lunes, 21 de marzo de 2011

Dos modelos para la crítica política

Para C. G.

Acabo de pasar una semana en Madrid bien intensa. Leyendo manuales de derecho político franquista por las mañanas para un próximo artículo y disfrutando con colegas de veladas nocturnas en las que si no de derecho, sí conversamos abundantemente de historia y política. Una de ellas, la más prolongada y apasionada, la pasé junto a un querido colega, que me presentó a su vez a un interesante profesor italiano, y ahí que compartimos los tres una estupenda cena centroeuropea, con dilatada sobremesa en el Círculo de Bellas Artes, charlando acerca de vinos, lugares, libros e ideas, sobre todo de ideas.

Precisamente debatiendo acerca del concepto de liberalismo, de su estatuto político real, de sus diferencias históricas respecto del Antiguo Régimen y de sus relaciones con el concepto de Estado, el colega italiano lanzó una pregunta que me dejó meditando durante un par de días: "porque, al fin y al cabo, se necesita adoptar un modelo político que nos sirva para interpretar y criticar tanto la realidad histórica como nuestra actualidad circundante", vino a sugerir, inquiriéndonos seguidamente con un "¿cuál es el vuestro?".

Yo contesté apresuradamente que la "democracia constitucional", a lo que mi amigo me contestó con razón que eso puede suponer el peligro de deslizarse por la pendiente acrítica que termina apoyando guerras para la defensa de los derechos humanos. En efecto, adoptar como modelo de referencia la democracia constitucional puede implicar una inscripción "orgánica" en el sistema actual, sobre todo si se adopta la retórica de su progresiva generalización, pero también cabe que suponga una confrontación crítica respecto del régimen que sobre todo en los últimos tiempos venimos padeciendo.

En efecto, partir de la democracia constitucional, tal como la entiende, por ejemplo, su más ilustre sintetizador, Luigi Ferrajoli, implica, en mi opinión, dos cosas fundamentales: garantizar los instrumentos y derechos necesarios para la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones de resonancia colectiva, por un lado, y por otro, determinar funcionalmente el poder y su derecho, solo legítimos en la medida en que promueven el pluralismo y las libertades individuales. Pues bien, ni una cosa ni la otra, pese al mandato constitucional correspondiente, son satisfactoriamente resueltas en los sistemas políticos actuales de corte occidental.

Lo primero porque en el estímulo de la decisión política y en la generación de opinión pública juegan hoy mucho más las coacciones corporativas que las exigencias ciudadanas, reduciéndose la democracia en muchos casos a un periódico escrutinio electoral de todas formas nada desdeñable, pues al menos permite desalojar a quienes han defraudado las expectativas en ellos depositadas. Si, por un lado, esta adscripción política y procedimental justifica la celebración de la garantía de derechos colectivos como el de reunión y asociación, por el otro, en cambio, fundamenta la crítica a la polarización de la opinión pública operada por la oligarquía mediática o por el esquematismo partitocrático, así como presta base a los reparos planteados a los recortes tremendos sufridos por los poderes sindicales.

Y lo segundo, lo de promover las libertades, tampoco queda ni mucho menos satisfecho en la actualidad europea u occidental. Tanto el discurso de la seguridad como el de la lubricación de los mercados, dos caras de la misma moneda según enseñó Foucault en su Biopolítica, convergen en su común consecuencia de recortar las libertades, y desde la lógica de la democracia constitucional cabe desde luego oponer objeciones a esta deriva. Desde estas premisas, por ejemplo, los derechos sociales comparten el mismo rango fundamental de los individuales. Ellos suministran las condiciones materiales para el disfrute de cualquier libertad y para la misma participación política democrática. Sacrificarlos en nombre de índices macroeconómicos o de la libertad abstracta de los neoliberales, siempre compatible con la discriminación y la subyugación jerárquica de sujetos concretos, no puede sino resultar una práctica rechazable desde el enfoque democrático-constitucional. Al igual que lo son otras prácticas ya habituales entre nosotros, como el encerramiento prolongado de personas por el hecho de ser inmigrantes o la prohibición persistente de partidos políticos por meras sospechas y por cálculo político.

En definitiva, adoptar como modelo la democracia constitucional, que si bien es de carácter legalista, por democrática, también permite actuar al poder judicial conforme a los principios rectores de la política estatal, reconociéndole así cierto margen de positiva discrecionalidad, adoptar este modelo, digo, significa entonces adoptar asimismo una actitud crítica en relación a nuestro presente político. ¿Y resulta tal modelo universalizable o espontáneamente generalizable? Creo que no, porque su preferencia en mí deriva de unas coordenadas culturales y vitales específicas que no pueden extrapolarse sin más, mucho menos si tal generalización implica acciones contrarias al propio modelo, esto es, impuestas desde arriba y, por tanto, antidemocráticas, y vulneradoras de derechos individuales y colectivos y, por consiguiente, anticonstitucionales. Ahora bien, no por ello caigo en un relativismo absoluto ni dejo de creer, en términos ahora sí universales, que una comunidad política donde sus miembros tengan algo que decir en la gestión de los intereses colectivos y donde, además, se respeten y promuevan sus libertades, comenzando por las condiciones materiales para su disfrute, goza de mayores cotas de bienestar que otra que no cuente con tales características.

¿Y por qué entonces titulaba el post como "dos modelos para la crítica política"? Porque tampoco estoy seguro de adherirme por completo al sistema teórico de la democracia constitucional. En el fondo siento este sistema como el políticamente más hábil para combatir el poder concentrado, que hoy es fundamentalmente el económico, en nombre de la libertad extendida a todos. Por eso suelo polémicamente autodenominarme jacobino, porque defiendo la soberanía del poder público democrático frente a cualquier poder privado particularista, algo que necesita recuperarse para luchar contra la actual privatización del poder público.

Pero no es sino detrás de este combate cuando aparece para mí el modelo verdaderamente alternativo a la alienación y automatismo propios de nuestros regímenes reales. No es, sin más, el de la sociedad comunista y sin clases, porque en él la riqueza es perfectamente posible como fruto del mérito y siempre que no implique la instrumentalización en propio beneficio de semejantes. Es más bien el de una "vida natural", semejante a lo que Hegel quería designar al hablar del Sonntag des Lebens (el domingo de la vida), cuando las obligaciones, las responsabilidades y las servidumbres que determinan nuestra existencia entran en suspenso y nos reencontramos a nosotros mismos, a nuestros iguales, al amor, la naturaleza, la amistad, el arte, la vocación y, en definitiva, la libertad.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Sin duda el "periódico escrutinio electoral" es importante como depurativo (laxante) político (o de los políticos), pero el déficit democrático del sistema electoral español (circunscripciones, listas cerradas y bloqueadas, método D'Hont, etc.) suponen a mi modo de ver un problema nada desdeñable y a tener en cuenta en tu análisis. He dicho

Sebas Martín dijo...

Naturalmente suscribo tu opinión, sobre todo en lo que concierne a la pesada mediación de los partidos en los procesos selectivos de nuestros representantes. El sistema de listas abiertas contribuiría a desgastar un poco el dominio de aparatos que solo se preocupan de su propia reproducción. Y gracias, como siempre, por comentar!

Asterix dijo...

El último párrafo apunta directamente al paraíso en la Tierra: perdida la esperanza en el Dios que asegura nuestra inmortalidad, descienda el paraíso al mundo. Muy cristiano, amigo (como Hegel mismo: el Estado, Dios realizado). Y sin embargo, la vida es dura y la injusticia, el horror, la violencia, siempre existirán. Hegel nunca fue tan ingenuo como para pensar que no fuese así...

Sebas Martín dijo...

Muy buena respuesta crítica Asterix. Muy agudo eso de que resuena el cristianismo en mis palabras finales, aunque como bien señalas al principio ese anhelo de justicia puede que nazca de la convicción, anticristiana, de que no hay dios, ni más allá, ni recompensa para los justos, por lo que lo más honesto es tratar de pasar los pocos días que atravesamos por la vida lo menos amargados posible.
En cuanto al segundo argumento pesimista no estoy de acuerdo. Desde luego, no creo que sea posible erradicar la conflictividad en las relaciones sociales y humanas. Siempre habrá envidia, celos, soberbia, irracionalidad, pasión, etc. en nuestra relación con nuestros semejantes. Ahora bien, me niego a pensar que hay conflictos y desgracias 'naturales' y fatales. Eso se pensaba de la pobreza en el XIX, y se demostró que con reformas en lo económico y lo político era una desgracia removible.
Y un poco pienso igual de otros conflictos y desgracias. A lo mejor aquí universalizo y proyecto una experiencia pequeñoburguesa, pero a mi no me ha hecho falta matar, vilipendiar, anular, maltratar o aniquilar a semejantes para vivir. ¿Por qué hemos de considerar natural lo que para casi todos sería una barbaridad traumática?
Gracias por comentar y un saludo