jueves, 20 de diciembre de 2007

El canon digital, la SGAE y los intermediarios

Junto al debate de los presupuestos, la controversia que parece clausurar el año presente tiene mucho que ver con este nuevo medio que empleamos y con los recursos que pone a nuestro alcance. Hace ya tiempo, el responsable de turno decidió que acceder gratuitamente a los contenidos que otros internautas tienen archivados en su disco duro conculca la propiedad intelectual de los artistas. Desde luego, lo evidente aquí es el tratamiento político, jurídico y mediático de una nueva realidad con viejos esquemas. Del mismo modo que a ningún literato se le ocurriría pedir -espero- una compensación porque los lectores nos prestemos mutuamente nuestros libros, también debiera ser inverosímil que descargarnos un archivo sonoro de un navegante de Ocklahoma produjese los aspavientos que crea en ese raro gremio de los creadores. El equivalente de la comunidad, descarga y consumo privado de archivos audiovisuales, que requieren a veces para ser vistos y oídos de soportes y reproductores digitales, no es de ningún modo la exhibición de una película en un video-club previo pago en taquilla o la reproducción ilegal de manuales universitarios. Debemos modificar nuestro 'chip' y constatar que los documentos digitales son inmateriales, intangibles, viajan por la red y pueden compartirse simultáneamente con millones de personas. Pero, en esencia, al igual que prestar un libro, el intercambio gratuito de contenidos electrónicos continúa siendo un acto libre basado en una decisión individual y soberana en virtud de la cual alguien resuelve colgar en la red un compact, una película o un texto que se acaba de comprar. Me parece lógico perseguir la venta de copias ilegales. Pero gravar el hecho de compartir bienes digitales, aplicando un canon a todos los aparatos e instrumentos que hacen posible este compartimiento, más que una barbaridad, me resulta un acto de anacronismo.
El desfase entre nuestra realidad efectiva y las medidas legales no proviene sólo de su llamativo desajuste respecto de las nuevas tecnologías. De todo lo que he leído sobre el asunto, tan sólo se destacan los derechos de los internautas y los intereses de los autores, que sólo podrían congeniar precisamente a través del resarcimiento que supone el canon. Sin embargo, nadie, o muy pocos, mencionan lo más evidente: se gravan productos consumidos en España para trasvasar dinero a una asociación de autores españoles porque se consideran ilícitas las descargas libres de archivos... ¡de todo el mundo mundial! En una palabra: se está regulando con una ley limitada a la jurisdicción estatal un intercambio transnacional. De lo recaudado con el canon, ¿cobrarán también los músicos americanos, los directores italianos o los actores alemanes que uno tiene en su discoteca o filmoteca 'pirata'? A esto se podrá responder que, si los restantes Estados tomasen medidas similares en sus respectivos países, se reinstauraría el equilibrio. Pero, ¿y mientras eso ocurre?, ¿y si no ocurre jamás?, ¿han de beneficiarse los autores patrios por cada película americana que nos bajemos?
El liberalismo presume de ser una doctrina en la cual el Estado sólo se ajusta a lo que de forma natural y espontánea la sociedad exige. Quizá no se haya inventado ninguna falacia tan eficaz y, al mismo tiempo, tan fácilmente refutable. En la sociedad de la información, como en las primeras sociedades capitalistas, el problema no proviene nunca ni del productor ni del consumidor. Las malformaciones, crisis y demás inestabilidades vienen de otro sitio: de la maraña de mediadores que dicen conectar, pero alejan cada vez más, al productor y al consumidor. A fuerza de persistir con el curso de los siglos, esta malla espesa de intermediarios parece tan necesaria y fatal como la misma ley de la gravedad. Sin embargo, su afán por parecer imprescindibles sólo delata su carácter superfluo. Una gobernación inteligente, y atenta a los intereses de productores y consumidores, no debiera servir sólo para canalizar esta transferencia de renta desde el internauta de a pie hasta Alejandro Sanz. Lo que habría de promover es la progresiva desaparición de las distribuidoras y animar al contacto directo entre el autor y el consumidor.
¿Qué impedimentos hay ahora para que todo creador, a un precio irrisorio, ponga a disposición del público sus obras? Ninguno. El problema quizá sea que hasta los mismos políticos que aprueban el canon saben, en el fondo, que no son más que otros intermediarios. Y les asusta que nos percatemos de ello y nos dé por autogobernarnos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estoy en parte de acuerdo contigo. Pero tampoco podemos negar que compartir obras en la red incide en las ventas de música y cine y, por tanto, en los ingresos de los artistas. Creo que algún sistema se debería articular para compensar a los autores. Pero eso es una cosa y otra muy diferente que una sociedad formada por unos pocos autores se convierta en lobby movido no tanto por la defensa del arte sino por beneficios económicos.
Buen inicio de año esta vez desde Europa aunque contemplando con tristeza lo que sucede en Africa.