sábado, 29 de mayo de 2010

República y violencia

En una charla digital mantenida ayer por Andrés Trapiello con ocasión de la nueva edición de Las armas y las letras, sostenía el escritor: "No sé si el alma, pero el motor de la segunda república fue la violencia".

Con semejante aseveración vuelve a ponerse en evidencia la confusión mental con que se aprecia nuestro pasado político. Téngase en cuenta que tratamos la opinión de un escritor competente, aunque a mi juicio bastante insulso, estudioso de la época al menos en su aspecto literario y lo suficientemente objetivo como para afirmar, frente a los equidistantes que nunca lo son en realidad, lo siguiente: "nadie debería dudar que las ideas por las que se combatió en uno y otro lado no podían ser más diferentes, en el de la República por los principios de la Ilustración (libertad, igualdad y fraternidad), fundamento de las democracias modernas, y en el de los sublevados por la conculcación de esos mismos principios, con la participación decisiva de curas, militares y capitalistas".

Si un intelectual experto en el asunto y de juicio además ponderado incurre en dicha confusión conceptual, si la mezcla de planos que ahora paso a indicar suele incluso ser frecuente entre historiadores tan consolidados como Santos Juliá, podemos imaginarnos la medida de su difusión en el conocimiento ordinario. Aunque consciente de su práctica esterilidad, y trayendo por una vez a estas líneas parte de mi labor profesional, intentemos revelar el equívoco que subyace a las consideraciones que ligan la Segunda República y la violencia política.

Para lograrlo hemos de responder primero a esta aparentemente sencilla, pero realmente espinosa, cuestión: ¿qué significa el enunciado "Segunda República"? Simplificando mucho el análisis, orillando la percepción que de ella pudieron tener los agentes históricos, creo que pueden aislarse dos sentidos bien diferenciados entre sí: en primer lugar, uno eminentemente historiográfico, a tenor del cual dicho enunciado viene a significar "el período de la historia política española que va del 14 de abril de 1931 al 18 de julio de 1936 (o al 1 de abril de 1939, en el caso de los territorios del bando republicano)"; y en segundo lugar, otro de contenido específicamente jurídico-político, que define la Segunda República como aquel "sistema político compuesto de las instituciones y regido por los principios consagrados en la Constitución de diciembre de 1931, desarrollados por la legislación parlamentaria y aplicados por la actividad burocrática y judicial".

La diferencia no es menor, porque mientras en la primera acepción es posible sostener que la República duró cinco años y constituyó un intervalo convulso, en la segunda resulta bastante más problemático. Expliquémonos.

Asociar el régimen republicano y la violencia política es legítimo cuando acotamos aquel tracto histórico y comprobamos el número y la proporción de atentados y delitos cometidos con finalidad política o con un contenido claro de revancha social. Lo que comienza a ser ideológico es pensar que esa efervescencia era un rasgo propio y genuino justamente de aquel período que arrancó en 1931. Quienes así proceden, desconectan la República de sus antecedentes y olvidan --descarada, deliberada o inconscientemente-- los atentados políticos y la represión institucional extralegal que se produjeron durante la Restauración, especialmente en 1909 y en los dos años posteriores a la revolución rusa.

¿Por qué, entonces, no se declara que "el motor de la Restauración fue la violencia" con la misma insistencia con que se vinculan República y caos? Pues porque, pese a ser incluso una aseveración más veraz --de hecho, se aplicó con mucha mayor intensidad la ley de fugas en tiempos de Alfonso XIII que de la República--, la ideología suele dominar al conocimiento, incluso al presuntamente científico. Y porque cuando se trata de la Restauración se traza una divisoria entre el Estado y la sociedad que no se emplea para los tiempos republicanos. Empleémosla nosotros, colocándonos así en la segunda de las acepciones del enunciado "Segunda República".

Si ésta equivale al Estado republicano --al "conjunto de instituciones y principios consagrados en la Constitución de 1931 y desarrollados por las leyes..."-- la primera y decisiva conclusión que debemos alcanzar es que República en España no llegó a haber, siendo su existencia la de un proyecto político que, aun necesitando para su despliegue de dos generaciones, fue desarrollado a tropezones durante no más de dos años.

Tras la victoria de las derechas en noviembre de 1933 prosiguió, desde esta perspectiva jurídica o estatal, un período antirrepublicano, caracterizado por concatenar estados de excepción con la consiguiente suspensión de derechos constitucionales y por derogar y rectificar toda la obra legislativa republicana (que no era sino la materialización normativa de los mandatos constitucionales). Tanto es así, que la famosa revolución de octubre de 1934 no fue sino la respuesta extrainstitucional a la iniciativa gubernamental de deshacer todo lo decisivo y transformador de la legislación del primer bienio. Por eso es tan falsa la afirmación conservadora y centrista (Juliá) de que las derechas en el 34 defendieron el orden político republicano frente a la revolución anarquista y socialista, cuando tales derechas llevaban desde enero de ese mismo año vaciando de contenido el orden constitucional, como vino también a demostrar el proyecto de 'reforma de la Constitución' de Lerroux de 1935, en el cual los capítulos de las autonomías, los derechos sociales, la propiedad y las relaciones Iglesia-Estado experimentaban, sino su directa supresión, sí una profunda revisión de efectos anulatorios en la práctica.

Lo que prosiguió a las elecciones de febrero de 1936, con buena parte de la izquierda social resentida por la rectificación de la república y por la brutal represión del 34, fue, en efecto, un período extrarrepublicano, donde unos y otros ya apostaban por soluciones ajenas a las instituciones y principios republicanos, si bien esta evidencia no borra el esfuerzo de otros muchos por reconducir la vida pública a dicho marco institucional, esfuerzo que solo terminó de arruinar el golpe de Estado.

Con lo antedicho la conexión entre República y violencia parece hacerse más compleja. No puede equipararse la violencia alojada en la sociedad con la ejercida por las instituciones, y dentro de esta última tampoco cabe confundir la violencia aplicada en el primer bienio republicano con la del segundo bienio antirrepublicano. Pero lo decisivo es, en efecto, deslindar violencia política ejercida por grupos sociales y violencia estatal. Solo esta segunda cabe atribuirla a la República, entendida en su segunda acepción. Cuando se habla del primer tipo de violencia, la social, malamente nos podemos referir a ella considerándola el motor del Estado republicano. Todas las evidencias apuntan, por el contrario, a que dicho Estado, manifiestamente débil y precario, hacía lo (im)posible por reprimirla y neutralizarla.

Más claro: para que la quema de iglesias y la República (como Estado) estuviesen estrechamente vinculadas haría falta encontrar alguna disposición legal, o al menos administrativa, que ordenase, por las razones que fuese, la quema de dichos edificios. ¿La había? De ningún modo: lo que hallamos son disposiciones que castigan especialmente ese tipo de actos vandálicos (v. Ley de Defensa de la República). Cuando el Estado nazi acometía actos de limpieza étnica, o infligía penas bárbaras por razones ideológicas, lo hacía en aplicación de la legislación vigente (una legislación, claro, tan laxa y evanescente como para amparar toda la arbitrariedad imaginable). El Estado republicano, por el contrario, no sancionaba en sus leyes ni la quema de conventos, ni la eliminación del adversario, ni el uso impune de la violencia para lograr fines políticos. Lo que hacía era justo lo inverso: condenar todas estas conductas, e intentar instituir un régimen pluralista y democrático, para acabar precisamente con el abuso crónico y estructural de la violencia política que había signado la historia española anterior.

Por eso, en suma, cuando se afirma que "la violencia fue el motor de la Segunda República", tal sentencia solo es (parcialmente) correcta si es idéntica a esta otra: "la violencia fue el motor de la historia política española de 1931 a 1936", pero es una clamorosa, malintencionada y politizada incorrección lingüística sin con ella quiere sostenerse que "la violencia fue el motor de la Constitución de 1931, de las instituciones y principios que en ella se consagraron, y de las leyes y reglamentos que los desarrollaron".

A mi juicio, con la inclusión de este inapreciable pero decisivo matiz se aclaran muchas cosas que el lenguaje ordinario, y también el historiográfico, por torpeza y falta de disposición analítica, mantienen ocultas en beneficio conservador.

3 comentarios:

Non Sola Scripta dijo...

Muy buena entrada. Ciertamente, muchos hablan de la violencia de la época (asesinatos y quema de conventos, especialmente) como de una violencia institucionalizada, y eso supone una gran falsedad. Fueron muchos quienes contrataron a pistoleros, algunos pertenecientes a partidos políticos, pero ningún partido fiel al régimen lo hizo como tal partido.

No termino de estar de acuerdo, eso sí, con que se hizo "lo (im)posible" por detener esa violencia desde las instancias gubernamentales. Pero, de nuevo, si no se hizo no fue por lo que se suele declarar, sino por un miedo cerval a parecer excesivamente represor y continuista con el régien anterior. Y esto es algo admitido por el propio Azaña, y bien explicado por Julio Aróstegui.

En "Causas de la Guerra de España", si no me engaño, Azaña habla de su error de no actuar con mayor contundencia y no enviar, ante algaradas y rebeliones, a los Cuerpos de Seguridad.

Debo añadir, eso sí, que siempre he tenido mis dudas acerca del tan cacareado desmantelamiento del régimen por parte de las derechas. Como gobernantes, y con democrática legitimidad (la que daban, en todo caso, las elecciones de la época, poco fiables) anularon gran parte de la labor legislativa realizada hasta el momento, pero estaban legitimados para ello. Es cierto que la CEDA deseaba dar un golpe desde dentro, pero no le dio ni tiempo en dos añitos.

Admito que la concatenación de estados de excepción se utilizó con el fin de anular la legalidad, pero sobre la labor destructiva de la obra legislativa anterior, habría mucho que hablar. Los llamados golpes desde dentro suelen prestarse a diversas interpretaciones.

En todo caso: ¿Por qué quienes tanto subrayan la labor de derribo del gobierno de la derecha se ponen tan nerviosos cuando se habla en los mismos términos de la primera legislatura de ZP? Anulación, sin más preámbulo, de la política hidráulica (anulando un plan ya licitado y comenzado, con cargo al Estado de unas indemnizaciones millonarias por anulación de contratos), la política exterior (retirada sin negociación de las tropas e irrespetuosidad a las tropas y bandera de un país hasta entonces amigo), política educativa (derogando una muy pactada ley para dar otra vuelta de tuerca a su más que fracasado modelo). Aparte, el plan de emprender la 2ª generación de estatutos autonómicos y el apoyo al de Cataluña cuando se encuentra en deliberación en el TC.

Yo no veo tanta diferencia. Pero perdón, me alargué.

Sebas Martín dijo...

Muchas gracias, como siempre, por tu comentario. Me alegra ver que el matiz es perfectamente apreciable, porque, en efecto, una cosa es violencia política y otra violencia institucional.

En efecto, puede que, indebidamente, se consintiesen ciertos actos violentos, y estoy de acuerdo en que el motivo principal fue el que alegas, pero por seguir con la misma perspectiva analítica habría que concluir, para esos casos, que los políticos republicanos no cumplieron las exigencias del régimen jurídico-político de la República. Habría entonces que imputar las responsabilidades a los políticos y no a un sistema jurídico-institucional que no mostraba en ninguno de sus resortes tolerancia alguna con actos de violencia política. En suma, puede, por ejemplo, que se dejasen impunes algunas quemas de convento, pero cuando así se hizo no fue desde luego en cumplimiento de la legislación republicana, sino contraviniéndola (por los mismos que estaban llamados a ejecutarla).

En relación a lo segundo, desde luego comparto tanto la descripción cuanto la apreciación de esas rectificaciones de actualidad que mencionas, alguna, como la educativa, especialmente deplorable. No obstante, en relación al bienio conservador, mi juicio difiere, y lo hace porque se basa en la distinción entre la norma constitucional y la legislación ordinaria.

Me explico: los aspectos rectificados desde el 34 no eran simple y exclusivamente políticos, sino netamente constitucionales. Afectaban al desarrollo legislativo de la apuesta constitucional republicana, que como bien sabes tenía su centro de gravedad en el régimen autonómico, las relaciones Iglesia-Estado, la reforma agraria y la revisión de la institución familiar. En la medida que estos puntos quedaban gravemente tocados --sobre todo los relativos a laicidad y propiedad-- se obstruía toda posibilidad de vigencia plena de la Constitución. Y si a ello sumas la suspensión de los derechos principalmente políticos por los estados de excepción, pues te quedas sin norma constitucional prácticamente. La revolución de octubre no fue una reacción ante la nada, como tampoco fue delirante la petición de Azaña de anular unos resultados electorales que bien sabía que habrían de saldarse con el vaciamiento de la República.

Sebas Martín dijo...

Por fuerte y poco humanista que parezca, el desafío de las repúblicas democráticas y sociales lo señaló claramente Schmitt: sus capítulos de derechos no podían materializarse mediante un sistema parlamentario y pluralista. Necesitaban --oh, escándalo!-- de una dictadura para comenzar a andar. No hay ley que se tenga en pie si no responde de alguna forma a su base social, y esa base social sobre la que hubiese tenido vigencia estable la Constitución de 1931 estaba aun por construir. La apuesta republicana, netamente ilustrada, fue creer que podría conformarse mediante reformas pacíficas y con la expansión de la cultura.

Por contraste, los primeros liberales lo tuvieron claro: desde la expansión del código civil napoleónico hasta la desamortización de las propiedades se llevaron a cabo a través de un ejercicio intenso de la autoridad, no mediante la deliberación sosegada y pluralista en una asamblea. Los políticos partidarios de las repúblicas de entreguerras tuvieron el error de apreciación, si es que puede llamarse así, de creer que sus objetivos podían cumplirse por medios exclusivamente pacíficos, democráticos y pluralistas. Eso hubiese sido lo deseable, pero no lo realista, por desgracia.

De cualquier forma, estimado NSS, te confieso que probablemente yo hubiese incurrido en ese mismo error...