martes, 23 de diciembre de 2008

Apuntes salvadoreños (II)

La inmigración y los afectos (oct. 2008)

Hace unos días, cuando iba camino del trabajo, tropecé con un antiguo compañero de la facultad. Abatido, me contaba las adversidades que su pareja, de nacionalidad rumana, estaba sufriendo para obtener un trabajo digno. Escuchando sus justificados lamentos, acudían a mi mente las aberrantes noticias que, desde hace meses, pueblan las secciones internacionales de cualquier diario.


A estas alturas, tras las miles de vidas ahogadas en el paso por mar hasta Europa, nadie negará el intolerable drama humano que supone el fenómeno migratorio. Otra cosa bien distinta es que exista un acuerdo sobre cómo afrontar este problema de muertes, desplazamientos forzados y marginación. A un alma cándida y racional pudiera resultarle un dilema fácilmente resoluble, con la condonación de la deuda externa y una inversión generosa y vigilante en cooperación y desarrollo. Las relaciones políticas y económicas transnacionales, sin embargo, no parecen guiarse por la racionalidad ni por la candidez.


De tenor bien diferente es la apreciación que aquí merece el inmigrante, siempre envuelto por una misteriosa capa de temor y productividad. Quizá lo que prime sea el miedo que suele suscitar la diferencia, difundido en España con pertinacia por aquellos medios informativos que insisten en asociar nacionalidad y criminalidad: «tres individuos de nacionalidad colombiana atracaron el pasado fin de semana cinco joyerías», se les oye relatar. De poco sirve para contrarrestar esta propagación de clichés la constatación de que la gran mayoría de inmigrantes vive, como puede, de su humilde trabajo.


No crean, en cambio, que la productividad de la población extranjera pasa inadvertida a nuestros dirigentes. La veda contra el inmigrante la abrió, sin duda, la llamada «directiva europea de la vergüenza», que, negándole el derecho de que gozamos los europeos a no ser encerrados sin previa sentencia judicial, lo convirtió en un sujeto infrahumano. Ahora interesa sólo en cuanto pueda contribuir, a bajo coste y sin causar molestias, a la producción de riqueza. Un ex-ministro conservador español denunciaba que los «inmigrantes colapsan los servicios de urgencias», negándoles implícitamente el derecho a la asistencia sanitaria. Una ministra italiana proponía atenuar su expulsión regularizando la situación de quienes cuidan a ancianos, para impedir así el regreso de la cuidadora de su madre. Por su parte, Alemania quiere facilitar la permanencia de los graduados universitarios, propuesta que probablemente se impondrá en la Unión Europea con la concesión de una tarjeta distintiva a los extranjeros profesionalmente cualificados.


Estas excepciones a la «directiva de retorno» no hacen sino confirmar la evidencia: sea por desempeñar labores penosas o por ocupar puestos relevantes, la inmigración ha impulsado el bienestar europeo. Pero, así entendida exclusivamente, cosificamos y deshumanizamos a los inmigrantes.


Mientras mi compañero continuaba hablando, me preguntaba, ¿qué ocurre entonces con los lazos afectivos que han comenzado a unirnos inextricablemente a ellos?, ¿por qué además de su impagable contribución económica no reconocemos también su valiosa aportación cultural y sentimental?

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