sábado, 6 de junio de 2009

Política de la proximidad

En un artículo de Rafael Sánchez Ferlosio encontré hace tiempo un hallazgo brillante, de esos en que la verdad resplandece en una sola frase. El enunciado era bien simple y afirmaba algo así como que 'la proximidad atenúa las diferencias'. ¿Quién no ha vivido en alguna ocasión tal experiencia? ¿Quién no ha tenido o tiene amigos cercanos con los que, aun situados en sus antípodas ideológicas, mantiene una relación entrañable? ¿Y quién no ha estado en un grupo políticamente variado y ha observado una especie de implícita voluntad de convergencia, acuerdo y diálogo? Yo, al menos, he vivido estas cosas, y quizá las generalice equivocadamente cuando son fruto de la transigencia o de que no conozco a neonazis, pero mi vivencia me dice que casi siempre hay un mutuo propósito, movido por la amistad o la cordialidad, de encontrar puntos de conexión y soslayar y minimizar las discrepancias sustantivas. Puede ser entonces que el impulso de la convivencia predomine, en la cercanía, sobre la tendencia, también inevitable, al conflicto.

Este motivo ha sido recreado por otros autores. Recuerdo con especial viveza el tratamiento que obtenía en la película Babel. En ella, lo que era un conflicto fortuito en el que no existían diferencias raciales, religiosas y políticas, sino, antes al contrario, solidaridad espontánea y cooperación desinteresada, se convertía, con la mediación televisiva, en un presunto atentado islamista contra una pareja rubia y blanca, casi aria. Quedaba perfectamente reflejado cómo el espectáculo, de pantalla que refleja (distorsiona, simplifica, mutila) la realidad, pasa inexorablemente a convertirse en la realidad misma, pese a falsearla como ideología. Los significados transmitidos por el espectáculo mediatizan las relaciones hasta hacer poco menos que imposible la inmediatez, la espontaneidad, la relación no sometida a reglas.

El caso es que la igualdad, la humanidad, el lazo que a todos nos abraza, es decir, la verdad, queda desdibujada con la distancia, con el extrañamiento mutuo. Si la proximidad borra o difumina las oposiciones, la lejanía las acentúa y agrava. Y si el modelo capitalista es un modelo individualizador, privatizador de la existencia, monadológico, resulta ser también, irremediablemente, un sistema que ahonda en las fisuras hasta condenarnos a la más dramática fractura. Encastillados en nuestros problemas laborales y financieros, siempre vividos como una fatalidad inalterable procedente del destino, los hombres de Occidente no nos reconocemos mutuamente, encontramos en nuestros respectivos rostros al enemigo en potencia y, de ese modo, olvidamos la verdad.

Por eso, una buena política podría ser aquella que construya las condiciones, los espacios y las oportunidades para que la proximidad se materialice. Por eso también, la democracia, entendida como procedimiento que exige participación conjunta para adoptar decisiones legítimas y vinculantes, se base de modo fundamental en la recíproca cercanía y, en consecuencia, no puede reducirse a la agregación de votos individualizados extraños, y difidentes, entre sí. Aunque esto quizá no sea sino una excusa para no ir a votar mañana...

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