miércoles, 9 de septiembre de 2009

Sin Estado

Italia me condujo a El Salvador, y ahora todo lo que pasa allí es de mi interés. En el Salento, disfrutando de la indeleble experiencia de la Erasmus, conocí a quien hoy es, además de entrañable amigo, un recio y valiente peridodista que ejerce su profesión en aquel país centroamericano. De su mano, como sabe quien a este blog se acerque, llegué a un semanal salvadoreño en el que contribuí por vez primera a un medio periodístico con mi palabra escrita. Hoy, esa valentía de la que hablaba, le ha empujado a dejar la seguridad de su revista para dedicarse 'a vender su arte', entre otras cosas realizando reportajes de periodismo literario sobre asuntos de penosa actualidad.


No pude entonces dejar de recordarle, y de escribirle, cuando supe del fallecimiento de Christian Poveda, reportero y fotógrafo, no casualmente hijo de exiliados, cuyo objetivo ha estado siempre próximo a los puntos más calientes de Centro y Sudamérica. El Salvador, desde luego, debía de conocerlo bastante bien, porque además de indagar a fondo en el fenómeno de las maras, cubrió por entero su prolongada y cruenta guerra civil, la cual dejó miles de muertos a sus espaldas y sigue determinando hoy, por desgracia, la vida pública (sin ir más lejos, el oponente de Mauricio Funes, el candidato derechista por fortuna derrotado, era miembro de la policía política y poco menos que asesino confeso en los duros años de la posguerra).

La paradoja, como me decía mi amigo, quien por cierto conocía directamente a Poveda, es que ha muerto a manos de quienes defendía y victimizaba. Veo con Danae algunos fragmentos de su documental La vida loca y no puedo menos que pensar que, entre otros problemas, la violencia exasperante, la inseguridad crónica y paralizante que envuelve a buena parte de los territorios latinoamericanos remite directamente a la existencia, concepto y extensión de la vigencia del Estado por aquellos lares. Por muy reaccionario o conservador que parezca a ojos occidentales, lo que a mi juicio falta en la mayoría de los países latinoamericanos es un Estado fuerte, lo cual implica necesariamente ponerse de acuerdo en qué significa eso de un Estado fuerte. No, desde luego, un Estado militarizado, que tienen de sobra y suele ser por el contrario síntoma de debilidad institucional, sino más bien una institución con la suficiente infraestructura, pero también con la suficiente potencia y legitimidad, como para expropiar sin contemplaciones a la ciudadanía del uso de la violencia, como para erradicar la justicia privada, siempre tan bárbara e irracional.

No se trata, pues, de confundir el Estado con una institución destinada a garantizar por la violencia el orden público, que suele equivaler a la seguridad de unos cuantos privilegiados, pues de ese modo se reduce a su lado represivo y queda, por tanto, sin cubrir el indispensable aspecto preventivo que también requiere la garantía eficaz de un mínimo de paz social. Tampoco se trata, en el otro extremo, de victimizar a quienes también son verdugos y de pensar que todo se consigue con educación y oportunidades. Y tanto mal hace que el Estado carezca, por falta de infraestructura, autoridad y personal, de suficiente fuerza impositiva, como que esté desprovisto, también por falta de medios y por ausencia de propósito, de un básico sistema de protección social que permita la supervivencia, la ilustración y la forja de proyectos personales.

Pero tanto en un caso como en otro el motivo es idéntico: el Estado no se ha diferenciado de la sociedad y refleja nítidamente las pulsiones de grupos privados que, caso de verse acosados por tentativas estatales de despegue, reaccionan con rebeldía, violencia y, en última instancia, golpes terroristas. Falta allí una institución que, por representar a la generalidad, pueda desvincularse de particularismos privados, un Estado que tenga una policía con sentido cívico más poderosa que las bandas juveniles, pero también que cuente con un entramado protector que deje expeditas otras rutas más satisfactorias para el desarrollo personal que la muerte, la prisión y la violencia. Y si no lo hay, no es culpa desde luego de las maras, sino resultado tanto de la herencia colonial como de la falta de sentido público de sus sucesivos gobernantes.

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