lunes, 28 de septiembre de 2009

Dialogando con Non Sola Scripta

Hace poco más de un mes se acercó por estas páginas el autor de un buen blog llamado Non Sola Scripta. Cada vez que la casualidad trae a alguien por aquí se materializa aquello de Adorno sobre la botella y el mensaje, teniendo en cuenta sin embargo que poco mensaje hay en mis reflexiones como escasa pretensión tengo de lanzar botella alguna, visto que en el fondo este portal responde más a una necesidad individual de desahogo que a un deseo de transmisión masiva de mis más que predecibles ideas. Pese a todo, no voy a engañarme y he de reconocer que es muy gratificante comprobar que alguien, en alguna ocasión, te lee, como mi secreto lector Fernando, o como la hija de Javier Ortiz, que ha tenido la amabilidad se sumar mi tributo a la web del periodista.

Desde que Non Sola Scripta se pasó por aquí, me acerco con frecuencia por su blog, cuya sección de enlaces te lleva a otros sitios de interés y a alguno que anuncia mucho más de lo que ofrece. Como interesado impenitente en filosofía política y teoría de la democracia leí con cierto interés uno de sus últimos apuntes, titulado ¿Cuántos votos hacen funcionar una democracia?, donde transcribe opiniones de Ralph Dahrendof.

Me llamó la atención la consabida acusación de antiamericanismo a 'la izquierda europea' y 'sobre todo' a 'la española'. Esta réplica tiene visos de convertirse, como la acusación de totalitario, en uno de esos efugios que intentan bloquear la crítica y el debate y que tan bien conocen, por ejemplo, los defensores de la expansión israelí. Si criticas la privatización de la política y la salud, si atacas la militarización de la política exterior o si censuras algunas normas punitivas vigentes en ciertos Estados, más que señalar problemas objetivos de notable gravedad --reconocidos ya incluso por su propio presidente-- no haces sino poner en evidencia un prejuicio de carácter ideológico que nubla tu raciocinio y te impide participar en el debate.

En nada disculpa esto el antiamericanismo todavía practicado por algunos que, en primer lugar, no disciernen entre la sociedad norteamericana y su gobierno, descuidando por tanto las más que envidiables iniciativas que parten de la primera, y en segundo lugar, no toman nota de la irreductible complejidad --histórica, religiosa, cultural y política-- de tal sociedad, tan extensa y heterogénea como el mismo continente europeo y con la distintiva virtud de haberse asociado en torno a un Estado respetuoso con la pluralidad. Pero visto que el documental criticado no hacía sino denunciar los déficits democráticos del sistema político estadounidense, tampoco es que estuviésemos ante un ejercicio de justificada crítica a esta fea especie de antiamericanismo.

Más que por el uso indiscriminado del estigma del antiamericanismo, interesa el post citado porque vuelve a poner en evidencia la distancia insalvable entre liberalismo y democracia. Con coherencia, el autor de Non Sola Scripta se cuestiona hasta qué punto es necesaria una alta participación para el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas, cuando índice de la buena marcha de éstas es que no existan divisiones, revueltas y contestación social. La diferencia entre la legitimidad democrática y la liberal es una cuestión de tiempo: para el demócrata procede de un refrendo mayoritario anterior a la decisión política, y cuanto mayor sea la participación de mayor legitimidad goza la norma avalada por la corriente más extendida y popular; para el liberal, por el contrario, la legitimidad se calibra sobre todo en los efectos posteriores a la decisión, siendo legítima aquella que por su eficiencia y utilidad conquista el consentimiento y consigue no tener una oposición activa, y resultando ilegítima aquella otra que se topa con la confrontación ciudadana (léase, de aquellos ciudadanos que hacen explícita su disconformidad). Para el liberal, en afirmación de Fichte, el mejor gobierno es aquel que no se nota porque deja que la sociedad se autorregule espontáneamente, es aquel que no irrita a la gente, según la eficaz acepción de Ignacio Camacho. Para el demócrata, en cambio, el mejor gobierno es aquel que a través de sus medidas plasma en la realidad el programa mayoritariamente deseado en el seno de la comunidad. (Y para el demócrata constitucional, el mejor gobierno es el que hace esto último pero con respeto por los derechos fundamentales declarados en la Constitución).

La legitimidad liberal que defiende Dahrendof y por extensión el autor del mencionado blog, entre otros pliegues teóricos, tiene dos que desde luego la alejan de las creencias democráticas. Sus palabras de orden son la eficiencia y el utilitarismo: el principio de la mayoría, lejos de comunicar legitimidad al poder, no constituye sino un indicio de cuáles son las medidas que mejor se adecuan al interés mayoritario y que menos posibilidad tienen, por tanto, de ser rechazadas activamente. La vigencia de tal axioma no es indispensable, sino altamente recomendable, por eso tanto da una abstención generalizada si ésta no refleja más que satisfacción privada e indiferencia pública.

Con el tácito carácter prescindible del principio de la mayoría, y su sustitución por el vaporoso criterio del interés general, ya nos hemos aproximado a unos terrenos políticos inconfesables. A la reflexión liberal, de hecho, le son caras las abstracciones aparentemente universales que encubren realidades bien particulares que las desmienten tozudamente. Piensen si no en el arranque feliz del liberalismo en la Virginia de 1776, con su pomposa proclamación de la libertad y la igualdad de todos los hombres en su Constitución y la coetánea exclusión de negros esclavos, indios, mujeres y trabajadores. Tanto es así, que resulta connatural al liberalismo hablar de 'pueblo' y de 'sociedad' cuando en realidad se refiere a una sola parte del todo, la que por su valía, mérito y capacidad se estima imprescindible para la subsistencia y progreso del conjunto.

Esta tendencia de invocar el todo refiriéndose a una parte se expresa hoy día en una difícilmente justificable discriminación entre las diversas contestaciones sociales que deslegitiman la acción del gobierno: si son obreros franceses montando una huelga general frente a las reformas neoliberales o mineros bolivianos haciendo huelga de hambre contra la privatización de sus recursos naturales, entonces la oposición ciudadana --en la medida en que impulsada por la base fungible de la pirámide social-- es muestra de atraso y de resistencia frente a medidas tecnicamente necesarias. Si en cambio son plataformas cívicas derechistas las que plantean resistencia, entonces estamos ante una insufrible división social causada por un gobierno sectario e ilegítimo. A todo lo cual contribuye el reflejo mediático de la realidad, para el que la represión, con resultado de muerte en Latinoamérica, de los gobiernos neoliberales apenas merece una columna de actualidad, mientras que bastan cinco opositores de un gobierno 'populista' para obtener una portada a cinco columnas hablando sobre la fractura que padece tal o cual país.

Queda clara entonces toda la carga ideológica que transporta esa manera de pensar que cifra la legitimidad de un gobierno en la ausencia de oposición a sus medidas. Parte además esta reflexión de una imagen distorsionada de la naturaleza humana, supuestamente movida por un impulso innato de libertad que le lleva a sacudirse el yugo de la opresión, de ahí que cuando las decisiones políticas atentan contra dicha libertad el resultado sea siempre la movilización en su contra. Se desconoce así el nada despreciable aspecto domesticable y disciplinable del ser humano, incapaz de oponerse a medidas injustas, o incluso contrarias a sus intereses materiales, por pereza, miedo, ineptitud o simple resignación y capacidad de sufrimiento.

Estos son los motivos fundamentales por los que creo tan sesgada esa convicción a tenor de la cual la legitimidad de las decisiones proviene del consentimiento, es decir, de que su implantación no encuentre resistencia social, y no del aval de la mayoría, de un refrendo mayoritario construido sobre la base de la libertad de expresión y de crítica y para el que resulta no ya deseable, sino del todo necesario una alta participación. Si la resistencia ciudadana, cuando la ejecutan los desfavorecidos, no vale o no existe a efectos prácticos, de poco sirve tal criterio. Y aun de menos sirve desde el momento en que una tiranía puede desplegarse sin encontrar contestaciones severas, ya sea por miedo generalizado o por aquiescencia interesada.

Así es, el criterio apuntado, al que poco le importa la participación (no ya solo electoral, sino sobre todo la ciudadana, aquella que paradójicamente tanto rechazo provocaba en Dahrendof) y sí mucho la eficiencia y utilidad de las instituciones, cuenta con una vecindad sospechosa con cierta legitimación 'técnica' de la dictadura: si ésta satisface a la generalidad o al ciudadano medio, si no provoca divisiones y desacuerdos palpables, si bajo su imperio el hombre común, aquel no significado políticamente y afanado en su trabajo, su familia y sus amistades, disfruta de 'una extraordinaria placidez', entonces tanto da un gobierno democrático que otro dictatorial. No es de extrañar que muchos de los que así piensan, en cuanto la democracia hace de las suyas, no tengan inconveniente en colocarse del lado del despotismo, como sucedió aquí en el treinta y seis o en el Chile de Pinochet. Puestos ante la disyuntiva de elegir entre derechos de la persona o derechos patrimoniales, prefieren en última instancia aniquilar personas a estatalizar recursos económicos. Y esto, que queda muy claro apenas te acercas a la historia política reciente, no parece serlo tanto como la evidencia de que el comunismo o el socialismo real fue en muchos sentidos tan desastroso como criminal. Si lo estuviese, igualmente claro sería que la opción política más noble y la que menos tiene manchadas las manos de sangre no es desde luego el liberalismo capitalista.

8 comentarios:

Non Sola Scripta dijo...

Pocas cosas tan excitantes en nuestra vida como un intercambio de argumentos; nada tan emocionante como sentir refutada una antigua creencia.

No comparto la diferenciación establecida entre legitimación democrática y liberal. La encuentro basada en una confusión conceptual básica. Democracia y liberalismo contestan a dos preguntas diferentes de derecho público. La primera contesta a la pregunta: "¿dónde reside la soberanía (o legitimación del poder)?" Y responde: en el pueblo. La segunda responde a la pregunta: "Resida donde resida la legitimación del poder, ¿qué límites debe tener éste?" No hay contradicción entre una democracia no liberal (donde los representantes elegidos por el pueblo legislan acerca de cualquier ámbito de la vida de los ciudadanos) y un liberalismo no democrático (donde se practica el "laissez faire", en lo económico y en casi todo, pero no se celebran elecciones).

Por otro lado, adopté el soniquete del antiamericanismo de la izquierda europea y española porque, básicamente, es cierto. Siempre se repiten las intervenciones estadounidenses en diversas dictaduras latinoamericanas, pero no se contextualizan, no se explica cómo todo aquello estaba rodeado del terrorismo de las guerrillas y las intervenciones soviéticas. "La historia me absolverá" dijo Fidel Castro, yo no sé si absolverá a los EE.UU., pero sí sé que la izquierda no lo hará.

Gran reflexión la de Dahrendorf acerca de la participación política la que discutes. Y yo que seguiré, atento, tus reflexiones al respecto.

Sebas Martín dijo...

Muchas gracias por acercarte por aquí. Ya ves que leo con frecuencia tus apuntes y medito sobre ellos, aunque sea para disentir. De hecho, estos intercambios son buena muestra de hasta qué punto es beneficioso el intercambio de puntos de vista.

Aunque en la teoría puedan intentar compadecerse liberalismo y democracia, creo que en la historia hay episodios bien patentes de su desencuentro con saldo perdedor, por desgracia, para la segunda.

Otra cosa es la democracia constitucional, o sea, limitada, más que por la libertad abstracta del mercado, por libertades concretas de las que son titulares los individuos concretos y que pueden verse vulneradas tanto por el poder político como por los poderes sociales. Y a estos últimos, a su capacidad conculcadora de derechos, parece no atender en exceso el tipo de liberalismo que creo profesas.

Y creo, en efecto, que deben contextualizarse los apoyos de Estados Unidos a las dictaduras latinoamericanas, del mismo modo que deben contextualizarse las acciones de tales guerrillas 'terroristas'.

Existe una tendencia cada vez mayor en la historia conservadora a realizar inculpaciones retrospectivas con base en un postulado anacrónico: que los anarquistas, sindicalistas y bolcheviques que hacían uso de la violencia desde mediados del XIX hasta mediados de XX eran básicamente lo que hoy son los terroristas. Olvida esta argumentación, que es más bien una consigna, que el uso de dicha violencia, legítima o no, es inescindible de la violencia que ejercían tanto los citados poderes sociales --a estas alturas no creo que vayamos a negar ciertos abusos bien extendidos de índole económica-- como el Estado oligárquico que los representaba mediante los frecuentes estados de excepción, la jurisdicción castrense o las prácticas directamente alegales y extraprocesales como la ley de fugas, el terrorismo del Somatén o los arrestos sin tutela judicial. Hay que contextalizar, pero hay que extender ese sano afán a todos y a todo.

Pero, de cualquier modo, vuelvo a insistir en que me parece del todo errado el antiamericanismo simplista que no distingue las instituciones de la sociedad. Mientras soy un profundo escéptico con algunas de las primeras --no todas, v. gr. el jurado--, no lo soy con la segunda.

Un saludo afectuoso y gracias de nuevo

Non Sola Scripta dijo...

No sé a qué tanto revuelo con la idea de que el interés del ciudadano medio por debates, digamos, políticos es escaso. A muchos nos interesa la filosofía política, a la mayoría, no excesivamente. La tesis de Dahrendorf se sustenta sobre esta base. Así que la participación en unas elecciones, si la población no se halla excesivamente perturbada por algo, será, inevitablemente, baja. Pongamos un 60%. Esto puede ser un dato de salubridad mental: muchos admiten que la sociedad se ha vuelto tan compleja que ni tan siquiera tienen una opinión clara acerca de quién gobierna mejor.

Pongamos las cuestiones que han hecho movilizarse al electorado español últimamente: la negociación con ETA, las tropas en Irak (o Afganistán), el canon digital, la ley del vino, la Educación para la Ciudadanía... Sinceramente, ¿a qué porcentaje de la población le tocan directamente estas cuestiones como para consumir tiempo y energía documentándose?

La de EE.UU es una democracia bien engrasada; su sociedad civil no permitiría una dictadura (no la han tenido nunca), y ahí están los datos de participación.

Definitivamente, no me molesta la "justificación técnica" de las instituciones, como tú dices. ¿Supone esto ver con buenos ojos las dictaduras? Excepto en casos extraordinarios, mi ansia por la libertad individual no me permite justificar una dictadura. Pero, repito, no me produce desazón que la participación sea del 60%. Ahora bien, por debajo del 50%, la sociedad civil está empezando a desaparecer, y ahí sí me preocupo.

Gracias a ti por iniciar tan suculento debate.

Sebas Martín dijo...

Creo que das un argumento irrebatible: la inexistencia de una dictadura en los EEUU. Algo que dice mucho, y bueno, de la cultura política de aquella ciudadanía. De ahí mi insistencia en diferenciar sociedad y gobierno, porque desde luego en la primera surgen iniciativas que para sí querrían muchos países como por ejemplo el nuestro.

La baja participación (p. ej. en los EEUU) puede que también esté vinculada con el radio de acción del Estado. Si éste es menor, dejando más espacio a la autonomía social, tampoco es tan necesario dicho aval electoral. Pero en los casos en que la presencia de las instituciones sea muy determinante, creo que cuanto mayor participación mejor.

Te pongo un ejemplo: hemos vivido recientemente un proceso constituyente del sistema autonómico español. Aún coletea el asunto. Pero lo que a mi juicio ha quedado claro es que, en comparación con la legitimidad democrática que tuvieron los primeros estatutos (piensa en el andaluz), estos de ahora nacen como un producto del ombliguismo político. No creo que el edificio se vaya a venir abajo, pero ha quedado demostrada su escaso respaldo ciudadano en contraste con el que contaba el anterior mapa de las regiones.

Y desde luego comparto contigo ese amor por la libertad individual.

ULISES dijo...

No puedo resistirme a irrumpir en vuestro interesantísimo debate, más como seguidor de vuestros dos magníficos blogs que como aportador de opiniones de verdadera profundidad teórica.
Sin embargo, como fruto de mis reflexiones sobre teoría política, me gustaría terciar en el debate, que, vaya por delante, no es sino el clásico sostenido desde la teoría política moderna, a saber: las eternas dualidades, fruto de las reflexiones sesudas pero profundamente sesgadas por los presupuestos ideológicos de cada reflexionante: Estado pequeño vs. Estado grande, Estado intervencionista vs. Estado "laissez faire", libertades individuales sin límite vs. interés general tutelado por un Estado paternal, neoweberianos vs. neomarxistas, Ralf Dahrendorf y los economistas doctrinalmente neocon vs. la tercera vía...
Ante la impecable coherencia de razonamiento con que ambos habéis expuesto vuestras dos posturas, ello me hace acudir a argumentos puramente ideológicos para situarme más cerca de "Turpin" que de "Scripta": me parece harto peligroso y hasta sospechoso justificar acciones de gobierno dudosamente condicionadas por el bien común, entendido como el de una inmensa mayoría, claro está, por el simple hecho de que no son contestadas a nivel social. Como bien dice "Turpin", ello no justifica que la mayoría las comparta, y menos aún que las apoye.

(Continúa)

ULISES dijo...

La sociedades actuales son muy complejas, y los son más social que políticamente; los intereses de los distintos actores sociales en juego pueden estar interconexionados de manera muy compleja, lo que condiciona la movilización social a favor y en contra de acciones controvertidas de gobierno. Además, ¿podemos comparar el grado de actividad de, pongamos España como ejemplo, la sociedad en general y de la juventud en particular de hace tres décadas con la de hoy en día?¿No podemos mandar a través de la apatía, la falta de expectativas de conseguir cambios mediante acciones sociales organizadas y la falta de movilización el erróneo mensaje de que las reformas políticas (a veces regresivas)son compartidas por la mayor parte de la población adulta?
Creo que la democracia constitucional, lo más participativa posible, subsana en gran parte estas incertidumbres, y a través de la figura del mandato representativo, podemos acercar bastante más la opinión pública a las instituciones, haciendo que aquélla se vea reflejada en éstas.
Mi ideal de sistema de gobierno en países desarrollados se acerca más a las democracias sociales con Estados dispuestos a promover los servicios públicos universales y a compensar y equilibrar los desequlibrios económicos, sociales, culturales y participativos de los ciudadanos, es decir, al estilo de las socialdemocracias berstenianas, que a los Estados anglosajones liberales a ultranza, en los que, enarbolando el estandarte de la libertad sagrada del individuo, los cauces de gobierno poco obedecen a lo que las sociedades reclaman y necesitan, y mucho al utilitarismo de hacer cumplir determinados objetivos de ciertos grupos, bastante más poderosos en todos los sentidos que aquellos que se opondrían a esos estilos de gobierno si tuvieran más fuerza y/o motivación.
Enlazo en este punto con el asunto del antiamericanismo de la izquierda europea. Aquí, aún sintonizando con la opinión de ambos, me vuelvo a acercar más a "Turpin". Por supuesto que el déficit democrático de ese Estado no proviene de su sociedad, sino de sus instituciones; ejemplos muy claros y recientes son la falta de congruencia entre las contestaciones sociales masivas contra las guerras de Vietnam o Iraq, y la firme postura belicista e imperialista de las administraciones que gobiernan el país más rico del mundo (no desde el punto de vista democrático).

(Continúa)

ULISES dijo...

Obviamente, no considero a EEUU una dictadura, pero me parece que el déficit democrático de ese sistema político no se compadece en nada con el espíritu liberal de las revoluciones que engendraron el país, en el siglo XVII y, sobre todo, XVIII. Sólo algunos ejemplos (este asunto ya requiere por sí solo un amplio ensayo): la Doctrina Monroe del destino manifiesto, y, por ende, la activa participación en teatros sobre todo sudamericanos ¿se puede considerar una base teórica democrática, estableciendo un paralelismo entre el Estado y las Relaciones Internacionales?, la actitud en contra de la legalidad iusinternacionalista, la falta de acceso a determinadas estructuras institucionales como la Justicia para gran parte de la población con pocos recursos, aún tratándose de órganos "democráticamente" elegidos, el elitismo en el acceso a servicios tan esenciales como la sanidad o la educación, etc.
(Continúa)
¿Es más democrático un órgano jurisdiccional, por el hecho de que está presidido por un juez o en el que interviene un jurado o un "attorney", todos salidos de un proceso electoral fácilmente manipulable con grupos de presión de gran poder económico, y en el que el nivel de renta condiciona el resultado de sus actuaciones, mucho más que los valores de justicia nacional que impregnan su constitución y que deberían afectar, tanto a las leyes como a su ejecución y cumplimiento.
Sin embargo, volviendo al asunto del nivel de participación ciudadana, estoy de acuerdo con "Scripta" en que debemos aceptar niveles de participación en las elecciones de en torno al 60 %, pero no llego a esa conclusión a través del mismo razonamiento: en su caso es por el prejuicio liberal de pensar que el conformismo del abstencionista supone una aprobación tácita del gobernante que salga elegido, en mi caso es por mi escepticismo ante la capacidad de ilusionar y movilizar a la compleja sociedad moderna, con sus variadísimos movimientos y grupos sociales, que tienen los candidatos, movidos por los principales actores que son los partidos políticos, tan faltos de democracia interna, con tan poca capacidad de alinear en sus filas cuadros bien dotados y formados, y con tanta de hacerlo con elementos movidos más por el nepotismo y los intereses personales que por hacer valer la doctrina que teóricamnte identifica al partido.

(Continúa)

ULISES dijo...

Por tanto, creo, en fin, que las estructuras de gobierno deberían ser más representativas, es decir, que primen los elementos democráticos ante los liberales, y que, por supuesto, la legítima libertad del individuo tenga el obvio límite en los intereses generales, marcados por las leyes que se han dado a sí mismas las estructuras del Estado, a su vez mayoritariamente representativas del conjunto de ciudadanos.

Por supuesto, esta democracia representativa debe disponer de dos límites cuyo rebasamiento aboca inexorablemente al fracaso del sistema:
- El intelectualismo orteguiano de dudar, ante ciudadanos poco preparados, que éstos puedan elegir las opciones políticas que realmente más les convienen, y no ser meras marionetas de los poderosos grupos de presión nacionales e internacionales. Fácilmente superable con unas buenas estructuras educativas a la alcance de cualquier ciudadano.
-La participación en los órganos de gobierno no puede ser tan extrema que se alcance la ingobernabilidad. La toma de decisiones puede estar influida pero no absolutamente condicionada por el consenso de estas estructuras participativas.

Me despido invitándoos a la reflexión y al debate, en relación con este último punto, sobre la gobernabilidad del sistema político español actual, sustentado en la partitocracia y en el Estado de las Autonomías, así como en un sistema electoral rígido y poco representativo, y con un marco constitucional poco clarificador en cuanto al reparto de competencias entre los distintos actores que integran el teatro del Estado. ¿Deberíamos sacrificar algo de "nivel democrático" a cambio de tener un país más gobernable y más asequible a emprender reformas por parte de quien gobierna, profese la ideología que profese?¿Es sano para una democracia que un gobierno democráticamente elegido, incluso con mayoría, retire un proyecto de ley (por ejemplo la ley del vino, o la ley del aborto), ante masivas manifestaciones y movilizaciones en contra, orquestadas por grupos de interés que teóricamnte se hallan ya representados en los poderes del Estado?

Espero que continúeis en esa línea de reflexión y debate doctrinal tan enrriquecedora para los que seguimos vuestros interesantes blogs.

SALUDOS