miércoles, 23 de marzo de 2011

Guerra, lenguaje y política de partidos

Una ocasión como la presente, de guerra de algunas potencias "contra un dictador", ofrece una oportunidad inmejorable para reflexionar acerca de la naturaleza propagandística de la información y también sobre las mediaciones políticas de nuestra percepción.

La premisa fundamental, que es la falta absoluta de información veraz acerca de lo que sucede en Libia, jamás resulta enunciada. En lugar de acabar con nuestro desconocimiento, los titulares periodísticos y las opiniones de tertulianos transmiten una imagen esquemática y sesgada del conflicto. Se afirma, por ejemplo, que con esta intervención se trata de "bombardear a Gadafi" (Sarkozy dixit). Como se comprenderá, semejante frase no sirve ni como metáfora que oculte la realidad, que no es otra sino esta: lanzamiento de misiles y bombas sobre infraestructuras, el ejército y la población civil que apoya al dictador.

Otra de las expresiones que sirve tanto para desinformar como para legitimar la guerra pretexta que "Gadafi estaba masacrando a su pueblo", que esta guerra es para evitar "las matanzas de un dictador contra su sociedad civil". Tales asertos resultan discutibles. Es, sin duda, una ficción malintencionada pintar aquel conflicto como la oposición entre un asesino y su pobre pueblo. Si así fuese, si los enunciados anteriores describiesen con un mínimo de fidelidad la realidad, no habría que intervenir en absoluto, pues ya se bastaría y se sobraría todo un pueblo para derrocar a un gobernante asesino. Parece, por el contrario, que, pese al lenguaje preformativo, todas las evidencias muestran una guerra civil entre una parte considerable de la población que apoya al dictador contra otra no menos numerosa.

Llegados a este punto, se llega entonces a otro nivel argumental. Se reconoce, en efecto, que en Libia se estaba librando una guerra civil. ¿Qué hemos hecho entonces nosotros? Según los partidarios de la intervención, "impedir una masacre" por parte de Gadafi, no ya contra toda su población, que es una mentira descarada, sino contra los rebeldes. Esto puede encerrar parte de verdad, pero la afirmación requiere ser completada, pues hemos impedido, efectivamente, la victoria del bando oficial, pero a costa de abrirle el paso al bando rebelde, que avanza a golpe de cañón y balas y probablemente masacrando a la parte de la población que apoya a Gadafi.

La intervención extranjera, pues, no ha venido a evitar una guerra civil, sino a recrudecerla alterando su desarrollo e inclinando la balanza a favor del bando que presumiblemente iba a ser derrotado. Pocos son los periodistas y políticos que llegan hasta este punto, porque si lo alcanzan, se impone entonces un interrogante que nadie llega a responder con datos fehacientes: ¿cuáles son las razones materiales que nos llevan a apoyar al bando sublevado en detrimento del bando gubernamental? Como respuesta, solo puede leerse la vaga y tímida contestación siguiente: "la intervención es legítima y justa porque la facción rebelde, a semejanza de lo contemplado en las restantes revueltas árabes, lucha por la libertad y la democracia".
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¿Se está seguro de eso? ¿Hay algún periodista, corresponsal o tertuliano que haya realizado una descripción solvente de la naturaleza y reclamaciones del colectivo rebelde? Hasta donde llevo leído y escuchado, no. Por eso es éste mi principal reparo a la actual intervención. Quienes asimilan a los rebeldes libios a los manifestantes de El Cairo o Túnez van contra la evidencia de que en ningún momento, al menos que yo sepa, han circulado imágenes de marchas y concentraciones multitudinarias clamando por reformas democráticas en las plazas públicas. En Libia, prácticamente desde el comienzo, lo que hemos apreciado ha sido a un colectivo armado intentando tomar el control sobre parte del territorio. De hecho, por lo poco que he podido leer de análisis riguroso, parece que la conflictividad responde a tensiones de carácter regional, de dominio de élites sobre sus propios recursos y territorios con independencia del gobierno más que de masas reivindicando apertura democrática para toda Libia.

Pues bien, si el análisis de la conflagración queda empañado por un lenguaje simplificador, esquemático y legitimador, en última instancia, de la guerra, ya en España se arruina del todo por la pantalla distorsionadora del enfrentamiento entre los dos partidos mayoritarios. Lo que prima por estos lares es, desde la derecha, demostrar que Zapatero ha sido, una vez más, incoherente, ahora respecto de su negación a la guerra de Irak, y, desde el liberalismo social (PSOE), subrayar las diferencias entre esta intervención y la realizada contra Sadam Husein. Un problema de tanta gravedad resulta así absorbido por nuestra cansina dialéctica bipartidista, no dejando espacio ni lugar alguno a la reflexión y el análisis desapasionados.

Axfisiante, pues, tanta deformación lingüística y tanto debate preconstruido, y si no lo creen, asómense a cualquier tertulia vociferante de nuestras noches televisivas. No se aprende ni se obtiene la más mínima reflexión instructiva, entre otras cosas, porque cuando alguien independiente va a pronunciarse ya se encargan de interrumpir los mercenarios disfrazados de tertulianos.

lunes, 21 de marzo de 2011

Dos modelos para la crítica política

Para C. G.

Acabo de pasar una semana en Madrid bien intensa. Leyendo manuales de derecho político franquista por las mañanas para un próximo artículo y disfrutando con colegas de veladas nocturnas en las que si no de derecho, sí conversamos abundantemente de historia y política. Una de ellas, la más prolongada y apasionada, la pasé junto a un querido colega, que me presentó a su vez a un interesante profesor italiano, y ahí que compartimos los tres una estupenda cena centroeuropea, con dilatada sobremesa en el Círculo de Bellas Artes, charlando acerca de vinos, lugares, libros e ideas, sobre todo de ideas.

Precisamente debatiendo acerca del concepto de liberalismo, de su estatuto político real, de sus diferencias históricas respecto del Antiguo Régimen y de sus relaciones con el concepto de Estado, el colega italiano lanzó una pregunta que me dejó meditando durante un par de días: "porque, al fin y al cabo, se necesita adoptar un modelo político que nos sirva para interpretar y criticar tanto la realidad histórica como nuestra actualidad circundante", vino a sugerir, inquiriéndonos seguidamente con un "¿cuál es el vuestro?".

Yo contesté apresuradamente que la "democracia constitucional", a lo que mi amigo me contestó con razón que eso puede suponer el peligro de deslizarse por la pendiente acrítica que termina apoyando guerras para la defensa de los derechos humanos. En efecto, adoptar como modelo de referencia la democracia constitucional puede implicar una inscripción "orgánica" en el sistema actual, sobre todo si se adopta la retórica de su progresiva generalización, pero también cabe que suponga una confrontación crítica respecto del régimen que sobre todo en los últimos tiempos venimos padeciendo.

En efecto, partir de la democracia constitucional, tal como la entiende, por ejemplo, su más ilustre sintetizador, Luigi Ferrajoli, implica, en mi opinión, dos cosas fundamentales: garantizar los instrumentos y derechos necesarios para la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones de resonancia colectiva, por un lado, y por otro, determinar funcionalmente el poder y su derecho, solo legítimos en la medida en que promueven el pluralismo y las libertades individuales. Pues bien, ni una cosa ni la otra, pese al mandato constitucional correspondiente, son satisfactoriamente resueltas en los sistemas políticos actuales de corte occidental.

Lo primero porque en el estímulo de la decisión política y en la generación de opinión pública juegan hoy mucho más las coacciones corporativas que las exigencias ciudadanas, reduciéndose la democracia en muchos casos a un periódico escrutinio electoral de todas formas nada desdeñable, pues al menos permite desalojar a quienes han defraudado las expectativas en ellos depositadas. Si, por un lado, esta adscripción política y procedimental justifica la celebración de la garantía de derechos colectivos como el de reunión y asociación, por el otro, en cambio, fundamenta la crítica a la polarización de la opinión pública operada por la oligarquía mediática o por el esquematismo partitocrático, así como presta base a los reparos planteados a los recortes tremendos sufridos por los poderes sindicales.

Y lo segundo, lo de promover las libertades, tampoco queda ni mucho menos satisfecho en la actualidad europea u occidental. Tanto el discurso de la seguridad como el de la lubricación de los mercados, dos caras de la misma moneda según enseñó Foucault en su Biopolítica, convergen en su común consecuencia de recortar las libertades, y desde la lógica de la democracia constitucional cabe desde luego oponer objeciones a esta deriva. Desde estas premisas, por ejemplo, los derechos sociales comparten el mismo rango fundamental de los individuales. Ellos suministran las condiciones materiales para el disfrute de cualquier libertad y para la misma participación política democrática. Sacrificarlos en nombre de índices macroeconómicos o de la libertad abstracta de los neoliberales, siempre compatible con la discriminación y la subyugación jerárquica de sujetos concretos, no puede sino resultar una práctica rechazable desde el enfoque democrático-constitucional. Al igual que lo son otras prácticas ya habituales entre nosotros, como el encerramiento prolongado de personas por el hecho de ser inmigrantes o la prohibición persistente de partidos políticos por meras sospechas y por cálculo político.

En definitiva, adoptar como modelo la democracia constitucional, que si bien es de carácter legalista, por democrática, también permite actuar al poder judicial conforme a los principios rectores de la política estatal, reconociéndole así cierto margen de positiva discrecionalidad, adoptar este modelo, digo, significa entonces adoptar asimismo una actitud crítica en relación a nuestro presente político. ¿Y resulta tal modelo universalizable o espontáneamente generalizable? Creo que no, porque su preferencia en mí deriva de unas coordenadas culturales y vitales específicas que no pueden extrapolarse sin más, mucho menos si tal generalización implica acciones contrarias al propio modelo, esto es, impuestas desde arriba y, por tanto, antidemocráticas, y vulneradoras de derechos individuales y colectivos y, por consiguiente, anticonstitucionales. Ahora bien, no por ello caigo en un relativismo absoluto ni dejo de creer, en términos ahora sí universales, que una comunidad política donde sus miembros tengan algo que decir en la gestión de los intereses colectivos y donde, además, se respeten y promuevan sus libertades, comenzando por las condiciones materiales para su disfrute, goza de mayores cotas de bienestar que otra que no cuente con tales características.

¿Y por qué entonces titulaba el post como "dos modelos para la crítica política"? Porque tampoco estoy seguro de adherirme por completo al sistema teórico de la democracia constitucional. En el fondo siento este sistema como el políticamente más hábil para combatir el poder concentrado, que hoy es fundamentalmente el económico, en nombre de la libertad extendida a todos. Por eso suelo polémicamente autodenominarme jacobino, porque defiendo la soberanía del poder público democrático frente a cualquier poder privado particularista, algo que necesita recuperarse para luchar contra la actual privatización del poder público.

Pero no es sino detrás de este combate cuando aparece para mí el modelo verdaderamente alternativo a la alienación y automatismo propios de nuestros regímenes reales. No es, sin más, el de la sociedad comunista y sin clases, porque en él la riqueza es perfectamente posible como fruto del mérito y siempre que no implique la instrumentalización en propio beneficio de semejantes. Es más bien el de una "vida natural", semejante a lo que Hegel quería designar al hablar del Sonntag des Lebens (el domingo de la vida), cuando las obligaciones, las responsabilidades y las servidumbres que determinan nuestra existencia entran en suspenso y nos reencontramos a nosotros mismos, a nuestros iguales, al amor, la naturaleza, la amistad, el arte, la vocación y, en definitiva, la libertad.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cambio de look, cambio de nombre y salida del armario

Queridos Meinezeitianos, he decidido actualizar un poco mi blog, sirviéndome de una nueva plantilla que estimo más o menos acorde con los contenidos aquí publicados. He resuelto también firmar ya con mi nombre propio, conocido por la mayoría de quienes frecuentan este portal: Sebastián Martín, para más señas, investigador de historia del derecho en la Universidad de Sevilla. Como he dejado de emplear mi heterónimo, también dejaré de hacer referencia a él en el título del blog, que pasará a llamarse criticademitiempo.blogspot.com. En él, como hasta ahora, colocaré mis reflexiones críticas sobre teoría y actualidad políticas y, en menor proporción, mis incursiones en la crítica cultural. Para intervenciones y polémicas más directas, con nombre y apellidos y descendiendo más a la arena de lo inmediato, tengo el blog secundario, aunque también activo, de polemizandoconignaciocamacho.blogspot.com.

Un abrazo a todos
Sebas

Y en cuanto edite la foto me quito la servilleta, que no tenía ninguna otra a mano en el portátil!