domingo, 13 de febrero de 2011

Capitalismo comunista

Creo que las categorías comunes de la economía política y la teoría del Estado han dejado manifiestamente de cumplir su función descriptiva. Estamos asistiendo a una aceleración del tiempo histórico y, como en todas ellas, los conceptos se vuelven rápidamente obsoletos y dejan de designar con rigor la realidad. En lo que se refiere a la estructura económica, creo que han dejado de servir casi por entero la fórmula comodín de los economistas, aquella que denomina como "economías mixtas" a los sistemas occidentales, y la rúbrica convencional de los politólogos, que hablan de Welfare State para referirse a un Estado que presta servicios públicos y se legitima en buena parte a través de éstos.

En el primer caso, los supuestos históricos que dotaban de sentido la etiqueta "economía mixta", a saber, la superación del liberalismo decimonónico y el planteamiento de una alternativa al régimen soviético, han sido sepultados. La economía presente, al menos la de los países occidentales, no se caracteriza por ser sin más una mezcla de capitalismo y de socialismo, pues el capitalismo ha devenido financiero y el Estado interviene para sostener la estructura capitalista, no para amortiguar sus contradicciones.

Lo mismo acontece con el lema del Estado del bienestar, que no es que esté en vías de extinguirse, sino que está superficialmente sobreviviendo a costa de convertirse en otra cosa. Así lo demuestra el hecho de que una proporción cada vez mayor de servicios no resulte prestada por instituciones públicas, sino más bien por empresas privadas, eso sí, financiadas con dinero público.

Es esta transformación generalizada la que reclama un nuevo concepto y éste quizá pudiera ser el de 'capitalismo comunista'. Muchos son los indicios que otorgan validez al oxímoron, demasiados son los síntomas que apuntan a un sostenimiento puramente estatal de una estructura económica que superficialmente se presenta como desenvuelta casi en exclusiva por la iniciativa privada. En este punto, desde luego, tienen toda la razón los anarcoliberales, si no fuese porque la intervención del poder público no suele materializarse como obstáculo para la fuerza empresarial, sino como su condición inexcusable de posibilidad.

Si circunscribimos a España nuestro análisis, creo que la etiqueta no puede ser más certera. El sector agrícola y ganadero ha estado en los últimos años subvencionado por entero, en muchas ocasiones a costa de su misma productividad, hoy tan añorada. Abundan por otra parte los llamados 'incentivos' concedidos a empresas del sector industrial y de servicios, algunos de montante multimillonario y regalados sin exigir contraprestación alguna a cambio. Cuando no se trata de subvenciones directas vemos igualmente trasferencias de fondos desde la colectividad a las empresas, como bien muestran las externalizaciones de servicios, las concesiones de concursos públicos y la financiación de prejubilaciones masivas e injustificadas. Y si acudimos al mundo financiero, no vemos otra cosa que socialización de pérdidas y sufragio alícuota de los irresponsables descubiertos que ha provocado la desquiciada concesión de créditos por parte de bancos y cajas.

La misma Iglesia se halla sostenida, y puede prestar los servicios que presta, gracias a la financiación estatal. Otro tanto ocurre en el caso del asociacionismo, el sindicalismo, la representación patronal, las fundaciones y los mismos partidos, cuyos simpatizantes y militantes encuentran en demasiadas ocasiones la oportunidad de vivir a costa del tesoro público sin exhibir ningún mérito ni condición alguna que les avale.

Y a todo ello hay que añadir, claro, la corrupción, ya sea legalizada o practicada en fraude de ley como la directamente ilegal. Si en el primer caso se trata de poner fondos públicos a disposición de manos privadas con el desmantelamiento de servicios, la financiación de amigotes y el enchufe de vasallos, en el segundo vemos el robo descarado de dinero público para el impúdico enriquecimiento personal --como en Marbella o la Gürtel-- o para el mantenimiento de las redes clientelares que sostienen una hegemonía --como en la Andalucía de los falsos ERE's--.

Parece claro, pues, que en este país no puede alzar la voz ni una sola persona que no viva o haya vivido en última instancia del Estado o de algún organismo público (ayuntamiento, diputación o comunidad). Los pocos que de ello puedan presumir se integran mucho más en el sector de los trabajadores asalariados, que tienen su empleo en pequeñas empresas sin subvenciones cuantiosas, que en el de empresarios y propietarios beneficiados constantemente tanto por la política fiscal (que comprende la tolerancia del fraude) como por la política de subvenciones. Y ni siquiera ellos se librarían de que parte del sueldo que perciben proceda, de manera indirecta, de las arcas públicas.

Podríamos igualmente convenir que justo aquellos a quienes el Estado habría de remunerar con sueldos dignos y altos --es decir, los funcionarios, médicos, profesores, jueces y demás empleados indispensables para el desarrollo de las funciones auténticamente públicas-- no son los que se llevan para sí la proporción mayor de los recursos públicos. Puede incluso que suceda justamente lo inverso: que tales empleados no sean los mejor pagados ni los más numerosos.

Vivimos, pues, en un sistema con una brutal intervención del Estado en la economía. El problema es que todo este mastodóntico entrometimiento estatal no se realiza con el fin de redistribuir rentas e igualar posiciones económicas. Antes al contrario, se lleva a cabo con el objetivo de mantener y consolidar las jerarquías, con la finalidad de sostener la reproducción de aparatos de poder y, sobre todo, con el propósito de mantener la insostenible irracionalidad del modelo capitalista. Frente a esto hay desde luego alternativas, y no son sino las de siempre, la liberal y la socialista, la que concede total autonomía a las fuerzas privadas y la que atribuye al Estado todas las funciones económicas con el fin de evitar la acumulación del capital por parte de persona alguna. Para mí, cualquiera de ambas, rectamente aplicada, resulta preferible al presente imperio de corrupción, favoritismo, derroche y subvención.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente post. Lo de los servicios que presta la Iglesia ¿Nos lo explicarás algún día?
Saludos desde Barcelona

Sebas Martín dijo...

Gracias Al! A la beneficencia, comedores, enseñanza y esas cosas me refería, que, claro, en última instancia apoquina el Estado, como todo el este país, incluido el sueldo de los liberales más ultra. Abrazos sevillanos

Mar Fernández dijo...

Esto lo explica muy bien mi churri, que siempre que alguien se indigna por, pongamos por caso, las ayudas a los bancos, responde que el capitalismo se basa en privatizar beneficios y colectivizar pérdidas.