sábado, 17 de octubre de 2009

El coste político nulo de la corrupción

La política española parece estar en estado de putrefacción. De Cataluña a Madrid pasando por Mallorca y Valencia y desembocando en Almería no parece haber corporación representativa y partido político que se salve del germen de la corrupción. Y si nos guiamos por la espléndida y visionaria película de Enrique Urbizu, La Caja 507, habremos de concluir que lo que estamos contemplando no es más que la punta del iceberg, el ruede necesario de cabezas para dar apariencia de legalidad a este chiringito con el fin de que pueda continuar funcionando.

A mi juicio, el mal de fondo no es sino el afán expansivo de enriquecimiento personal que caracteriza la moral neoliberal, aquella que agrediendo al liberalismo soslaya los valores del sacrificio, el trabajo y la responsabilidad. Una ética absorbente de beneficio privado no puede menos que mellar la cosa pública, que corroer la honestidad indispensable para el desempeño de cargos públicos. Aquí, como en tantas otras cosas, el neoliberalismo reniega de sus raíces, para las cuales los puestos representativos eran siempre interinos, rotatorios, provisionales y, por supuesto, ajenos a cualquier actividad dirigida al beneficio privado.

Algunas almas cándidas e irrealistas, como la del poeta García Montero, se escandalizan ante el hecho, llevado al paroxismo por el nuevo césar Berlusconi, de que los alcaldes y demás políticos corruptos revaliden sus mayorías absolutas para escarnio de la ética y la democracia. No hay, empero, contradicción alguna entre estas victorias renovadas, interesadamente interpretadas como beneplácito y sanción populares de la corrupción, y la democracia tal como está instituida entre nosotros. Lo único que con ello se pone de relieve es hasta qué punto la democracia entendida como participación y fiscalización de la cosa pública se opone al liberalismo capitalista que exaspera la lógica del beneficio privado. Si un político descuida su responsabilidad pública para enriquecerse no estará más que ejecutando la ética predominante en la sociedad, la cual, en un acto de coherencia impecable, le absuelve, mucho más si con su labor corrupta ha forjado una red de inversiones, intereses e iniciativas extralegales de la que disfruta buena parte de la comunidad. Ya conocen el caso del municipio italiano gobernado por mafiosos precisamente porque eran los únicos capaces de garantizar la seguridad ciudadana.

Mas no sólo la economía oblitera la autorrealización de la democracia. También el mismo sistema político la bloquea. Resulta irónico comprobar cómo los intelectuales orgánicos se lamentan de la inmovilidad del voto de los españoles. Cuando eran los socialistas los corruptos, parecían no comprender por qué no se pasaban en masa al partido conservador; hoy, cuando éste padece la corrupción, parecen haber enmudecido, siendo ahora los socialistas los que lamentan que no haya sangría alguna de votos en la formación democristiana. Eso, hablando en plata, se llama invitar al chaqueterismo. Nada tiene de extraño que un socialista, por muy corrupto que sea su partido, no vote jamás a los conservadores, accediendo como máximo a la abstención, igual que, en sentido contrario, un ferviente católico derechista nunca dará su apoyo al PSOE por muchos que sean los delitos cometidos por sus dirigentes.

Conclusión: el bipartidismo asfixiante contribuye también a que no exista en la práctica el riesgo de que la ciudadanía pase seriamente factura por los abusos cometidos en el ejercicio del poder. Por eso es tan vital para nuestra democracia que UPyD e IU, pese a sus imperdonables errores internos, crezcan y se consoliden, para que al menos así nuestro modelo político no esté abocado a una triste disyuntiva entre la corrupción o la indiferencia resignada.

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