado artículo cuestionan cierto discurso oficial, viene a echar directamente por tierra algunos análisis recientes. Me refiero en concreto al que hace unas semanas publicó en El Mundo Víctor Pou Serradell, profesor de la Escuela de Dirección IESE, perteneciente a su vez a la Universidad que el Opus Dei tiene establecida en Navarra. En su artículo, titulado El fin de un modelo político estatista, se aseguraba que "hacia finales del siglo XIX, Grecia ya contaba con la burocracia mayor de Europa", mientras que "en la actualidad ... un millón de personas aproximadamente, o sea, un trabajador griego de cada cuatro es un empleado del Estado".


La realidad, por el contrario, es otra muy distinta: de 27 países europeos analizados, resulta que el que más funcionarios por habitante tiene es Suiza (1 por cada ocho), seguida de Finlandia, Letonia y Malta (1/9). Con un funcionario por cada doce habitantes figuran Francia y Bélgica, mientras que nosotros, en una discreta decimosexta posición, ascendemos a un funcionario por cada dieciocho, con la misma cifra que Alemania y un funcionario más per cápita que Italia. ¿Y Grecia, dónde está la estatista Grecia? Pues en el número veinte de la lista, con un funcionario por cada veinte habitantes. Si hacemos entonces los cálculos pertinentes, y dividimos sus 11.260.400 habitantes entre los veinte que corresponden a cada funcionario, resulta que el Estado elefantiásico griego cuenta con 563.020 funcionarios, prácticamente la mitad de lo que afirmaba el citado economista.


Estamos, en efecto, ante un problema. Se llama impunidad de la mentira y consiste en la sustitución de la información por la propaganda política. Sobre él, como rasgo consustancial de la sociedad del espectáculo, ya trató Guy Debord. Puede pensar el lector que ahora, en lugar de datos contrastables, exhibiré mis inclinaciones ideológicas, pero el caso es que tengo la recurrente sensación de que la mayoría de todas estas falsificaciones (e invenciones) de datos --y hasta del mismo lenguaje-- proceden de la derecha. ¿Merecerían este tipo de falsedades alguna reprobación, algún tipo de control? Mi lado jacobino me dice que sí, pues creo que son perfectamente distinguibles la opinión y la transmisión de datos. Pero mi lado reacio a la autoridad me hace partidario de otro tipo de fiscalización, más espontánea y ciudadana.


Por eso, ya puestos, os confieso mi sueño académico. Creo que la frase más repetida por todos los políticos y periodistas en todos los debates y tertulias es la que, en beneficio propio, acude al "ejemplo de los países de nuestro entorno", ejemplo del que se saca una cosa y su contraria con el solo fin de sustentar las propias pretensiones. La cuestión es que el reiterado recurso a esta comparación suele ser directamente proporcional al desconocimiento de la realidad política, jurídica y económica de "los países de nuestro entorno".


¿Y mi sueño? Ahí va: un instituto de derecho y economía comparados dedicado precisamente a publicar (traducir) todo lo concerniente a datos, hechos y documentos en que se refleje la estructura jurídica y económica de dichos Estados, principalmente del alemán, que no por casualidad es el más citado. Y una de sus labores, claro, sería ejercer, a modo de observatorio, de censor de políticos y periodistas, publicando periódicamente las mentiras (propagandistas) que tanto unos como otros suelen poner en circulación cuando hablan de las experiencias y medidas adoptadas en los restantes países europeos. Una cura de nuestro enquistado provincianismo, vaya.

domingo, 23 de mayo de 2010

Socialismo y democracia

Hace muy poco, un visitante y comentarista, que seguramente había observado mal la galería de autoridades con que se presenta este portal, se sorprendía de que su autor se declarase socialista, partícipe y simpatizante de esa doctrina tan desfasada y totalitaria cuya barbarie e ineptitud práctica quedaron irrevocablemente demostradas en 1989.

Si no tendiésemos a occidentalizar toda nuestra realidad, el juicio anteriormente transcrito sería harto discutible, vista la alta probabilidad de que un régimen comunista, que se compone además de un sexto de la población mundial, sea la máxima potencia de aquí a un par de décadas. No es éste, sin embargo, el criterio del que humildemente me valgo para declararme socialista, sino más bien la aplicación de los parámetros de eficiencia, poder y éxito que emplean los conservadores y liberales para señalar como ejemplo a los Estados Unidos.

Mis baremos son otros, muy breves y sencillos, y por eso seguramente simplistas. Si el autor de estas líneas se proclama socialista es, contra lo que pudiese parecer, porque ama por encima de todas las cosas la libertad individual y entiende, como lo hacía su admirado Oscar Wilde, que dicha libertad solo florece universalmente cuando todos los sujetos sin excepción tienen las necesidades básicas resueltas, esto es, alimento, vivienda, vestido, profesión, educación, sanidad y renta disponible para una socialización igualitaria. Se trata, en efecto, de colocar a la economía en función del hombre, y no al revés, logrando la emancipación respecto de las necesidades perentorias para, una vez satisfechas, proceder a realizarse como mejor convenga, a través del arte, la amistad, la familia o la actividad comercial y la riqueza. Se trata, en suma, y como decía Albert Einstein, que no era estúpido, del reto de "superar la fase depredadora de la evolución humana". Y parece obvio que, en comparación con este sentido ilustrado de la libertad, la que propugnan los liberales no es más que una prerrogativa de las minorías cuyo despliegue necesita la subyugación (y depredación) creciente de las mayorías.

Pero hay más. Si me declaro socialista es porque antes soy demócrata. ¿Y por qué socialismo y democracia son inescindibles? ¿por qué las reglas básicas de la democracia --principio de la mayoría, comunidad de procedimientos, incertidumbre en los resultados-- solo pueden aplicarse en un contexto de homogeneidad económica? Pues por la elemental razón de que poca eficacia puede lograr una ley democrática en una sociedad económicamente dispar. Cuando existen minorías poderosas por su capital y poder acumulados, cualquier ley mayoritaria que pretenda retocar el statu quo se encuentra abocada al fracaso, según advera todo un repertorio de acontecimientos históricos repetidos desde 1919 hasta la misma actualidad. (Derecho de resistencia legítima al tirano y la opresión, denominaban desde Juan de Mariana hasta Ramiro de Maeztu este privilegio de desobedecer las leyes públicas que antaño correspondía a los aristócratas y desde el siglo XIX a los detentadores del poder social y económico. No por casualidad, junto a la propiedad privada y la libertad (comercial), era uno de los derechos sagrados y naturales declarados desde la Virginia de 1776 al París de 1789).

En definitiva, como estamos muy lejos de poder considerar satisfechas universalmente las necesidades perentorias, y como los contrastes económicos que obliteran la lógica democrática no cesan de aumentar, creo que siguen existiendo buenas razones para reivindicar el socialismo y la democracia, sin que ello suponga la más mínima complacencia con lo que tuvo de bárbaro la experiencia soviética.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Misceláneo

Solo tres apuntes, variados entre sí: uno sobre el bipartidismo, otro sobre la posible subida de impuestos a las rentas altas y, por último, otro, de nuevo, sobre el Estado del Bienestar.

Bipartidismo. Tras la II Guerra Mundial, y una vez compulsado el fracaso del principio de proporcionalidad en la organización de los parlamentos, se acuñó el axioma, de estirpe británica, a tenor del cual la gobernabilidad se garantiza solo mediante un sistema bipartidista en el que se alternen en el poder dos grandes y transversales agrupaciones de centro, con la consiguiente exclusión o postergación de las tendencias minoritarias. Algunos autores, como Giovanni Sartori, elevaron a categoría lo que no era sino una rectificación histórica. Pero, ¿tiene validez general dicha categoría?

Para ser exactos, no es éste el sistema vigente en España, país culturalmente plural que amplifica, en aras de la integración, la presencia parlamentaria de los partidos nacionalistas. Pero diríase que, en términos de opinión pública, el debate se halla en buena parte determinado por las reglas del bipartidismo. Muchas veces me pregunto si es ésta la distribución que mejor se ajusta a la fisonomía de la sociedad española. No solo es que encorsete el debate, simplificándolo e inscribiendo a los sujetos en dos bloques políticos. Es que a veces toma la forma de una guerra civil sin armas, donde hay que esperar cuatro años para tener el placer de una indolora pero visceral revancha. La diversificación real de la representación parlamentaria, ¿no contribuiría a enriquecer de matices el debate y a firmar un armisticio en el que se excluyese el sectario y permanente choque de trenes?

Impuestos. Parece que es inminente una subida impositiva a las rentas más altas. Si se adopta finalmente, Zapatero y su gobierno, a mis ojos, no harán sino continuar hundiéndose en el descrédito. De llegar, desde luego la celebraré. Pero la interpretaré como un síntoma más de la falta de dirección en este país, de la inseguridad, los titubeos y la falta de identidad política de nuestra dirigencia actual. Y, sobre todo, la entenderé como una decisión forzada por las circunstancias, después de que Portugal y hasta Francia --ambos con intervención conservadora-- hayan tomado la iniciativa, y como una resolución netamente electoralista, inspirada en el miedo a perder votos, mas no en un criterio rector de tono socialista.

Estado del bienestar. Almorzando hoy con uno de mis más queridos maestros, me transmitía éste un interrogante de esos que parecen poner fin a toda discusión. Seguramente el colega Non Sola Scripta podrá rebatirlo con estadísticas y datos fiables, pero he de confesar que su plasticidad, lo impactante de su imagen, deja pocas dudas a la respuesta. Ahí va: "¿cómo se explica que en la Europa devastada y apremiante de la segunda posguerra fuese posible edificar todo un Estado del bienestar, que ahora, con una renta per cápita, una productividad, una riqueza y una estabilidad notablemente superiores, ha devenido insostenible?"

La respuesta, claro, se encuentra en 1989. Aunque con sentido e intenciones contrapuestos, he leído tal parecer en autores conservadores y progresistas, y yo humildemente, en algún comentario y en alguna nota al pie, he dejado constancia de él. El Estado del bienestar, en efecto, era el reflejo institucional en Occidente del régimen comunista instaurado en la Europa Oriental. Todo un mastodonte armamentístico e industrial decía solidarizarse con la clase trabajadora internacional, que por tanto no convenía expoliar con descaro y sin prevenciones.

Mi maestro lo aseveraba más gráficamente: "los tanques del ejército rojo se encontraban en Berlín".

jueves, 13 de mayo de 2010

El esfuerzo de todos

Sin tiempo siquiera para descansar, metido como estoy en una espiral de escritos, materiales de clase, lecciones e idas y venidas entre mi antigua residencia y mi actual querida ciudad, me es imposible llevar con un mínimo de regularidad este portal. Al final las devociones son arrinconadas por el peso de las obligaciones, pero como en definitiva es esta una página de desahogos, cuyo autor vierte en ella palabras más por necesidad que por deleite, no puedo menos que aparcar otros post abocetados para cuando goce de tranquilidad y dejar ahora constancia por escrito de mi opinión frente al ajuste del gasto público anunciado ayer por el presidente.

Para entender la dimensión del déficit, que de todas maneras continúa siendo sensiblemente menor al de países como Inglaterra, conviene refrescar la memoria y situarnos en los años 2007-2008, en el tramo final de la primera legislatura de Zapatero, para observar las decisiones de un ministro de finanzas neoliberal y las medidas adoptadas por el sedicente socialdemócrata que todavía hoy dirige el gobierno.

El primero se despidió de su cargo con la supresión del Impuesto de Patrimonio (1.600 millones de €), una nueva bajada en el tipo máximo del IRPF (del 45 al 43, que supuso dejar de ingresar unos 4.000 millones de €) y un descenso en el tipo del Impuesto de Sociedades (del 35 al 30, con la consiguiente pérdida para las arcas públicas de unos 6.000 millones de €). En rigor, y contempladas las cosas desde la perspectiva del anterior régimen fiscal, nos encontramos ante una trasferencia de renta por parte de la colectividad en su conjunto a la minoría acaudalada, a aquella que tributa (no que percibe en la realidad) por ingresos superiores a 60.000€ anuales, o por facturar más de 8 millones de euros en su empresa o por poseer patrimonios con un valor catastral (no real) superior a un millón de euros. ¿A qué se debió dicha trasferencia de renta?

No hubo, como gusta decir a nuestros conservadores, 'demanda social' que la exigiese. La excusa proclamaba que 'había margen y superávit' para acometerlas, lo cual significa una percepción absolutamente deformada de la realidad, pues desde la vía ferroviaria hasta los hospitales habrían agradecido inversiones que, sin embargo, devinieron imposibles. Mi convicción ha sido siempre que, al menos en parte, jugó su papel el hecho de que nuestros notables y pudientes gobernantes quisiesen adelgazar un poco sus tributos. Si calculamos la proporción de dirigentes afectados por las bajadas y las comparamos con la de ciudadanos beneficiados por ellas podremos comprobar que, mientras contentaron a una exigua minoría social, en la política oficial, desde la Garmendia hasta Sebastián, pasando por Rubalcaba y por todo el ala azul del hemiciclo, casi todos vieron su minuta de hacienda sensiblemente reducida.

Pero junto a esta burda auto-bajada de impuestos, también jugó su papel el dogma neoliberal según el cual estimular a las rentas más altas, a las productoras de oferta, redunda en beneficio de la economía, pues los ingresos no tributados se reinvertirán probablemente en el tejido productivo. Ya se ha visto que no es así, no solo aquí, sino sobre todo en los EEUU, donde practicaron hasta la extenuación las políticas de estímulo de la oferta. Y no ha sido ni puede ser así principalmente por dos motivos: porque, con un mercado especulativo que quintuplica la economía real, el capital se reproduce a sí mismo con más facilidad, rapidez y rentabilidad sin necesidad de invertir un solo real en la economía productiva; y porque, en la cínica creencia de que la armonía llega por el acuerdo libre de las voluntades, no existe un solo mecanismo legal que obligue a las empresas a reinvertir parte de sus beneficios en el tejido económico real, como sí sucede en otros países como --oh, escándalo-- Bolivia.

Así que gracias al ministro liberal nos adentramos en la crisis con 12.000 millones de euros menos, que depositamos en los escuálidos monederos de gente como Florentino Pérez, Botín y la duquesa de Alba. Pero la interpretación demagógica, populista, insolvente y zafia que Zapatero hizo de la filosofía socialdemócrata justo en tiempo electoral nos hundió aún más en la miseria. Primero fueron los 400€, infeliz invento del indocumentado Sebastián, que se tradujo en otros 5.000 millones de € menos y, por supuesto, en un impacto nulo sobre la economía real: ¡como si una derrama de 30€ mensuales fuese a levantar al país! Y después se sumaron los 2.500 € por nacimiento, sin distinción alguna de renta y necesidad y, de nuevo, entendiendo, more posmoderno, que la socialdemocracia equivale a cheques en metálico para que te busques por tu cuenta la vida en lugar de garantizar toda una red estable de servicios públicos prestados por profesionales bien remunerados.

Así las cosas, nos adentramos en la segunda legislatura con cerca de 20.000 millones de € menos. Solo para el presidente y sus consejeros la crisis resultaba impredecible. Toda la ciudadanía, en cambio, la veía venir. En los primeros meses, cuando comenzó la oleada de expedientes de regulación de empleo, el Ministerio de Trabajo llegaba a autorizar prejubilaciones de Telefónica a empleados de menos de cincuenta años, con el consiguiente coste para el Estado y la descarga ulterior para la corporación, que no por casualidad está presentando beneficios estratosféricos. Poco después se aprobó el igualmente propagandista y multimillonario Plan-E, costoso programa de parches que pronto se reveló incapaz de crear o estabilizar estructuras productivas. Y, entre medio, como bien recordaba Mar Fernández hace unos días, nos pegábamos el homenaje igualmente multimillonario de la 'corazonada-cabezonada' de Gallardón para llevar a Madrid los Juegos.

En fin, como puede apreciarse, por responsabilidad exclusiva de una política errática, derrochadora y carente de sentido social hemos ido a parar a una situación deficitaria y alarmante. El impacto que en la economía ha tenido cada euro gastado ha sido prácticamente inapreciable, exceptuando las subvenciones directas a la compra de automóviles, cuyo éxito no demuestra sino que el principal ajuste para reflotar la economía hubiera de realizarse por la vía de los precios, pues demanda, haberla, hayla.

Pero, para remediar el efectivo entuerto, ¿era éste el mejor camino? Creo sinceramente que no: tanto las imposiciones a Grecia como las sugerencias imperativas a España, además de haber puesto de relieve que vivimos mucho más bajo la dictadura del capital que bajo sistemas democráticos de soberanía popular, cuentan con el alto riesgo de producir un efecto de estancamiento de la economía por enfriamiento de la demanda.

Ahora bien, ¿existían más vías que las impuestas? Probablemente no: con un Estado sin presencia alguna en el sector productivo, esto es, sin capacidad alguna para generar sus propios recursos y riquezas más allá de los que buenamente provea el mercado libre, los organismos públicos están a merced de los inversores y de los compradores de deuda. Aquí, y en toda Europa, era imposible un gesto como el de Chávez, cuando se negó a pagar una deuda acordada por una minoría oligárquica sin representatividad y condicionada por el acreedor, el FMI, a la adopción de duras reformas neoliberales.

Solo una relativa autosuficiencia económica puede permitir al Estado desembarazarse de las constricciones, muy pocas veces justas, equilibradas y racionales, del capital. Y como no se tiene, la única vía es la de los ingresos y la del gasto. Que solo se haya tomado esta segunda vía, recortando en dependencia, ayuda al desarrollo y pensiones, sin que se intente siquiera como gesto simbólico retocar los primeros para revertir su situación, al menos parcialmente, a la que tenían en 2006, es precisamente lo que desmiente la vacía proclama del presidente de que el esfuerzo lo 'haremos entre todos', y principalmente las 'rentas más altas'.

En mi opinión, este señor ni representa a la mayoría ni goza de la credibilidad y la autoridad moral indispensables para seguir gobernando. Es precisamente este reparto tan desigual, y no la soportable merma de 100 o 200€ en nuestros salarios, lo que justifica por completo una huelga general.

Y, mientras, en los medios, con su consueta tendencia a buscar acciones racionales donde no existe más que irracionalidad, se anunciaba a primera hora de la mañana que la Bolsa había recibido con un repunte del 2% las medidas, y todavía por la tarde, cuando ya apenas subía lo que una jornada normal (un 1%), había algún diario poco independiente que recordaba el 2% matinal, sin poner al descubierto la verdad, que es la completa independencia y el absoluto descontrol del capital --o sea, de los sujetos y corporaciones que lo poseen y gobiernan-- respecto del trabajo, el esfuerzo y las reglas mínimas de la democracia.

Mal vamos, pues se está larvando un deseo insano de regreso de la autoridad para poner orden en dicho descontrol y transmitir seguridad que probablemente acabará materializándose, como siempre, del modo más monstruoso imaginable.

PS. He ido observando a lo largo del día las reacciones y efectos del anuncio de ayer. Parece que los sindicatos, como no podía ser de otra forma, comienzan a responder. Y el gobierno portugués, mucho más consecuente, y con el apoyo además de los conservadores, adopta medidas en las que se combina congelación (no reducción) salarial, subida de IVA, pero también incremento de tipos máximos en impuestos sobre la renta y de sociedades. De otra forma no se comprende ni se justifica.

PS2. Un escenario posible, ante la imprevisión gubernamental y la voracidad capitalista: una pareja de funcionarios, o de asalariados después de que la bajada se trasfiera también al sector privado, con una rebaja sensible de sus salarios de aproximadamente 400€, con una hipoteca en estos momentos soportable, ¿a qué horizonte se enfrenta cuando la inflación europea haga subir los tipos y cuando aquí, para compensar pérdidas y por efecto de la alzada del IVA, suban también los precios?¿con cuánta gente llevando una economía de guerra y estricta supervivencia se mantiene esto en pie?