lunes, 11 de agosto de 2008

Apuntes madrileños (IV)

...y posmodernos a secas

Ya que os mencionaba antes a un posmoderno reaccionario, o, más bien, a un reaccionario disfrazado de posmoderno, me viene a la mente un posmoderno a secas con el que también me he topado en estos días, a quien ya conocía por algunos artículos y por quien profesaba, algo apresuradamente, cierta admiración: Enrique Vila-Matas.
Como vi el otro día a buen precio su Bartleby y compañía en las ediciones rústicas de Anagrama (las de bolsillo de esta casa no están nada mal, pero este título en concreto aparece en otra serie de discutible calidad, en la que se publicó también La conquista del aire de la Gopegui), pues sumé el citado título al de Doctor Pasavento que mi amada madre me regalase hace un par de navidades. De Bartleby tenía muy buenas vibraciones, desde las meramente intuitivas provenientes de su título evocador del cuento de Melville hasta las procedentes de recomendaciones explícitas de Carlos Boyero y de alguna sugerencia furtiva de António Lobo Antunes.
No ha bastado, en cambio, con tener la mejor predisposición hacia el autor y su obra para que me pasase desapercibida la vacuidad posmoderna que atraviesa su relato. En resumen, y por expresarlo con rotundidad, lo que Vila-Matas ha creído descubrir en su texto es que el género del ensayo puede tener concomitancias literarias, algo que ya puso Borges de relieve con casi insuperable maestría. De lo que llevo leído, no he encontrado todavía ningún hallazgo literario, ninguna historia breve genial o hilarante, ninguna excelencia literaria.
Cierto es que la forma del mensaje ya forma parte del mensaje mismo, pero en ocasiones la preocupación desproporcionada por la forma coloca a ésta en el vacío, como una presencia vaporosa y perecedera. Colocar el enfoque creativo en lo periférico, en la fragmentación y en el nivel de las representaciones puede que al final degenere en una contestación estéril, volátil e insolvente a ese expansivo logos centralizador, unificador y revelador de la esencia de las cosas. En el caso que nos ocupa, presentar una obra como yuxtaposición de notas a pie de página sobre la vida y la producción de artistas sin obra muy poco sirve para dilucidar esta disposición anímica negativa ("preferiría no hacerlo", era el lema de Bartleby), en comparación con otras narraciones más ilustradas o racionalistas, como acontece con las peripecias de Mateo, protagonista de La edad de la razón de Sartre.
Por otra parte, nada hay de novedoso en la encriptación de relatos en el interior de un relato general, o, mejor dicho, en la composición de una narración mediante la suma de piezas individuales con sustantividad propia. Aunque sea un reflejo literario de la extrema diferenciación social característica de nuestra actualidad, ya en las grandes novelas del siglo XIX se empleaba este recurso, como patentiza, por ejemplo, la temible leyenda del Gran Inquisidor, integrada en el relato de Los Hermanos Karamazov. La diferencia radica en que mientras Dostoyevski fragmentaba la razón para hacer frente a los dilemas que ésta planteaba -en torno a la religión, por continuar con el ejemplo-, en estas 'postnovelas' la dispersión ha dejado de tener cualquier centro gravitatorio para deslizarse con suma facilidad por la pendiente del diletantismo.
No está mal que así sea, en cuanto trasferencia sintomática de la experiencia social a la producción estética. Resulta comprensible, en efecto, que el proceso de diferenciación social encierre en cada una de sus esferas a las distintas tareas humanas y, en consecuencia, termine convirtiendo la literatura en metaliteratura, y la escritura en un proceso centrado en esclarecer el proceso de la escritura misma. Eso lleva enseñándolo el conservadurismo sistémico desde los años cincuenta (léase al intragable Talcot Parsons y al más sugestivo Niklas Luhmann).
La cuestión es que de ahí deriva justamente el valor de este tipo de creaciones literarias: el corroborar espiritualmente la tendencia de los tiempos sin preocuparse, pese a todas sus fugas ilusorias, por explorar vías de fuga reales, puntos de quiebra materiales, que conduzcan desde la fragmentación aparente y autorreferencial a la totalidad real. Y por si fuera poco, si algún lugar en la posmodernidad autoextrañada ha de reservársele a la literatura en cuanto forma, ese habría de ser, a mi juicio, el del ingenio, el de la metáfora impactante, el de la imagen plástica y evocadora, el de la genialidad a lo Wilde o a lo Proust. Nada de eso, sin embargo, he hallado por ahora en Vila-Matas.
Qué distintos me parecieron Los detectives salvajes, obra también metaliteraria y poliédrica, con protagonistas oblicuos, representados y sin vida propia, pero que ponían con insistencia el interrogante acerca de la autenticidad en el arte... y en la vida, la convivencia y la política. Qué diferente me está pareciendo ahora Paul Auster, ejemplo vivo de que la forma -precisa, correcta, fluyente- puede continuar estando al servicio de la narración de historias... posmodernas, urbanas y actuales.

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