domingo, 10 de febrero de 2008

Instantáneas personales

Hace aproximadamente una semana acabé mi tesis doctoral. Lo que en principio iba a ser un estudio biográfico sobre un jurista de segunda fila de la Europa de los años veinte y treinta se ha convertido, al final, en un ensayo sobre las transformaciones del liberalismo en el momento de la socialización democrática. La conclusión no ha podido ser más amarga. En términos estrictos y materiales, en Europa no existe democracia hasta que las constituciones de entreguerras, empezando por la alemana de Weimar de 1919, sancionan el sufragio universal, incluido el femenino. Tampoco había ni un solo intento de protección institucional de los desfavorecidos que contase con su opinión y sus aspiraciones. Lo único que se había ensayado, además de tener una naturaleza despótica y paternalista, tenía como primordial propósito neutralizar una presencia molesta y disturbadora de la paz de los propietarios, del famoso 'orden público'. En una palabra: ante este contexto de democracia y políticas sociales el camino optado por el liberalismo fue el de la defensa violenta, grupos militares mediante, de sus propios privilegios. La sociedad actual no se comprende si no se acepta que, en buena medida, fue engendrada por esa reacción virulenta del poder social contra las medidas democráticas. Uno de los exponentes más inteligentes del socialliberalismo, actual presidente del INE, lo sugiere cuando admite que, de aspirar a objetivos más ambiciosos, la misma democracia se arruinaría. El problema es que entonces no hay democracia que valga, sino gestión de una situación de poder dada. Con tales planteamientos, como puede observarse, los primeros que condenan a la resignación o a la revolución derrotada a la izquierda son aquellos que se llaman liberales y demócratas. En uno de sus magníficos textos sociológicos de los años cuarenta, Francisco Ayala ya afirmaba que el liberalismo no dudaba un minuto en 'salir al paso de la democracia en cuanto ésta trata de realizarse radicalmente'. La entidad y autenticidad del gobierno democrático sólo pueden calibrarse cuando sus medidas afecten al poder social; mientras, no es más que su cómoda y soporífera correa de transmisión.
Hace poco me decía un aparcacoches que ojalá entrase Rajoy para poner orden en España y 'echar a todos estos inmigrantes que nos ha colado ZP por la puerta de atrás'. Lo curioso es que hablaba con un compañero de fatigas marroquí a su lado, quien lo miraba entre perplejo y ausente. Lo penoso es que no llegase siquiera a percibir que su destino en un régimen autoritario sería el de ser un sicario o el de ser liquidado.
En un reciente almuerzo familiar, un pariente militar me decía que sólo debe obediencia al Rey. Siempre representaba al ejército como fuerza unitaria frente a la estéril controversia permanente de los partidos y la democracia parlamentaria. Trasunto institucional de la unidad de España, el ejército todavía custodia, según las palabras de este pariente mío, la esencia de la patria contra sus eventuales enemigos, aunque éstos aparenten ser sus mismos representantes. Habría que ir con micrófonos y cámaras para conocer los discursos con los que los oficiales arengan a sus subordinados. Quizá nos soprenderíamos al conocer el rancho espiritual que mantiene en pie a nuestros soldados.
Esta semana leí con gran desazón que Javier Ortiz dejaba sus Apuntes al Natural. Qué pocos van quedando ya. El día que no tengamos su auxilio, ni que haya nadie que atesore las cualidades de la crítica frente al poder, la generación de la treintena se va a sentir muy desolada.

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