domingo, 15 de febrero de 2009

La inversión del mito

Gran cantidad de convicciones firmes y extendidas, sobre las cuales llegan incluso a edificarse acuerdos vitales y hasta la misma convivencia, hunden sus raíces en mitos poco menos que impuestos a sangre y fuego. Con ello vuelve a comprobarse la ambivalencia de las instituciones culturales: por un lado, según demuestra la historia, son caducas y contingentes, pero por otro, arraigan con profundidad, con una hondura directamente proporcional al poder invertido en fundarlas y mantenerlas.


Uno de esos mitos profundos, que bloquea la acción política actual so pena de nuevas reacciones autoritarias -recuerdo, en este sentido, los titulares de El Mundo sobre militares cabreados durante el debate del Estatut-, es el que representa el período de la II República como un momento de caos y desorden que abocó, casi inexorablemente, al golpe de Estado que vino, al fin y al cabo, a poner orden, algo, en última instancia, sólo factible desde el poder militar.


Pues bien, en estos últimos días de trabajo en archivo, no he cesado de comprobar hasta qué punto el pretexto empleado por los golpistas para justificar su acción criminal --a saber, que actuaban para salvar a España del comunismo soviético-- estaba alejado de la realidad. He consultado cientos de expedientes de perseguidos y represaliados por razones políticas durante el franquismo y casi todos responden a un patrón común: sindicalistas, militantes de centroizquierda o simples simpatizantes de formaciones izquierdistas, la mayoría de ellos de una juventud rayana en la adolescencia, que, tras el golpe de julio, y, sobre todo, tras la entrada en la guerra de la Unión Soviética, se afilian al Partido Comunista. Como decía Julio Aróstegui, 'la contrarrevolución provocó la revolución'; la insurrección militar y las posteriores masacres no tuvieron como objetivo siquiera principal a comunistas y anarquistas violentos, sino a multitud de personas con inclinaciones políticas izquierdistas y democráticas, las cuales, como reacción defensiva, se alistaron a las filas del comunismo portando, más que convicciones marxistas, una honda repugnancia ante la violencia del poder, repugnancia que define el antifascismo.

Para derruir los mitos, creados con frecuencia por ese mismo poder, de poco suelen servir los datos, por tozudos y claros que sean. Más influencia tiene la propaganda que difunde la supuesta necesidad providencial del golpe que unos cuantos asertos debidamente trabados y documentados. Pero ya que nos colocamos en el terreno mitológico, también ahí se puede apreciar la inconsistencia del argumento (neo)franquista.

No ya desde 1936, sino desde la misma Restauración, España vive sumida en un desorden que con frecuencia se lleva por delante vidas humanas. La lucha política no se desenvuelve en su mayor parte por los procedimientos oficiales, sobre todo porque tales procedimientos se alzan sobre bases e instituciones supuestamente naturales e inalterables, con la consiguiente exclusión radical de aquellos cuya identidad política se enfrentaba a dichos postulados (familia patriarcal, propiedad privada, trabajo subordinado y unidad nacional). Al ser reducto de unos cuantos, la política oligárquica necesitaba para materializarse, para suplir su falta de legitimidad, emplear notables dosis de autoritarismo y hasta terrorismo.

Pues bien, visto que dicho modo de constituirse la política producía la trágica inestabilidad que se agudizó en 1936, y visto igualmente que lo que a la afirmación franquista parece importar es el mantenimiento del orden y la paz incluso a través de la violencia, ¿no es asimismo lógico considerar legítima, y por tanto beneficiosa, una revolución obrera y comunista que hubiese aniquilado al enemigo aristócrata y oligarca con el fin de conseguir la paz que éste, con sus medidas a beneficio de inventario, continuamente destruía? Si lo decisivo es mantener el orden aun mediante el mayor de los desórdenes, que es una revolución sangrienta, ¿no están entonces los conservadores justificando a su más temible oponente, el comunismo? ¿No contiene el mito conservador a su contrario, el relato comunista?

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