lunes, 23 de febrero de 2009

Sobre el despido libre

El capitalismo continúa autodestruyéndose. La defensa del abaratamiento del despido como condición para superar la crisis socava, de nuevo, las únicas bases sobre las cuales puede sobrevivir el libre mercado. Para una apreciación superficial, el descenso de los costes de la regulación de empleo supone, a su vez, una mayor disposición a emplear y contratar, ya que se asumen con ello menos riesgos. La cuestión es que los riesgos solamente se soslayan con una conducta previsora y responsable, capaz de adoptar decisiones tomando en consideración el largo plazo, y no con medidas que garanticen y hasta blinden la más absoluta irresponsabilidad, es decir, que fomenten las situaciones y coyunturas arriesgadas.

La apología del despido libre adolece, en suma, de dos graves defectos. Uno primero, que engloba el discurso general de la economía política liberal, hace referencia a la anacrónica entremezcla de un sistema ya caduco con el actualmente vigente. Me explico: casi todos los políticos y economistas siguen exponiendo nuestro modelo productivo con herramientas conceptuales decimonónicas, cuando no dieciochescas. En efecto, durante el florecimiento del capitalismo tenía sentido creer que los mayores beneficios, la mayor holgura y las máximas facilidades cedidas a los empleadores, normalmente pequeños productores, se traducirían tarde o temprano en una reinversión de las ganancias en el tejido productivo. Ahora, que gran parte de la renta global procede de la especulación del capital, nada permite suponer que el aumento de los beneficios empresariales generará más riqueza y empleo, pues nada impide que el empresario de turno -quien ya pocas veces es un pequeño productor y primer trabajador de su negocio- invierta sus ganancias en bonos, acciones o demás productos financieros, caracterizados todos por no crear empleo ni riqueza general.

El segundo fallo al que aludía también concierne a la convicción de que el empleador, dejado en completa libertad, actuará siempre de modo racional, repercutiendo sus decisiones en beneficio de la generalidad. En cambio, lo que con este tipo de medidas se consigue es desencadenar un proceso justamente inverso: los empresarios interiorizan el hecho de que la renta por el trabajo es una contraprestación inmediata, no correspondiéndoles ninguna responsabilidad más allá de la estricta prestación laboral, pudiendo así prescindir de los servicios del trabajador más o menos cuando les plazca, o cuando las circunstancias sean algo más adversas. Con ello, el empresario cree propia una mayor proporción de renta de la que, en realidad, le corresponde. No tiene que prever gastos, ni ahorrar, ni evitar decisiones especulativas o arriesgadas, con el fin de poder disponer, en tiempos difíciles, de líquido para remunerar el salario. El resultado final es que se crean unas condiciones de producción en las que el factor trabajo queda claramente infravalorado. Pero con ello, a su vez, se está ahogando la capacidad de consumo y la demanda, con lo que el productor queda finalmente afectado, al menos en la medida en que sus ingresos no procedan del capital.

Soluciones como la famosa flexiseguridad, recientemente preconizada por el gobernador del Banco de España, pueden resultar eficaces, siempre y cuando no se desconozca el correlativo requisito para garantizar cuantiosas y prolongadas prestaciones por desempleo: el incremento de la presión fiscal sobre las mayores rentas, pues carecería de sentido aplicarlo sobre las rentas más bajas, que son las que previsiblemente se acogerían a este nuevo régimen de subsidios. 

En definitiva, el empleo estable, con despidos caros -más caros que los actuales-, no tiene como finalidad la parálisis de la producción y el intercambio sino, antes bien, su preservación y estabilidad. Con ellos se intenta que el empresario asuma, e incorpore a su priorización de gastos e inclinaciones de consumo, el hecho de que tiene a su cargo un determinado personal. Esto es, que sus beneficios ha de tratarlos, no con la visión cortoplacista imperante, sino con previsiones a medio y largo plazo. Es decir, el despido caro es un elemento consustancial a las reglas del juego de un capitalismo posible, mientras que el despido libre se inscribe ya en la órbita de principios -especulación, cortoplacismo, irresponsabilidad- que terminan haciendo del capitalismo un sistema insostenible.

Y mientras, como comprobación empírica de lo que afirmo, amigos economistas me cuentan que pequeños constructores que hace un par de años adquirían coches por 300.000€ (¿cuántos sueldos salen de ahí?) se apresuran hoy a despedir a sus empleados, o que otros empresarios, desprovistos de estrecheces, aprovechan las circunstancias para prescindir de los servicios de sus asalariados, pues ningún juez se atreverá a declarar improcedente un despido justificado en la coyuntura desfavorable del mercado.

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